Alejo Carpentier
Se ha dicho, con alguna ligereza de
criterio, que el hombre de América Latina es muy dado a adoptar
inconsiderablemente cualquier modo literario de Europa. De hecho, debiera ser
así. Descendiente de españoles, en cuanto a la cultura, consideró siempre la
literatura hispánica como cosa propia. Muy atento a las ideas francesas
(Mostesquieu, Rousseau, los enciclopedistas) en los días de sus guerras de
independencia; muy aficionado a estudiar la poesía francesa para conocer sus
innovaciones, en el campo de la expresión, no ha quedado exento a veces, de un
cierto afrancesamiento, evidente en el movimiento Modernista de comienzos de
este siglo. Buen conocedor del inglés, se mueve con tacto y discernimiento en
el mundo de las letras británicas y norteamericanas. Podría ser, el
latinoamericano, un hombre muy dado al cosmopolitismo… Y sin embargo, ocurre
todo lo contrario: por un proceso, acaso instintivo, de reacción contra lo que
demasiado podría marcar su espíritu, cuando el escritor, el artista
latinoamericano se enfrentan seriamente con la labor creadora, vuelven los ojos
hacia el mundo propio, en busca de una temática latinoamericana. Todas las
obras válidas de nuestra literatura, tanto en el pasado como en el presente,
tratan de temas americanos, en un intento cada vez más ceñido de acercamiento a
nuestras realidades geográficas, raciales, históricas y psicológicas. Por haber
sido muy poco descritas, nuestras cosas exigen la descripción; es decir, el
arte de nombrar las cosas para que las cosas sean (…)
Después de interesarnos por tal o
cual movimiento literario nacido en París o en Alemania, viene un periodo de
filtraje y decantación. Tal autor, tal poeta, aun muy alabados por la crítica
francesa, es olvidado para siempre. La generación de 1920 admiraba enormemente
ciertas novelas sumamente ficticias de Anatole France, como La rebelión de los ángeles o Taiss. Hoy nadie las lee en América
Latina. Igual nos ha ocurrido con algunas importantes figuras de la literatura
inglesa; con dramaturgos y comediógrafos que aún disfrutan de popularidad en
Europa. Y, para decirlo todo, con un Andreiev, cuyos cuentos eran muy
publicados con nuestras revistas hace aún cuarenta años.
Pero hay autores que rebasan, con
paso seguro, el proceso crítico que suele conducirnos de la sobreestimación a
la subestimación. Antón Chejov, por ejemplo, es acaso mejor entendido ahora que
antes. Maiakovski es más traducido que en otros tiempos. Y, un gigante se
mantiene firme en nuestra estimación: León Tolstoi. No daré, como pruebas, sino
dos hechos significativos. Cuando hacia 1924, el Ministerio de Educación de
México se resolvió a publicar, para darle gratuitamente al pueblo, una serie de
obras básicas de la literatura universal, incluyó dos títulos de obras de
Tolstoi en su colección –además de una biografía del escritor. Y, en 1960,
cuando el Gobierno Revolucionario de Cuba fundó una Imprenta Nacional destinada
a ofrecer al pueblo las lecturas más recomendables situó La guerra y la paz en la primera lista de obras por editar. Al cabo
de casi noventa años después de que Tolstoi se entregara al acopio de datos que
lo llevaría a construir su gigantesca novela, esa novela sigue siendo para
nosotros algo vigente y activo. Algo que no podía dejar de figurar en un
catálogo de libros que presente, inicialmente, textos clásicos como El Quijote, Fuenteovejuna de Lope de Vega, Juan Cristóbal de Romain Rolland, y
las creaciones capitales del teatro shakespeariano.
¿A qué se debe esa actualidad de Tolstoi en América Latina? A razones que llegan mucho
más allá de la mera calidad literaria. No solo realizó Tolstoi en La guerra y la paz un tipo de novela épica que aún reclama su hacedor en
nuestro continente, sino que, al trazar un cuadro monumental de la vida rusa,
durante y después de la invasión napoleónica, nos mostró un mundo que se
asemeja sorprendentemente al nuestro –al que hemos conocido, vivido o padecido,
generación tras generación- desde los días de nuestras primeras guerras de
independencia, iniciadas, por casualidad históricas, en los años que sitúa
Tolstoi los inicios de su acción. Pero con una diferencia: desde los días de la
invasión napoleónica, la vida rusa –y su literatura- evolucionó, dentro de sus
propios ritmos, con mayor rapidez que la vida latinoamericana. Nuestra
existencia, en cambio, siguió largamente a las normas y costumbres del tipo de
sociedad, de los comportamientos individuales, que nos pintó León Tolstoi en la
primera parte de La guerra y la paz.
II
El salón de Anna Pavlova es el que
cualquier joven de familia burguesa, hidalga o adinerada, hubiese podido
frecuentar en Lima, en Buenos Aires, en La Habana, en 1920. Había el mismo
prurito de hablar francés –o inglés-, el mismo alarde de cosmopolitismo
ilustrado, con temor, sin embargo, a las conversaciones demasiado serias o
apasionadas. (Recuérdese en La guerra y
la paz el episodio de la conversación de Pedro y el abate Morio sobre la
teoría de “la paz perpetua”, abruptamente interrumpida por la ama de casa. Había
que ser ameno a toda costa, sin plantear problemas que demasiado llevaran a
pensar. Lucían las jovenzuelas su belleza, con gran preocupación por formalizar
matrimonios que no siempre eran regidos por la libre elección. (Carta de la
Princesa María a Julia Karaguine: “Aunque penoso me fuera si el Todopoderoso me
impone los deberes de esposa y de madre, trataré de llenarlos lo más fielmente
que pueda, sin preocuparme por el examen de mis sentimientos en lo que respecta
a aquel que hayan de darme por esposo”. (Cap. XXV.) Delojov es personaje que
parece sacado de la vida latinoamericana de hace treinta años. El dominio de
Allysska Gori es idéntico –con cambios en la vegetación, desde luego- a las
grandes haciendas de Cuba, de México, de Venezuela, conocidas en nuestra
infancia. Los juegos de abanico de Natacha (cap. XX); aquellos sirvientes que
se asoman a las puertas del salón del Conde Rostov para bailar el “Danilo
Cooper” (lo hacían nuestros sirvientes de antaño paras bailar la gran novedad
norteamericana que era el fox-trot);
esa juventud que canta romanzas sentimentales, no sin sentir posar sobre sus
destinos la realidad de las herencias, de los favores palaciegos, de apellidos
más o menos ilustres, o de la bastardía (…)
Poco aparece el pueblo, todavía, en los
capítulos iniciales de la gran obra. Pero a medida que la guerra –el elemento
épico- empieza a sincronizar sus movimientos, surge el factor colectivo, cada
vez más poderoso y activo, encarnado a veces en la figura de Platón Karataiev.
A la vez que se acrece y define ese factor colectivo, los actores máximos del
drama –aquellos mismos en cuyas manos parece descansar el destino de las
multitudes- pierden, cada vez más, su poder de manejar las fuerzas
determinantes de la historia. Después de haber llenado todo el escenario, de
haber posado sobre los hechos con un poderío ilimitado, Napoleón y Alejandro,
“Árbitros aparentes del destino”, se ven arrastrados por el movimiento que los
envuelve: “Era indispensable que millones de hombres, entre cuyas manos estaba
la fuerza operante (…) consintieran todos a realizar la voluntad de esos dos
individuos, débiles y aislados, y que fuesen determinados a hacerlo por una
serie de causas diversas y complejas” (Lib. Tercero. Cap. I) Así, del mismo
modo, en nuestra corta historia de colonias hispánicas liberadas hace un siglo
y medio –o como Cuba, no hace sesenta años- para caer, a veces, bajo yugos tan
duros como el de España, hemos conocido ese brote de una energía popular,
imperceptible, y como amodorrada durante largos periodos de calma; decisiva,
irrefrenable, en nuestras guerras de independencia y nuestras revoluciones. Muy
poco aparece el indio en la literatura mexicana anterior a 1910. Pero, apenas
estalla la Revolución, ese elemento colectivo se agiganta, haciéndose el
protagonista del acontecimiento: desde entonces, la novela de las Revolución
mexicana ha conferido al indio, literariamente hablando, una categoría nueva.
Igual ha ocurrido con las guachachas argentinas en el siglo pasado; igual con
el llanero venezolano, después de las
campañas de Bolívar y Sucre; igual con el negro del Caribe, a lo largo de las
innumerables sublevaciones que se han
ido enlazando –en Jamaica, en Haití, en las Guayanas- durante más de doscientos
años.
Cito esta analogía entre las historia nuestra
y el desarrollo del relato tolstoiano, para mostrar un nuevo factor de
entendimiento establecido por nuestras naciones, nuestras realidades presentes
y pasadas, y los mecanismos épicos de la gran obra literaria que nada ha
perdido, en nuestro mundo, de su popularidad primera. No solo se establecen
paralelismos de costumbres, de modos de vivir de una cierta clase social, sino
que el papel desempeñado por el pueblo, en la obra de Tolstoi, es el tema que
hemos visto desempeñar, bruscamente aparecido en el panorama histórico de
nuestras recientes revoluciones. Ese hombre, oriundo de algún valle perdido
entre montañas, de alguna aldea apenas nombrada, de un arrabal oscuro, y que se
afirma ante nosotros como Platón Karataiev, con un espíritu llevado a buscar
“el fondo moral de las cosas”, cantando “a la manera de los pájaros”, porque
“emitir sonidos le era tan indispensable como estirarse o andar”; acaso incapaz
de apego, amistad o amor, tal como Pedro podía entender tales sentimientos,
pero amante de todos, viviendo amistosamente con todos aquellos que la vida
ponía en su presencia, no como tal hombre o tal hombre en particular, sino con
todos los hombres que tenía ante los ojos (Lib. Cuarto. Cap. XXII) –ese hombre
lo hemos visto reaparecer ahora, bajando de la Sierra Maestra, con la
Revolución cubana.
III
Hablándose de técnica, puede decirse que León
Tolstoi fue un extraordinario precursor de los mecanismos del “montaje”. No
porque fuese el inventor de ellos, puesto que los folletinistas franceses de
comienzos del siglo, para alargar o sincronizar sus relatos, solían emplear los
mismos procedimientos. Pero resulta interesante observar que un sistema muy
eficiente en mano de los novelistas populares, por cuanto multiplicaba sus
posibilidades de llevar de frente varias acciones, no pasó sino muy tardíamente
a la literatura de calidad. Un casi aristotélico prurito de unidad de acción
rige la arquitectura de novelas clásicas como Madame Bovary o La educación
sentimental, de Flaubert, más o menos contemporáneas que las de Tolstoi. Y
cuando se sustraen a ese modo de composición, nunca alcanzan a la vastedad de
planos de una novela que tanto abarca el mundo de Alejandro como el de
Napoleón; el de la diplomacia europea, el de la nobleza rusa, el del Coro
Popular, con varios ejércitos en marcha, los estados mayores en acción, el
ámbito secreto de la masonería, las ideas mesiánicas de un Joseph de Maistre, o
lo intereses particulares (Lib. Cuatro. Cap. IV), que contrastan, por su
sordidez, con el gran acontecer de la época. Los románticos habían abusado del
procedimiento, a veces, pero no en tal escala. Lo que sorprende, además, en
Tolstoi, es su poder de ofrecernos, una visión general por medio del detalle.
Una batalla puede ser resumida por la acción de una batería. Un pequeño
episodio de la lucha nos revela el sentido general del momento histórico. El
fresco entero se impone a nuestras mentes a través del pequeño boceto, de la
acuarela presurosa, entregada al pasar –como si darle importancia… Y luego hay,
en el novelista, un uso premonitorio de ciertas técnicas narrativas muy
modernas. Recuérdese el adorable cap. XIII del Libro Segundo, en el cual
Natacha, en camisa de noche, ovillada, traviesa, animada por su idea, se
acuesta en la cama de su madre y, deseando hablarle de Boris, empieza a besarle
los dedos –“enero, febrero, marzo, abril, mayo…”- trazando retratos
gráficos-psicológicos de índole subconsciente: este era visto como “delgado,
gris, claro”; aquel como “azul oscuro, mezclado con rojo”. Y pasando la palabra
de primera persona a tercera, se habla a sí misma: “¡Qué encanto esa Natacha!”
–colocando, esa exclamación, nos dice Tolstoi, en la boca de un personaje
masculino que le atribuía todas las percepciones de su sexo: “lo tiene todo. Es
inteligente, gentil, linda, ágil. Sabe nadar y jinetea de modo perfecto; canta
que es un encanto.” Aquí el personaje sale de sí mismo para contemplarse como
quisiera saberse contemplado por ojos ajenos. En ese capítulo, Tolstoi se
permite ese lujo de todo gran escritor que es el alarde de virtuosismo.
Para llegar a tales técnicas de un montaje
casi cinematográfico, tendríamos que esperar, en nuestro idioma, los episodios
de La guerra carlista y El ruedo ibérico de Valle Inclán, o, en
Estados Unidos, el Manhattan transfer de John Don Pasos. No diré que Zola, que
Galdós, en terrenos propios, hubiesen ignorado el procedimiento. Pero en el
Tolstoi de La guerra y la paz ese
“modo de hacer” resultó una técnica de composición, estrictamente observada
–única que podía permitirle la organización de ese cosmos literario, de esa marcha paralela de psicología y praxis, de revelación de lo
infinitamente pequeño y de lo desmedidamente grande, que es su magistral
novela.
IV
Por lo mismo, presentaba yo
recientemente, a los novelistas cubanos, La guerra y la paz, como arquetipo de
la novela épica tal y como la requiere un acontecimiento como nuestra
revolución, con sus múltiples argumentos que deben desarrollarse,
simultáneamente, en los planos de la resistencia urbana, de la lucha armada en
la montaña, de la prisión y del destierro –y a la vez, en el terreno de la
represión, con sus complicidades halladas en los hoteles de lujo, las casa de
juego, y los negocios de gran rendimiento ayudados por la tiranía. No se me
ocurría un modelo más cabal para quien, con el talento necesario para hacerlo,
quisiera llevar de frente un movimiento de tres o cuatro relatos sincronizados bajo
la ley de una realidad común. No pretendía decir con ello que, para culminar la
empresa, tuviésemos que contar con un genio de la importancia de León Tolstoi.
Lo que me interesaba, en ese caso, era el método aplicado por el novelista ruso
a su trabajo de reconstrucción de hechos, presentados luego con suma libertad.
Método siempre válido, eficiente, necesario, independientemente de todo aquello
que el escritor pueda deber a sus facultades propias o a excepcionales
maestrías en el manejo del idioma o del estilo. Método que consistía en valerse
de cuanto documento se ofrecía a su avidez informativa, acerca de la época que
le interesaba. Sabemos el papel desempeñado por el examen de memorias y
memoriales, de referencias de primera mano, de correspondencias diplomáticas, de datos recogidos de viva voz, en la
elaboración de su novela que contiene, incluso, párrafos enteros de Thiers,
citados casi textualmente. “Dondequiera que, en mi novela, hablan y actúan
personajes históricos” –nos dijo el propio Tolstoi en el “Apéndice” famoso que
acompañaba la primera edición completa de la obra- “nada he inventado, sino que
me he valido de materiales hallados por mí y que, en el transcurso de mi
trabajo, llegaron a constituir todo una biblioteca”. Pero tiene Tolstoi el buen
cuidado de mostrarnos hasta dónde llega el historiador frente a los hechos y
cómo, habiendo estudiado esos mismos hechos, trabaja el artista. “El
historiador –nos dice- se ocupa de los resultados del acontecimiento; el
artista de ocupa del acontecimiento mismo”.
No de otro modo se hace la novela épica. Y si
la Revolución cubana, tarde o temprano, habrá de traducirse en términos de
épica novelesca, fecunda será, para su autor, una meditación de los métodos de
indagación y de los métodos de expresión usados por León Tolstoi para escribir La guerra y la paz, obra al lado de la
cual otras tenidas por muy históricas nos parecen falsas y caducas, tanto por
el fondo como por la forma.
La Habana, julio de 1960
Literatura extranjera, Moscú, noviembre de
1960
Tomado de Obras Completas de Alejo Carpentier.
Conferencias. Volumen 14, Siglo XXI Editores, 1991, pp. 305-314.
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