Pedro Marqués de Armas
Testimonio de un emigrado cubano recluido en varios manicomios neoyorkinos,
entre los años 1892 y 1894, La moderna inquisición en los Estados
Unidos es un libro raro entre los raros. Lo descubrí por casualidad en
los fondos de la biblioteca de la Universidad, si mal no recuerdo en el verano
de 2002, un día que fui a consultar no sé qué tomo de los Anales de
Sagra desaparecido de la Nacional. El bibliotecario, un cuarentón con quien
intimé, al punto que me dejó llevar a casa aquel ejemplar único, puso cara de
extrañeza. Presumía de saberse cada uno de los títulos que albergaba aquella
nave, y de localizarlos al vuelo, pese a la oscuridad y el desbarajuste
reinantes. Pero, en cuanto al libro en cuestión, que pillé sobre un armario
enorme del siglo XIX y entre un montón de volúmenes todavía “sin clasificar”,
dijo que no tenía la menor idea; y siguió hablando de sus enfermedades.
Se le podría ubicar en ese género de denuncias a la “institución total”
que, escrito por quienes padecieran algún encierro psiquiátrico, hablan desde
el lugar de un testigo no dispuesto a aceptar la condición de enfermo mental;
género que casi no cuenta, por lo visto, con ejemplos en Cuba, pero que en el
caso en cuestión se adelanta a un clásico de los propios Estados Unidos: A Mind That Found Itself (1908), de
Clifford Beers, quien devendría fundador del movimiento por la Higiene Mental.
Muy poco sabemos del autor de La Moderna Inquisición en los Estados
Unidos, salvo por lo que él mismo relata, y algún que otro dato tomado de
la Red.
Rafael J. Castañeda era natural de Sancti Spíritus, ciudad donde había
publicado un periódico titulado El ideal masónico (1886) y en la
que publicaría, nueve años más tarde, esta denuncia más que desconocida. El
libro, de 370 páginas, se lo debemos a la imprenta La Paz de Carlos Canto, de
donde también saliera, añado a modo de curiosidad: La apicultura en Cuba como entrenamiento (1894). A diferencia de
este último, nunca fue reseñado, aunque sí incluido en bibliografías.
Empleado menor de una casa comercial, Castañeda llevaba más de una década
en Nueva York cuando tuvieron lugar los hechos que narra. Más que ocuparse de
su experiencia como oficinista en la enervante ciudad, es natural que se centre
exclusivamente en los infortunios que padecerá, una vez detenido por la
policía. Abandonaba su empresa cuando fue esposado y conducido directamente a
prisión en un coche celular.
Nos enteramos por el propio Castañeda, a quien no hay que dejar de creer,
tanto más a estas alturas, que había sido víctima de un “complot” organizado
por su jefe, el Sr. A. M. Cape, quien, en unión de varios “amigos
colaboradores”, habría sellado su suerte.
A lo largo del libro nunca queda aclarado el motivo de tales maniobras.
Pero no por eso sus denuncias pierden validez; y no solo por estar hechas “a
nombre de decenas de ciudadanos cuerdos recluidos forzosamente”, sino por
apoderarse Castañeda, para enriquecer el suyo, de otros muchos testimonios.
Monta así un discurso que, si bien repetitivo, se despliega pleno en detalles
sobre aspectos bien conocidos del funcionamiento interno de tales
instituciones.
Cuando realiza aseveraciones de tipo: “La trascendencia de los hechos que
refiero puede apreciarse mejor si se considera que ocurren en un país donde
existe un régimen de gobierno democrático”, o “Lo que ocurre en la ciudades de
Nueva York y Brooklyn respecto a la manera infame en que encarcelan y
martirizan a los cuerdos bajo pretexto de locura, ocurre también en las demás
ciudades populosas de la Unión”, no podemos sino creerle. Más claro, ni el
agua; y allí están sus anécdotas, su retrato de los celadores y enfermeros, y
su manera de entender las postergaciones y las buenas palabras.
Castañeda fue conducido inicialmente a Las Tumbas, cárcel pública de Nueva
York, de la cual pasó al Hospital Bellevue, donde los médicos certifican su estado de locura, que nunca asoma con nombre clínico o técnico. Muy pronto se
lo llevan al Manicomio de Ward´s Island y, tan sólo un mes más tarde, al Asilo
de Locos del Condado de Kings, en Flatbush. Allí permanecerá desde 4 de marzo
de 1892 hasta 10 de febrero de 1894. Se trata de un “loco bajo sospecha",
según refiere; por lo que, algo más que “curarle” quieren de él.
¿Estuvo Castañeda realmente loco? Puede que sí. Pero la
subjetividad de su discurso lo aparta de una “experiencia delirante”, al menos,
de delirios extraños o bien constituidos. No es esa, por demás, la marca de sus
escritos. Herido en su orgullo, exaltado sí, y al máximo, narra en un rango
cuya comprensión siempre se verifica; quizás levemente deformado por eso que
llama “consignas” y por esa suerte de poder paralelo que se ocupa
de su persona, pero reflejándose, siempre, en el espejo estañado de la Ley.
A lo más, su exaltación justicialista y su querulancia, digamos así, lo
lanzan contra una cámara de ecos, en definitiva acorde con la violencia y los
derechos que se le sustraen, donde su
paranoia (ese complot nunca desmontable) se revela, más bien, como un exceso de
explicación o sobreentendidos: los de un mundo rigurosamente vigilado.
Veamos este fragmento: “Los que hayan residido en Estados Unidos en estos
últimos años, y tenido el deseo y la oportunidad de conocer las costumbres,
prácticas e instituciones del país, convendrán conmigo en que el sistema de espionaje
importado allí de Europa, pero modificado de un modo notable, gracias al
régimen de gobierno existente, ha llegado a generalizarse tanto, que constituye
un factor con el que hay que contar en casi todos los órdenes de la vida
social. Nadie puede estar seguro de que no es un perseguido, y de que los más
mínimos detalles de su vida íntima no son conocidos por alguien que tenga
interés en conocerlos; de que sus negocios particulares no le conciernen a un
tercero que se cuida de averiguar lo que conviene saber” (p. 22).
Luego denuncia el negocio de las agencias de detectives, como se sabe,
entonces en su apoteosis: “Los hechos que relato prueban dos cosas: que la
persecución existió, y que se llevó a cabo de un modo sistemático por
individuos que obedecían una consigna. Mi íntima convicción es que alguien se
encargó de dirigir aquellas, de soliviantar las pasiones en mi daño y, en una
palabra, de hacerme caer dentro de las inextricables y permanentes redes de una
poderosa organización política que
ejerce una tiranía tan abominable como la de los gobiernos más despóticos” (p.
61).
¿Qué organización es ésta? Sin duda, un poder, además de paralelo,
ilocalizable, regido por un “alguien” que parecería, más bien, su propio jefe,
ahora de absconditus y disfrazado bajo otras iniciales, como esas
letras que se dejan ver (cual consignas) en la punta de un pañuelo. Pero esto
no es locura, rigurosamente hablando.
Y menos tratar de alzarse, no hasta Dios, quede claro, sino hasta ese espacio
público al que pretende llegar, usando, también por testimonio, y como prueba, el hecho de escribir un libro. No se
está loco, al menos de remate, cuando se escribe un libro del género, quiere
decirnos Castañeda:
“Mi protesta tiene la fuerza legal que le da la circunstancia de no estar
loco al escribir este libro, que es todo él una protesta contra la serie de
actos por los cuales se cometió una de las más grandes infamias. No solamente
importa al público conocer los medios por los cuales se priva a un ciudadano de
su libertad y de sus derechos; se le mantiene prácticamente incomunicado por
dos años; se engaña a su esposa y demás familiares; se dispone de su propiedad
y se le insulta, veja y tortura con una crueldad inconcebible; importa, sobre
todo, que se sepa cómo se cohonestan hechos tan punibles….” (p. 65).
Pero así como nadie le escucha, o al menos, cree en lo que dice, y mientras
los días de encierro se suman y alargan, más firme es su empeño y más claro su
discurso. De una tenacidad y transparencia, o si se quiere, obviedad, pasmosas:
“Verse en una casa de locos estando cuerdo; tener la convicción de que allí ha
sido uno llevado deliberada y maliciosamente; saber que los culpables no pueden
sustraerse al merecido castigo de su crimen, sino manteniendo y haciendo
corroborar como cierto el hecho falso de estar uno loco, es quizás la mayor
tortura moral a que pueda verse sometido un ser humano con suficiente
inteligencia para sentirla” (p. 67).
Fragmentos como el anterior se repiten y producen, a veces, cierto desgano;
y estamos a punto de abandonar a Castañeda a su suerte, cuando nos cuenta, por
fin, algo. Aparece un nombre en la serie de las víctimas, que no
pertenece a ninguno de los reclusos. Se trata del Dr. Campbell, el médico que
lo asistiera en Ward´s Island, y a propósito del cual escribe: “Me
pareció, y es muy lógico suponerlo, que los médicos no tenían libertad de
acción y eran espiados por los enfermeros a sus órdenes” (p. 69). Es él ahora
el que indaga, y lo hace no tanto hacia el interior del complot de que ha sido
víctima, como hacia fuera, con la misma lógica de sus furibundos carceleros, es
decir, apelando a una observación permanente, y clasificando, con toda
paciencia, aquel mundo intrigante y sórdidamente teatral:
“Hallar la línea divisoria entre la locura y la cordura, al tratar con
hombres que, junto con el que investiga, se hallan espiados, maltratados,
intimidados, enardecidos, es cosa poco menos que imposible. Sin embargo, por lo
que observé puedo, sin temor a equivocarme, clasificar a los reclusos de W. I. de
la manera siguiente: locos verdaderos, que bien lo estaban cuando fueron
llevados allí o perdieron el juicio a consecuencia del tratamiento inhumano y
cruel que allí se daba; cuerdos que no se podían explicar por medio de
racionales hipótesis la situación temible en que se veían colocados; y cuerdos
que, conocedores del procedimiento, se resignaban y trataban de salir de aquel
lugar por los medios que su inteligencia les sugería” (p. 75).
Todo eso le lleva a un esfuerzo supremo de la inteligencia y a enlazar la
lógica de aquella institución, aquella lógica desquiciante, con su propia
lógica, ahora reflejada en otro espejo: el de la duda. Un espejo que es también
el de su experiencia intelectual, la de buen alumno cubano de filosofía, o de
buen cubano hecho para filosofar:
“En tales circunstancias –nos dice-, mi cerebro tenía que afectarse en un
tiempo más o menos breve, por lo que trataba de conservar la razón esforzándome
en dirigir bien mis pensamientos. Hacía algunos años que había yo leído la
primera parte de las conferencias de Enrique José Varona, y tal vez deba, a esa
lectura, el no haber sufrido ninguna alucinación. Me sujeté estrictamente a la
lógica, y, conforme a ésta, dudaba las más de las veces de mis propios juicios
acerca de lo que me ocurrió. La “salvadora duda”, si no consta a hallar la
verdad, sirve al menos para impedir la caída en el error” (p. 81).
Se aferra así Castañeda, desde su paranoia razonante, al clavo de hierro de
la resistencia intelectual a secas, a fin de no alucinar, de no abismarse de
una vez entre los fantasmas.
Según relata, en la Casa de Locos del Condado de Kings fue asistido por el
Dr. Philip P. Carlon, “también espiado por los enfermeros”, bajo la dirección
de un tal Dr. Fleming. Y ya a partir de septiembre de 1892, es el
Dr. William E. Sylvester quien lo atiende.
“El hecho de verse en una casa de locos estando cuerdo, la mala
alimentación, la falta de sueño, la ociosidad forzada, el recuerdo de los seres
queridos, la exasperación natural que causan las grandes injusticias y los
vejámenes diariamente sufridos, son causa suficiente para agravar cualquier
afección del cerebro” (p. 137).
Será el tal Dr. Fleming, jefe máximo de la Casa de Locos, quien por fin lo
entreviste y, como caído del cielo, le confirme lo que tanto tiempo lleva
anhelando: que ha sido su antiguo patrón, A. M. Capen, quién determinó su
arresto. Fleming se limita a preguntarle: “¿Estaba usted loco cuando se
verificó su detención?” A lo que responde: “Jamás estuve loco. Lo más que puedo
admitir es que mi cerebro estuvo en condiciones anormales las cuales quizás
fueron provocadas por la administración de alguna droga y, posiblemente, por el
anterior convencimiento de que varios individuos obraban de concierto para
causarme daño sin incurrir en responsabilidad ante la ley” (...). (p. 169)
No nos cuenta ahora, cuando más lo esperamos, el porqué; quizás, porque ni
lo sabe. “En cuanto al motivo particular que pudieran tener para hacerme daño,
no puedo precisar, por más que lo sospeche.” (p. 170). Pero no hay dudas de que
suelta prenda, al afirmar lo transitorio de su anormalidad.
Más adelante, dejará traslucir incluso el haberse sentido perseguido por
enemigos políticos y religiosos, envueltos en un negocio de miles de pesos, por
lo que solicitara la protección de un detective a través de la prensa.
Y he ahí la clave… Castañeda se metía en camisa de once varas.
Es entonces cuando todo gira. O mejor, cuando nada menos que José Martí
entra en la vida de Castañeda. Un día le anuncian que unos cubanos hacen
gestión para liberarlo. Se trata, en efecto, de unas gestiones… y estas corren
a cargo de la Sociedad Benéfica Hispano Americana de Nueva York. Sus
familiares, de los que no ha recibido carta alguna en estos años, han hecho,
por su parte, lo suyo. Se han movido y han contactado a los emigrados cubanos
de más poder.
El 8 de noviembre de 1893, Castañeda recibe una visita de Vicente Díaz
Comas, a nombre del presidente de la Sociedad Benéfica, el Dr. Ramón L.
Miranda, médico de Martí (Díaz Comas había fundado aquella organización pero no
la dirigía). Aun así pasarán unos cuantos meses más, en los que Castañeda
continúa su lucha. Pero ahora no sólo enfrenta su secuestro, sino que lo
pretendan deportar a Cuba, sin que se le deje decidir como “ciudadano libre”.
Por fin, en febrero de 1894, se concreta su libertad. Van a despedirlo, a
bordo del vapor “Panamá”, Díaz Comas, el Dr. Miranda, y su yerno
Gonzalo de Quesada, éstos últimos presidente y secretario, respectivamente, de
la Sociedad. Ya en la barandilla, Miranda le hace saber las muchas
dificultades que debieron vencer para lograr su traslado, y que la Compañía de
Vapores no quería admitirlo. El médico de Martí no pierde ocasión y le entrega
un ejemplar del reglamento de la Sociedad Benéfica, mientras le expresa, como
el que no quiere la cosa, que pertenecían al Partido Revolucionario
Cubano.
A Castañeda, seguramente con razón, con su razón, le parecen
“extemporáneos” estos contemporáneos, por el hecho de ser ellos, como dice,
“representantes de una sociedad hispánica” (p. 224). No otra cosa cree, o
deduce, el muy cauto: que lo pueden complicar. Entonces Gonzalo de
Quesada se le acerca, y mirándole a los ojos, le suelta a bocajarro: “Martí me
encargó que le preguntara a usted si tenía algún informe que darle, porque de
Sancti Spíritus le han escrito que un Sr. Castañeda, de allí, podía enterarle
de algo importante. Él cree que se trata de un depósito de armas”.
“Eso debe ser una equivocación del Sr. Martí, o de su corresponsal”, le
responde Castañeda crispado. Y añade: “Yo nunca me he ocupado en depositar
armas. Evidentemente, el que escribió al Sr. Martí que le pidiera informes a un
individuo que había estado de años recluido en un manicomio, no tenía buenas
intenciones para con él” (p. 226).
Castañeda acusa, luego, a la susodicha Sociedad Benéfica de cometer una
infamia, al llevar a cabo su embarque en calidad de loco, e imponer,
“caritativamente”, el abandono de su lugar de residencia (p. 279).
Han herido aún más su orgullo y han llevado sus visitantes, al terreno de
su paranoia, el demonio de la paranoia política, que se encuentra en su clima y
refleja, sin dudas, en ese andar rápido y
como investigándolo todo de Martí.
¿No es el colmo de este asunto que los propios benefactores, con Martí a la
cabeza, tengan a este Castañeda por otro Castañeda (1) y le reclamen tal
información? Pero no hay gato encerrado. Simplemente, una desconfianza
generalizada.
Como
también, ciertos paralelismos que cabría destacar. Contratados o no por la
Legación Española, agentes secretos de la Pinkerton pisan ahora –casi diariamente-
los talones de Martí. Persecución documentada, en su caso, la que experimenta
Castañeda no habría que tildarla, sin embargo, de meramente imaginaria. Solo
que mientras Martí, tanto más después de la fracasada expedición de la
Fernandina, logra despistar del modo avezado a sus persecutores, Castañeda,
en cambio, los atrae como moscas.
A ambos le echan alguna droga o veneno en sus bebidas; al menos, eso sienten. Pero, mientras para Castañeda esta posibilidad se expresa como mera proyección e incluso como duda, para Martí se trata de una certeza que descubre con sus propias papilas gustativas. Pues sabe de hecho que ese vino de coca Mariani –reconstituyente al que apelaba entonces, según se dice, por problemas de salud, y hacia el que desarrolló una verdadera adicción, dejándolo sin apetito-, estaba completamente adulterado. Sin embargo, en tanto a Castañeda se le nubla sin remedio la razón, a él solo le provoca –la droga o veneno- un malestar físico transitorio, del que saldrá con la ayuda de un médico curiosamente llamado Barbarrosa y de una negra sabia en antídotos y cuidados amorosos.
En fin, líneas quebradas de una historia que incluye a espías, depósitos de armas y venenos que no dejan traza, forman parten de un relato maestro que las engloba. A fin de cuentas, con sus cargas de realidad y ficción.
Y como el tema de La Moderna Inquisición… es el sistema norteamericano -y este injusto secuestro a causa de un complot del que no se sabe, ni quizás nunca se sepa, su origen-, concluyo con el resumen que Castañeda hace de aquel mundo rigurosamente vigilado. Según se mire, haría las delicias de cualquiera, Tirios y Troyanos:
A ambos le echan alguna droga o veneno en sus bebidas; al menos, eso sienten. Pero, mientras para Castañeda esta posibilidad se expresa como mera proyección e incluso como duda, para Martí se trata de una certeza que descubre con sus propias papilas gustativas. Pues sabe de hecho que ese vino de coca Mariani –reconstituyente al que apelaba entonces, según se dice, por problemas de salud, y hacia el que desarrolló una verdadera adicción, dejándolo sin apetito-, estaba completamente adulterado. Sin embargo, en tanto a Castañeda se le nubla sin remedio la razón, a él solo le provoca –la droga o veneno- un malestar físico transitorio, del que saldrá con la ayuda de un médico curiosamente llamado Barbarrosa y de una negra sabia en antídotos y cuidados amorosos.
En fin, líneas quebradas de una historia que incluye a espías, depósitos de armas y venenos que no dejan traza, forman parten de un relato maestro que las engloba. A fin de cuentas, con sus cargas de realidad y ficción.
Y como el tema de La Moderna Inquisición… es el sistema norteamericano -y este injusto secuestro a causa de un complot del que no se sabe, ni quizás nunca se sepa, su origen-, concluyo con el resumen que Castañeda hace de aquel mundo rigurosamente vigilado. Según se mire, haría las delicias de cualquiera, Tirios y Troyanos:
“El sistema de gobierno político de los Estados Unidos dista mucho de ser
perfecto. Uno de sus males es el ilimitado poder de las organizaciones
políticas que hacen mal uso de las fuerzas de que disponen. Si el pueblo no
fiscaliza todos los actos de los que llevan su representación, corre el riesgo
de verse sometido a la peor de las tiranías, la de los más hábiles y osados.
Entonces sucede que todo lo que no pueden hacer los individuos aisladamente,
sin sufrir el condigno castigo, lo realizan impunemente las organizaciones de
los políticos de oficio que por abandono del pueblo asumen su representación y
se apoderan del gobierno. Esas organizaciones llevan a cabo por reprobados
medios lo que sin duda desconoce el pueblo soberano: asesinatos, secuestros,
violaciones de domicilio, usurpaciones de la propiedad y deportación. Pero a
todo se le da un nombre diverso del verdadero. Al asesinato se le llama suicidio o muerte repentina; al
secuestro, reclusión justificada; a
la violación del domicilio y a los ataques al derecho individual, intervención amistosa; a la usurpación
de la propiedad, adquisición por justo
título; a la deportación, embarque
caritativo. Tal es el sistema que se sigue… “
---
Nota
(1) Declaramos también nuestra ignorancia. Con el mismo nombre y
primer apellido, nos aparecen en Sancti Spíritus dos personas: Rafael Castañeda Cañizares,
quien fundó en 1912 el semanario "Cuba Altruista" y fuera miembro de
la Junta de administración del Hospital de Mujeres; y Rafael Castañeda y
Consuegra, entablador de pleitos por rentas, más o menos por la misma época. En
la ciudad del Yayabo, Castañeda es apellido del siglo XVII y lo llevaron
alcaldes, regidores, síndicos, comerciantes y hasta un Gobernador General,
Francisco de Castañeda (S.S., 1690).
Dibujo de Juan E. Hernández Giro: José Martí, Ramon L. Miranda (con barbas), Gonzalo de Quesada (en el extremo derecho), Gustavo Govín (de espaldas) y Luis Rodolfo Miranda (a la derecha de Martí). Encuentro en el Delmonico's, el 28 de enero de 1895.
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