Alejo Carpentier
/ Una
exposición de dibujos de dementes
/ Los misterios del arte de los locos
/ Los
poetas del manicomio
/ Versos de un hipocondriaco
/ La historia del cartero
demente y arquitecto
/ Una frase feliz
Una gran galería parisiense acaba de inaugurar una
exposición de dibujos y esculturas de locos. Por singular que esto parezca,
conviene advertir que no es la primera vez que se celebra una exposición de
este género. Hace ya muchos años que el espíritu teorizante y clasificador de
los alemanes se encarga de revelar al público las extrañas producciones de los
dementes.
El día de
apertura de la desequilibradísima pinacoteca, se vio llegar al admirable poeta
Max Jacob, con su monóculo, sonriente en su faz de monje de buen vino.
—¿Se venden
bien estos dibujos?— preguntó Max al director de la galería, después de ver
algunas de las cosas presentadas.
—Es decir…
hay aficionados que…
—Si usted
quiere –declaró Max, alegremente—, puedo fabricarle seis o siete todos los
días.
El director
de la galería adoptó aire grave:
—Caballero
¡sólo se admiten aquí obras de locos auténticos!
Max Jacob se
echó a reír, pero no tenía razón. El arte de los locos es algo mucho más serio
de lo que él cree. Cuando se hojean los libros del penetrante alienista alemán
doctor Hans Prinzhorn, se descubren, en la producción intelectual de los
dementes, peculiaridades que plantean extraordinarios problemas cuya solución
está muy lejos de hallarse. Ese obscuro anhelo de creación se ve regido por
leyes misteriosas, que tocan de muy cerca el enigma de la verdadera creación
poética que tanto preocupó a los filósofos antiguos. Para Platón, el albedrío
casi ni intervenía en el canto de los bardos. Su inspiración era de índole
divina, una suerte de fluido desconocido que, proviniendo del más allá, se
servía de un sujeto para transformarse en estrofas. Sócrates afirmaba que “los
poetas componen por instinto, del mismo modo que los adivinos, sin tener
conciencia de lo que dicen”. El seco Cicerón llegaba más lejos al declarar:
“hay que encontrarse en estado de demencia para producir hermosos versos”.
Sin embargo, el estudio del arte de los locos está
lejos de apoyar tales aseveraciones, llenas de la intrepidez que ponían los
antiguos en sus juicios. Con los dementes el asunto se complica de modo
extraordinario, pues sus cerebros desquiciados se divierten en depararnos extrañas
sorpresas. Su inspiración es descocida y desigual. Hans Prinzhorn nos entera de
cosas como esta: algunos de sus enfermos, absolutamente in experimentados en
materia de arte –por lo general esquizofrénicos—, supieron producir, sin la
menor preparación, obras capaces de emparentarse con altísimas producciones de
artistas cuerdos. Al lado de esto, cien dibujos de locos se caracterizan por la
incoherencia. Los hay que no saben vincular entre sí los elementos de una
observación fragmentaria y disparatada. Otras veces, en cambio, lo que
sorprende es el poder de regresión estética de los alienados. Sus obras se
parecen frecuentemente a las de los primitivos flamencos e italianos, sobre
todo cuando quieren presentar asuntos religiosos. ¿Qué similitud puede haber entre
el cerebro de un loco actual y el de un tallador de piedra medioeval? Es muy
difícil determinarlo. Pero el caso es frecuente, ya que se cuentan varios
ejemplares de ese primitivismo de
nueva cosecha en la rara exposición que motiva esta crónica.
Entre todas
las artes, la pintura y escultura son las más favorecidas con los aportes de
los locos. Luego viene la literatura, que lo dementes cultivan de un modo muy
curioso. Al hablar de poemas de internados, no debe olvidarse que el género
tiene antecedentes de calidad. Gerald de Nerval sentía ya germinar en sí la
demencia, cuando trazó las páginas de algunas de sus novelas admirables.
Maupassant, sin sospecharlo, escribió en el alucinante Horla, un capítulo de su propia historia. Sin embargo, los
escritores locos de hoy son bastante más modestos, y para ellos la frase
escrita es, sobre todo, un medio para descargar su odio contra sus médicos,
guardianes y antiguos amigos. He aquí la encantadora misiva que recibió de uno
de sus enfermos un médico parisiense del manicomio Nacional de Charenton:
“Tan pronto
salga de aquí te haré morir, como bandido culpable de cien delitos. Te arrojaré
sobre un matojo de espinas que te herirán con sus dardos acerados; después te
apretaré la garganta con rabia y no podrás impedir –parásito de cloacas— que mi
mano te ciegue y te degüelle, porque has de saber que te estrangularé sin
remordimiento ni asco”.
Hay locos
humoristas, capaces de escribir lindas composiciones parecidas a las que
produjeron en una época los fantasistas
franceses. En un estudio de Regis sobre los dementes, se encuentra este
divertido poema:
“Todos
afirman que estoy loco
Y tengo una rata en el cerebro.
¿Acaso penetró en su madriguera
Sin usar la escalera?
Si no eres animal
Sácame de esta barraca
Y serás gran almirante
De mi flota del Atlántico”
Hay, sin
embargo, entre el centenar de páginas de fárrago que llenan un tratado sobre la
demencia, un poema que estimo de gran valor informativo. En sus versos, un
demente nos cuenta las persecuciones imaginarias de que fue objeto, antes de
ser encarcelado en el manicomio. No
pueden narrase con más color las angustias de un hipocondríaco, que se cree
víctima de las más crueles maquinaciones:
“Rompían las
máquinas en torno mío. Trataban de incendiar mis sábanas; robaban los cubiertos
de plata de mi jefe para atribuirme el delito; me robaban todas mis cosas;
colocaban ramas en el corredor para hacerme caer; llenaban mi habitación de
periódicos y libros, cuyas ilustraciones mostraban cruces y tumbas. Se quemaban
ácidos delante de mi puerta, se cortaban en dos las cucharitas para que se
rompieran en mis manos, se rajaban las tazas de café con un diamante, se
introducía una araña roja como la sangre en la maleta donde guardaba mi ropa.
Pagaban a unos golfos para que robaran zapatos y chocolates a los jóvenes que
jugaban al tenis… ¡Y por eso me recluyeron aquí!”
En el fondo
los locos auténticos son mucho menos divertidos que lo imaginados por Edgar
Poe, en su deliciosa historia de manicomio. Por lo general son individuos que
toman la vida muy en serio. No es menuda tarea la de asumir, un buen día, las
responsabilidades históricas de Napoleón o de Julio César. Es grave cosa ser Diosa Razón –personaje auténtico y que
vive pese a haber sido novelada por Joaquín Belda—. Pintar y esculpir como
primitivos y escribir poemas contra los médicos, son ocupaciones de gente
extraordinariamente seria y digna de respeto. Son entretenciones análogas a las
que engendraron algunas catedrales góticas y más de una comedia de Moliere.
Además
¡cuántas locuras inofensivas florecen, sin conocer nunca el examen médico! En
el noroeste de Francia, en un pueblecito apartado y tranquilo, existe la más
admirable de las creaciones de los locos. Y se trata, por excepción, de una
obra arquitectónica –verdadero monumento a la locura constructiva.
La historia
merece narrarse. Un cartero de la localidad, honrado, buen empleado y excelente
padre de familia, tenía una manía singular. Cada tarde, al regresar de sus
correrías epistolares, recogía un guijarro –uno solo—, siempre de la misma
forma y calidad. Invariablemente, antes de probar el cocido vespertino, mojaba
el guijarro en cemento, y lo añadía a un montículo que comenzaba a alzarse en
su pequeño jardín. Pasaron cuarenta años, y hoy, el montículo se ha transformado
en un indescriptible palacio, de unos diez metros de frente por ocho de alto,
donde se encuentran reminiscencias de todos los estilos arquitectónicos
conocidos: desde el indostano hasta el modernista catalán, pasando por los
Mayas y el Medioevo. La comarca entera se encuentra orgullosa de la obra del
cartero inspirado, a la que le ha puesto el nombre pomposo de Museo. Y es éste, sin duda, el único
ejemplo conocido de una arquitectura de dementes.
Conocida es
la grosera perogrullada, según la cual algunos sostienen que el arte moderno
tiene puntos de contacto con el arte de los locos. No me detendría en hablar de
esta fantasía demasiado fácil, digna de quienes la sustentan, si no fuera
porque ha motivado recientemente un delicioso rasgo de ingenio.
Hace pocos
días, Jean Cocteau se encontraba el atelier
del admirable inventor de objetos plásticos que es Pablo Picasso. Un amigo del
pintor entró en el estudio trayendo un libro de un Herr doktor germano, en el que trataba de demostrarse que muchos
cuadros modernos se parecen a los dibujos de los locos.
Picasso
–según me contó Cocteau—, tomó gravemente el libro y comenzó a contemplar
grabados sin decir palabra alguna. Estos representaban lienzos de pintores
nuevos, comparados con obras de dementes. Había un loco Juan Gris, un loco
Braque, un loco Chirico, un loco Picasso.
Después de verlo todo, Pablo Picasso cerró el libro,
y exclamó con desconsuelo:
—¡Ya está!
¡Ahora resulta que hemos curado a los locos!
Carteles, 28 de julio de 1929 –Crónicas:
arte, literatura, política, vol. 9, Siglo XXI editores, pp. 145-49.
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