Pedro Marqués de Armas
(...) Son famosas sus fotos de la cantante Jenny Lind, apodada el Ruiseñor Sueco, y de la versátil actriz
Adah Menken. Pero más exóticas resultan las imágenes de los microcéfalos del
Circo Barnun, que retrató en su propio estudio y que
por entonces eran anunciados, también al pie de las fotografías, como “primitivos”
o “salvajes australianos”.
En esta línea que liga exotismo, teratología y curiosidad etnológica,
destacan sus retratos de deshollinadores negros, de seres defectuosos, y de indios Chippewa, éstos exhibidos en una exposición celebrada en Nueva
York en 1862. En uno de los retratos aparece el
propio fotógrafo junto al presunto jefe de la delegación, éste con plumas en la
cabeza, traje tradicional y los brazos cruzados de modo pasivo, y aquel
encimándosele en una actitud entre benevolente y confrontadora.
II
Cuando se indagan los pasos de Charles D.
Fredricks en La Habana surgen no pocas dudas, ya que se asoció, en diferentes
fechas y haciendo uso de diversos locales, a otros colegas norteamericanos,
montando por lo menos tres estudios en la capital y otros tantos en el
interior; son numerosas sus entradas y salidas al país, los traspasos
de propiedad y hasta aparece un segundo Fredericks (Cobden) con quien a menudo
se le confunde. Pero fue la galería Fredricks & Co., ubicada en la calle
Habana entre Obrapía y Lamparilla, y establecida en 1862, el más célebre y duradero de
sus estudios, de donde salieron la mayor parte de sus trabajos.
(...) En esta sucursal del Templo del Arte, tuvo por asistentes al retratista al óleo Mr. Piot y al acuarelista Herlich, citados
a menudo en la prensa de la época, así como a Conher y Auguste Daries
en calidad de fotógrafos oficiales. Este grupo formará escuela en La Habana, dominando la fotografía artística, e influyendo en el nivel
técnico y competitivo de un extenso cupo de competidores cubanos y
españoles que dominaban el mercado desde la década de 1840, y que ahora, hacia 1860,
colman las calles de O’Reilly y Obispo, convirtiendo a La Habana en la ciudad
con mayor cantidad de estudios fotográficos, tras Nueva York y París.
(...) Convencido de la oportunidad de aproximar la fotografía a nuevos consumidores, Fredricks siguió siendo un itinerante. A
comienzos de 1860, Robert Wilson, autor de Cuba
for invalids, lo encuentra en un hotel de Trinidad. Por este encuentro
sabemos que ese viaje a Cuba, y, sobre todo, la búsqueda de clientes en el
interior de la isla (lo cual ya había intentado en Matanzas un año antes),
obedecía “a los recientes conflictos entre el Norte y el Sur que
afectaban a todas las ramas de la actividad comercial”, obligándole a asegurar
su línea cubana. Trasciende de este diálogo el éxito del negocio habanero, sus buenas
relaciones con el Capitán General y su esposa, así como la apertura de dos
pequeños estudios, uno en Trinidad, donde “mantiene a cinco artistas y los
pedidos están llegando muy rápidamente”, y otro en Cienfuegos, al cual se
dispone enviar a otros dos amanuenses. Las fotografías coloreadas nunca se
habían visto en tales poblaciones, apunta Wilson, quien señala el impacto que
estaban teniendo entre las familias más acomodadas. El viajero califica a los
consumidores criollos de nuevos ricos, mientras tacha la oferta de Fredricks de
imán capaz de atraer sus onzas de oro, e indica incluso el precio de un retrato
de tamaño natural: cien reales “dolorosamente caros” para su bolsillo, según
confiesa Wilson.
Los trabajos más importantes que saldrán de
los estudios de Fredricks y colaboradores entre 1857 y 1865, sin contar
fotografías ad usum de familias y
particulares, serán la espléndida colección de vistas exteriores de La Habana y
sus alrededores (presuntamente fechada en su mayoría hacia 1865); la no menos
espléndida de plantaciones azucareras y de otras haciendas rurales; y una serie
de retratos de oficiales y soldados españoles.
A estas zonas de fácil delimitación habría que sumar un grupo más reducido y disperso de imágenes que podrían calificar de "etnológicas”. A diferencia de las tomas de monumentos (de carácter panorámico), éstas consisten en “escenas
cotidianas” o “tipos locales”, casi siempre primeros planos. Dos de ellas documentan los castigos en las haciendas: una de un esclavo sometido al cepo (o
que parece estarlo, en realidad se trata de una pose) y otra de un bocabajo que conocemos por su
reproducción en forma de grabado, y que Fernando Ortiz incorpora en las páginas
de Los negros brujos (1906). Existen
también imágenes de un baile de carnaval organizado por un cabildo de nación,
de una famosa curandera de la época, y un retrato de la Virgen de la Caridad de
Cobre.
Otras dos fotografías firmadas por Fredricks,
pero no de exteriores, involucran a la servidumbre. Se trata, en
un caso, de una nodriza africana que sostiene en su regazo a una niña blanca;
y, en el otro, de un interesante “retrato de grupo” en el que destaca, apoyado en el piso, junto a varios caballeros blancos cómodamente sentados o
reclinados (se diría que al pie de
ellos), descalzo y sosteniendo una bandeja (como si fuera necesario recalcar su condición), un esclavo
doméstico.
Todas las fotografías de Fredricks delatan
claramente su intención comercial, a la vez que responden a requerimientos
canónicos (y en alguna medida técnicos) de la época. Se trata unas veces de
encargos de negociantes radicados en la isla, cuyo propósito es publicitar los
adelantos de sus haciendas, como el realizado para la empresa minera de los
hermanos Earnshaw, a donde se desplazó probablemente en 1857. En
otras ocasiones comportan una demanda publicitaria o turística un tanto más
explícita, como es el caso de los panoramas de la bahía habanera y de los edificios
y paseos públicos más notables de la ciudad, sin descartar quintas y casas de
campo, e incluso esas “escenas pastorales” relativas a la producción agrícola,
como las llamara Robert M. Levine.
Montadas en cartones (postales), muchas de
estas vistas estaban destinadas a un mercado de particulares y coleccionistas,
en existencia tanto dentro como fuera del territorio. En la guía The Stranger in the Tropics, por no ir
muy lejos, aparece una publicidad de las mismas, anunciadas como retratos que
todo visitante debe tener a mano y que incitan al conocimiento (y no únicamente
al mero disfrute) del país. Desde luego, su circulación en Estados Unidos o
Europa podía incitar no sólo a turistas sino también a inversores.
Entre las imágenes de plantaciones habría que
señalar la presencia tanto de ingenios azucareros como de vegas de tabaco, y,
en el caso del mundo del azúcar, tanto de las labores agrícolas como de la
esfera industrial, si bien las fotografías que documentan el proceso fabril -a
diferencia de las realizadas por George Barnard en 1860, quien devela, además,
aspectos no sólo más variados, sino propios de la vida cotidiana en los
ingenios- no resultan muy abundantes. Se trata,
por lo general, de planos distantes y estáticos, desprovistos de los riesgos de
la cercanía o la presencia humana, y que como expresa Levine, reproducen las convenciones
visuales de la época, dictadas por la pintura paisajística y, sobre todo, por
la litografía.
Sin embargo, aun cuando
el fotógrafo persigue, en la mayoría de sus tomas, tanto por motivaciones
ideológicas como por requerimientos técnicos, una suerte de inventario de bienes
donde el paisaje humano es reducido a su mínima expresión, este examen a secas de
objetos, valores y proporciones, no logra opacar la irrupción a menudo fantasmática,
o bien esquinada, o si se quiere intrusa, del mundo de la vida. Saltan a la
vista, con frecuencia, letreros que publicitan hoteles y tiendas, como también
quienes siguen de largo o simplemente merodean por esos planos que en balde intentan
ajustarse a perspectivas incontaminadas.
No puede descartarse,
pues, en relación a las vistas exteriores, un
carácter ex profeso o de tácita elección. Se pretende eternizar
un mediodía soporífero donde, al tiempo que los bueyes se ponen de rodilla, se
acomete la exclusión y se libera a la urbe de sus potencias sórdidas, dinámicas y
oscuras.
Trabajó además
Fredricks a interés de las propias autoridades coloniales. Un ejemplo lo
constituye, de la autoría de Daries e iluminados a la aguada por Herlitz, un Álbum de retratos de militares del Ejército
Español de Cuba realizado en 1862 y dedicado al Duque de la Torre. Esta
colección fue comercializada en La Habana y en Madrid, no siendo editada como
conjunto.
No faltan, por último, las postales que aprovechan la ocasión, en el
sentido más comercial del término, como las reproducciones de la Niña de
Ranchuelo (Charito), vendidas en abundancia cuando la famosa curandera se
encontraba en el ápice de su fama, y que servían de estampillas para
creyentes o bien como objeto de curiosidad y chanza.
Comoquiera, es difícil clasificar la
producción cubana de Fredricks y sus colaboradores, ya que se trata de un
legado no sólo disperso sino también incompleto, cuando no desconocido; existe
una serie de barcos anclados en el puerto de La Habana y otra de las plantas
más raras del Jardín Botánico que formaban parte, al parecer, de la colección
de monumentos habaneros, según se expresa en un anuncio de prensa de 1865. Esta
dificultad es también válida para los retratos privados, entre cuyas rarezas cubanas
puede citarse la fotografía de un desnudo (o más bien semidesnudo) masculino.
(Fragmentos... Cuba y su imagen. Itinerarios de C.D.Fredricks; se publica sin notas ni bibliografía).
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