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miércoles, 7 de mayo de 2014

Una aventura cubana con Lee Lockwood





 Saul Landau

 Conocí a Lee Lockwood en julio de 1967, en el mostrador de Cubana de Aviación de Ciudad México. Tenía el pelo negro y rizado, un aspecto de seguridad y suficiencia y cargaba bolsas con cámaras. “Me encantó tu libro —La Cuba de Castro; Fidel de Cuba, que más tarde actualizó—, el mejor y más honesto libro acerca de Cuba”, le dije. “Las fotos son brillantes”, las cuales había tomado para la revista Life. “Gracias”, gruñó.
 Había regresado hacia poco de Hanói. Me dijo que allí había corrido en dirección a la calle para fotografiar a los civiles vietnamitas, que se dirigían a los refugios antiaéreos —debajo de las tapas de las alcantarillas—, justo antes de que aviones norteamericanos bombardearan. (“Vietnam del Norte bajo Asedio”, revista Life, 7 de abril de 1967.)
 Lee tenía otro trabajo para Life, e Irving Saraf y yo teníamos el contrato de un filme para la televisión pública (Informe desde Cuba.)
 Facturamos los equipajes para el vuelo y pasamos el ritual, establecido por la CIA, que con el consentimiento del gobierno mexicano era impuesto a todo viajero con destino a Cuba. Un agente de la CIA (mexicano) llenó un cuestionario de seis páginas (en una antigua máquina de escribir) para cada pasajero, seguido de una foto obligatoria (“Apóyese el número al pecho”). Luego a esperar. Más tarde caminamos (pobres los viajeros que tenían pesados bolsos de mano) hasta el otro extremo del aeropuerto para abordar un avión de fabricación soviética. Una vez a bordo, imaginé el verano en Bagdad. Los pasajeros tomaron sus asientos. Un mexicano uniformado apareció al fin y simuló revisar algo. El piloto encendió los motores. El aire frío entró con un silbido. Lee se rió. “Ahora ya conoces el ritual”.
 Apenas habíamos llegado a La Habana cuando nosotros, junto a otros invitados —cantantes de música folclórica, artistas y periodistas extranjeros— fuimos llevados en otros aviones a Santiago de Cuba. Lee me contó cómo pasó tres días observando a Fidel jugar dominó en una tienda de campaña con ex compañeros de la guerrilla mientras esperaban a que cesara la lluvia. “Tiré fotos. Fidel ganó. Demostró que tenía la mayor energía para el domino”.
 En Santiago, después de una noche casi en vela en albergues improvisados —compartido con gente que no conocíamos y mosquitos que se convirtieron en íntimos— se escucharon gritos de “¡De pie!”. 4:00 a.m. Quejidos y gruñidos. Los guías cubanos nos llevaron a autobuses con destino a Gran Tierra. “Terra incógnita”, bromeó Lee, “ya que nadie sabe dónde está”.
 A bordo de autobuses con aire acondicionado, los guías repartieron latas de jugo tibio de mango y unas cosas que calificaron de sándwiches de jamón y queso. Los buses pasaron Guantánamo y siguieron rumbo al este. Una eternidad ―cuatro o cinco horas. Luego los buses se detuvieron. La carretera terminaba en un camino de tierra. Montamos en camiones sin barandas. Merde alors, exclamaron los intelectuales franceses mientras el camión saltaba por el camino entre pinos escuálidos. Una nube de polvo rojo nos azotaba el rostro. No reconocí a Lee junto a mí con su pelo rojo. De pronto los camiones se detuvieron en un claro. Nos apeamos. Se abrió la puerta trasera de un semiremolque con un contenedor de productos congelados. Los cubanos repartieron helados a los sorprendidos viajeros de rostro rojo. Lo surrealista se volvió más surrealista aún; mejor que el jugo tibio de mango.
 “Aún no ha terminado, Chico”, dijo Lee. A partir de ese momento siempre me llamó Chico. Por la tarde los exhaustos centenares llegamos a Gran Tierra, un asentamiento nuevo junto al Paso de los Vientos, al otro lado de Haití.
 Lee examinó su bolso de cámaras cubierta de polvo rojo. “Fidel debería abrir una agencia de viajes: ‘Aventuras tropicales con comodidad personal’”.
 El sol se puso. Fidel llegó en un helicóptero con Stokely Carmichael. (El FBI lo consideraba un peligroso revolucionario). Montamos nuestra cámara. La Leica de Lee le colgaba del cuello.
 Decenas de cantantes y guitarristas subieron al escenario y cantaron y tocaron. ¿Cómo? El lente de telefoto mostraba que no estaban cantando, sino doblando música grabada. Lee sonrió. “Buen espectáculo, ¿no crees?” Fidel habló, se excusó por el duro viaje y prometió hablar poco. Lo hizo, sólo una hora.
 Los cansados viajeros nos dirigidos a los dormitorios plagados de mosquitos, sólo para encontrar una larga mesa montada sobre bloques, llena de cerveza y ron. Unos camareros vestidos de esmoquin nos sirvieron arroz con pollo. Los sorprendidos invitados comieron y bebieron a medida que lo surrealista se volvía aún más surrealista. Fidel se reunió con algunos pocos afortunados.
 Cuatro a.m. “De pie”. Nuevamente a los camiones marcharon los cansados, la piel moteada de picaduras de mosquitos. “Sígueme”, me ordenó Lee. Había negociado con un militar que nos guió hasta el jeep que encabezaba la caravana hacia la carretera asfaltada. Escuchamos las órdenes mezcladas con la estática en la radio de onda corta.
 Lee se durmió. El jeep saltaba de manera brutal por el camino. Le vi levantar un pie sobre el asiento sin abrir los ojos. No se quejó. No más polvo rojo.
 Durante la década siguiente compartimos otras aventuras, incluyendo la cofundación (con Bob Silver, cofundador y editor de The New York Review of Books) del Centro de Estudios Cubanos. “La historia siempre favorece a los intrépidos”, le dijo Fidel durante el maratónico dominó. “También le gustaba citar a Napoleón: ‘Con audacia se puede acometer cualquier cosa, pero no hacerlo todo’. A Fidel le gustaba la primera oración”, dijo Lee. “Oye, él cambió la historia”.
 Lee Lockwood murió el 11 de julio de 2010. Un gran fotógrafo y escritor —un amigo. Miro en una pared de mi casa su foto de Fidel, relajado, encendiendo un Cohiba.


 Tomado de cubaencuentro. com 17/08/2010

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