Saul Landau
Conocí a Lee Lockwood
en julio de 1967, en el mostrador de Cubana de Aviación de Ciudad México. Tenía
el pelo negro y rizado, un aspecto de seguridad y suficiencia y cargaba bolsas
con cámaras. “Me encantó tu libro —La
Cuba de Castro; Fidel de Cuba, que más tarde actualizó—, el mejor y más
honesto libro acerca de Cuba”, le dije. “Las fotos son brillantes”, las cuales
había tomado para la revista Life.
“Gracias”, gruñó.
Había regresado hacia
poco de Hanói. Me dijo que allí había corrido en dirección a la calle para
fotografiar a los civiles vietnamitas, que se dirigían a los refugios
antiaéreos —debajo de las tapas de las alcantarillas—, justo antes de que
aviones norteamericanos bombardearan. (“Vietnam del Norte bajo Asedio”, revista
Life, 7 de abril de 1967.)
Lee tenía otro trabajo
para Life, e Irving Saraf y yo
teníamos el contrato de un filme para la televisión pública (Informe desde Cuba.)
Facturamos los
equipajes para el vuelo y pasamos el ritual, establecido por la CIA, que con el
consentimiento del gobierno mexicano era impuesto a todo viajero con destino a
Cuba. Un agente de la CIA (mexicano) llenó un cuestionario de seis páginas (en
una antigua máquina de escribir) para cada pasajero, seguido de una foto
obligatoria (“Apóyese el número al pecho”). Luego a esperar. Más tarde
caminamos (pobres los viajeros que tenían pesados bolsos de mano) hasta el otro
extremo del aeropuerto para abordar un avión de fabricación soviética. Una vez
a bordo, imaginé el verano en Bagdad. Los pasajeros tomaron sus asientos. Un
mexicano uniformado apareció al fin y simuló revisar algo. El piloto encendió
los motores. El aire frío entró con un silbido. Lee se rió. “Ahora ya conoces
el ritual”.
Apenas habíamos
llegado a La Habana cuando nosotros, junto a otros invitados —cantantes de
música folclórica, artistas y periodistas extranjeros— fuimos llevados en otros
aviones a Santiago de Cuba. Lee me contó cómo pasó tres días observando a Fidel
jugar dominó en una tienda de campaña con ex compañeros de la guerrilla
mientras esperaban a que cesara la lluvia. “Tiré fotos. Fidel ganó. Demostró
que tenía la mayor energía para el domino”.
En Santiago, después
de una noche casi en vela en albergues improvisados —compartido con gente que
no conocíamos y mosquitos que se convirtieron en íntimos— se escucharon gritos
de “¡De pie!”. 4:00 a.m. Quejidos y gruñidos. Los guías cubanos nos llevaron a
autobuses con destino a Gran Tierra. “Terra incógnita”, bromeó Lee, “ya que
nadie sabe dónde está”.
A bordo de autobuses
con aire acondicionado, los guías repartieron latas de jugo tibio de mango y
unas cosas que calificaron de sándwiches de jamón y queso. Los buses pasaron
Guantánamo y siguieron rumbo al este. Una eternidad ―cuatro o cinco horas.
Luego los buses se detuvieron. La carretera terminaba en un camino de tierra.
Montamos en camiones sin barandas. Merde
alors, exclamaron los intelectuales franceses mientras el camión saltaba
por el camino entre pinos escuálidos. Una nube de polvo rojo nos azotaba el
rostro. No reconocí a Lee junto a mí con su pelo rojo. De pronto los camiones
se detuvieron en un claro. Nos apeamos. Se abrió la puerta trasera de un
semiremolque con un contenedor de productos congelados. Los cubanos repartieron
helados a los sorprendidos viajeros de rostro rojo. Lo surrealista se volvió
más surrealista aún; mejor que el jugo tibio de mango.
“Aún no ha terminado,
Chico”, dijo Lee. A partir de ese momento siempre me llamó Chico. Por la tarde
los exhaustos centenares llegamos a Gran Tierra, un asentamiento nuevo junto al
Paso de los Vientos, al otro lado de Haití.
Lee examinó su bolso
de cámaras cubierta de polvo rojo. “Fidel debería abrir una agencia de viajes:
‘Aventuras tropicales con comodidad personal’”.
El sol se puso. Fidel
llegó en un helicóptero con Stokely Carmichael. (El FBI lo consideraba un
peligroso revolucionario). Montamos nuestra cámara. La Leica de Lee le colgaba
del cuello.
Decenas de cantantes y
guitarristas subieron al escenario y cantaron y tocaron. ¿Cómo? El lente de
telefoto mostraba que no estaban cantando, sino doblando música grabada. Lee
sonrió. “Buen espectáculo, ¿no crees?” Fidel habló, se excusó por el duro viaje
y prometió hablar poco. Lo hizo, sólo una hora.
Los cansados viajeros
nos dirigidos a los dormitorios plagados de mosquitos, sólo para encontrar una
larga mesa montada sobre bloques, llena de cerveza y ron. Unos camareros vestidos
de esmoquin nos sirvieron arroz con pollo. Los sorprendidos invitados comieron
y bebieron a medida que lo surrealista se volvía aún más surrealista. Fidel se
reunió con algunos pocos afortunados.
Cuatro a.m. “De pie”.
Nuevamente a los camiones marcharon los cansados, la piel moteada de picaduras
de mosquitos. “Sígueme”, me ordenó Lee. Había negociado con un militar que nos
guió hasta el jeep que encabezaba la caravana hacia la carretera asfaltada.
Escuchamos las órdenes mezcladas con la estática en la radio de onda corta.
Lee se durmió. El jeep
saltaba de manera brutal por el camino. Le vi levantar un pie sobre el asiento
sin abrir los ojos. No se quejó. No más polvo rojo.
Durante la década
siguiente compartimos otras aventuras, incluyendo la cofundación (con Bob
Silver, cofundador y editor de The New
York Review of Books) del Centro de Estudios Cubanos. “La historia siempre
favorece a los intrépidos”, le dijo Fidel durante el maratónico dominó.
“También le gustaba citar a Napoleón: ‘Con audacia se puede acometer cualquier
cosa, pero no hacerlo todo’. A Fidel le gustaba la primera oración”, dijo Lee.
“Oye, él cambió la historia”.
Lee Lockwood murió el
11 de julio de 2010. Un gran fotógrafo y escritor —un amigo. Miro en una pared
de mi casa su foto de Fidel, relajado, encendiendo un Cohiba.
Tomado de cubaencuentro. com 17/08/2010
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