Dolores Labarcena
“Hola, qué tal…” Y acto seguido un mohín lo
bastante creíble, sin exceso, para agradar al público. Esto sucede en Japón,
donde una compañía de trenes decidió instalar, a modo de “sonrisómetros”,
cámaras fotográficas para medir la calidad de la sonrisa de sus empleados. Y
claro, los obligan a practicar hasta más no poder, en el retrete, o cualquier
otro sitio donde se halle un espejo, la mueca adecuada. Qué pena imaginarse a
esos individuos del levante, en un día fatal, de aquellos en los que
difícilmente uno puede encajarse la careta, cuando el dichoso artefacto
descubre que sus movimientos faciales (los de las comisuras de la boca y el
rabillo del ojo, por ejemplo) no dan la “puntuación sonrisa”.
Si no fuera por la rueda, la imprenta y otros
descubrimientos a los cuales debemos el progreso, estaríamos en pañales. Pero
no todo es así, y en milenios, no ha sido el “sonrisómetro” el único aparato o
invento absurdo que da al traste. La lobotomía, procedimiento popularizado en
los Estados Unidos por Walter Freeman, quien ni siquiera era cirujano, tenía
como objetivo curar, mediante la trepanación del cráneo, (y esto con un
pica-hielo) la esquizofrenia y otras enfermedades mentales. Por citar, hay
maletas con W.C., artefactos para fumar los veinte cigarrillos de una caja a la
vez, jaulas para colgar niños al sol (lo mismo que pájaros en el balcón),
máquinas para matar bibijaguas, y etc.
Bouvard y Pécuchet, obra de
imprescindible lectura, es un himno a los fenómenos expuestos en el párrafo
anterior. Flaubert, conocedor de las propensiones burguesas, y receloso de
cuanto le rodeaba, se burló a sus anchas de la mediocridad y el
materialismo. En esta novela inconclusa, lo excéntrico de los personajes y la
aspiración errónea del conocimiento absoluto, van de la mano. Pero en cuanto
asoman las ínfulas, esas que dejan al descubierto las entretelas de la idiotez,
te desternillas a mandíbula batiente. ¿Quién dijo que se es agrónomo, o
astrólogo, de la noche a la mañana? Para estos oficinistas retirados, un
producto ellos mismos del enciclopedismo y la vulgarización del saber, no
existen límites. Cargados de una energía dantesca realizan un estudio tras otro
y lo aplican al pie de la letra; derrumban teorías y teoremas; experimentan con
vacas, vinos y conservas; profesan el espiritismo, la frenología y hasta la
hipnosis.
Flaubert no asimilaba la búsqueda frenética
del triunfo; no perdonaba la falta de prudencia. Con estocada sarcástica
despeña en cada capítulo al par de tarambanas hacia un fracaso sin fin. “Creo
que sí mirásemos siempre al cielo acabaríamos por tener alas”, dijo este
perfeccionista de la escritura, quién retrató con crueldad casi de verdugo lo
superfluo del comportamiento humano. Su novela es una de las mejores odas a la
tontería de la literatura universal.
Pero saliendo de Bouvard y Pécuchet y
entrando en el sonrisómetro, quizás el ejercicio de los empleados ferroviarios
nos parezca algo forzado, si lo comparamos con la idea que tenemos de los
asiáticos: perpetuamente sonrientes y ceremoniales. En cualquier caso, lo
inútil sería asombrarnos, pues muchos de estos inventos terminan en el
trastero; y los más añejos ya fueron obsequiados al museo o a una trituradora.
Sin embargo, en Japón las guías turísticas alientan a comprar sandías. ¿Quién
no ha probado una sandía? Sí, pero la diferencia es que allí prosperan
cuadradas y triangulares. Y nada, también me mata la curiosidad.
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