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jueves, 8 de mayo de 2014

Los amigos





  Calvert Casey


 Es la madrugada del gran día. El lobby del Havana Riviera está repleto de gente. Se están celebrando muchas cosas a la vez. Unos celebran su suerte en el juego y se afanan con fijeza maniática sobre los tapetes verdes en un enorme salón dorado y mostaza que enferma con sólo entrar en él de cuyo techo pende una doble placa de concreto y oro que parece que va a convertirse en polvo dentro de breves segundos. Salgo despedido. ¡Aire! Al salir, paso por la única mesa vacía que queda.
 Un croupier que espera que llegue la hora de su juego. "Doble o nada" o algo por el estilo. Mientras espera con el codo apoyado sobre la mesa y la mejilla apoyada en el codo parece absorto en la lectura de algo. Me inclino por encima de su hombro con una indiscreción enorme. El hombre lee The Tragedy of the American Diplomacy. Leo tres párrafos de un tirón. Le respiro sobre el cuello. No me siente. Este croupier que lee diplomacia mientras le llega la hora de hacer volar los dados ya no es un croupier, pero él no lo sabe.
 En otro gran salón inexplicablemente vacío un hombre joven melenudo toca muy mal un gran concierto para demostrar a dos amigos que sabe tocar. Hay un bombillo solitario allá muy lejos, en el techo. Los amigos se tapan los oídos pero el melenudo no los ve y sigue aporreando de lo lindo.
 En un salón que tiene por techo el cielo se reúnen varios miles de personas en una gran pachanga enorme y bailan en una masa apretada a pocos milímetros de la piscina colmada de agua que a esa hora debe estar muy fría. Un suspiro de placer más amplio de lo conveniente del inmenso hormiguero, y la masa caería al agua.
 En un pequeño salón de los pisos superiores del hotel cien norteamericanos se apiñan en una pequeña habitación; son gente de clase media, gruesas amas de casa, intelectuales miopes, estudiantes lampiños. Planean el día cuidadosamente, como una gran operación, cuyos más pequeños detalles deben discutirse hasta la fatiga. Han estado en la Ciénaga, en las cooperativas de Pinar del Río. En Jagüey Grande tuvieron un recibimiento estruendoso por parte de toda la población mientras los vidrios de una ventana volaban de entusiasmo. Los más audaces quedaron sorprendidos y asustados ante la alegría de la muchedumbre. Jamás, cuando pidieron el primer folleto explicativo de la Revolución cubana al Comité de Justo Trato a Cuba, las prudentes señoras esperaron ser recibidas como heroínas por todo un pueblo y llevadas en triunfo a la Laguna del Tesoro. Ahora preguntan si se podrían quedar, qué podrían hacer en Cuba, si se necesitan técnicos en una infinidad de cosas. Del susto pasaron al entusiasmo. Se han rejuvenecido. Andan más rápidos. Secretamente esperan estar muy cerca de Fidel en el desfile y comienzan a fraguar pequeñas conspiraciones para desprenderse del grupo e ir a ver a Fidel muy de cerca. Han hallado una cálida razón de existir en este caluroso fin de año de La Habana tan lejos de South Acton y de Ashville y de Perryville y de Nortamphon.
 Pero la reunión va en serio. Se planea el gran día, pero también se proyecta el regreso a los Estados Unidos, erizado de peligros, de interrogatorios y de molestias para los que se han atrevido a desoír al Departamento de Estado y han venido pasando por encima de los mil obstáculos levantados para impedírselo. La líder explica minuciosamente lo que podrá suceder al descender de los aviones. Registros, detenciones, confinación de material de lectura. Enumera las leyes que pueden invocar los que han venido a conocer la Cuba revolucionaria, cuyas pertenencias serán puestas en cuarentena por haber osado tanto. Aconseja que se exijan recibos a los funcionarios aduanales. Explica la forma de hacer frente a las detenciones arbitrarias.
 El inmenso grupo de visitantes se prepara para el doble acontecimiento del día: el gran desfile y el regreso a los Estados Unidos por la noche. Muchos han perdido sus empleos por haber querido conocer y defender la verdad por encima de las informaciones cablegráficas norteamericanas. Otro han venido en secreto, pretextando unas Navidades lejanas del lugar de domicilio. Dos muchachas cuentan que son vistas con gran sospecha en su comunidad por haberse atrevido a disentir sobre el proceso cubano. Un matrimonio discute entre sí la manera de enseñar a sus dos hijos pequeños la forma de ocultar que han pasado todas las vacaciones en el Zoológico de La Habana, cuya belleza les hizo visitarlo una y otra vez. Conmueve la osadía de toda esa gente por un simple viaje a La Habana de 1960 y por el acontecimiento más profundo del Continente.


 7.30

 Todo el muelle de Luz se pone a temblar con sus caserones.
 Una compañía de tanques avanza mordiendo el asfalto de la calle con las ruedas de oruga. El ruido es abrumador. Comienzo a entender lo que es el avance de una división de tanques sobre una ciudad. Ha amanecido hace muy poco. Sobre la bahía aún cuelga una neblina espesa. Dos visitantes belgas que vagan a esa hora por el muelle de las goletas se vuelven a mirar el avance de los inmensos tanques. El espectáculo es familiar para ellos. Una estudiante rusa de español les explica a gritos en francés que los tanques se dirigen al desfile o por lo menos eso creo yo entender por el movimiento de los labios de la muchacha. Cuando pasa el último tanque, los dos belgas dan las gracias en español y se alejan. Un camión lleno de milicianos campesinos les invita a subir y desaparecen en lo alto del vehículo entre apretones de manos y vivas a la Revolución.


 
 Dos horas después

 Los últimos cañones pintados de verde están pasando junto a la Biblioteca Nacional. Dos filas de milicianos son como si dijéramos el remate del día. Si hay una nueva Cuba, aquí está. Los rostros están curtidos de sol, pero no hay fatiga ni dureza. Pudieran recomenzar el largo día con la misma firmeza con que ahora lo cierran. Un grupo de mujeres canta el himno. Junto a ellos va marchando una muchacha norteamericana o inglesa (por lo alta y rubia). Marcha junto al último miliciano. Le ha echado el brazo sobre el hombro. Entre los dos hay una familiaridad amorosa. Lleva medallas y el pelo descuidado a la moda. Es la versión 1960 de la soldadera mexicana. Por su expresión de fatiga y por el polvo que le cubre la cara parece que viene marchando junto a él desde muy lejos. Es la soldadera que ahora usa el avión y cruza el océano en pocas horas después de leer "La historia me absolverá" o "Listen, Yanquis". El polvo de Managua y de la Esquina de Tejas y el sudor del día no llegan a ocultar la delicada belleza de su rostro. Marchó detrás de ellos unos minutos. Ella habla un español atroz y él le contesta en un inglés desesperado.
 Junto a la avenida hay un hombre muy negro rodeado de muchos cocos abiertos. Grita ¡cocos! y sigue abriéndolos de un machetazo diestro. Un ruso de sandalias y pantalón ancho en el bajo se vacía un coco en la garganta y en la cara y con el resto se enjuaga los brazos y se refresca la cabeza y el cabello largo. Los compañeros lo imitan y tiene lugar un gran baño de coco junto al edificio del INAV.
 Los visitantes extranjeros abandonan la alta tribuna para mezclarse con la muchedumbre. Suben y bajan entre los milicianos que guardan la escalera y prueban los dulces con que los muchachos se ganan el día. El dulce de leche recibe el mayor número de votos admirativos, y alguien de una delegación socialista regresa a la tribuna con los bolsillos atiborrados de un gran cargamento de pedacitos de dulce de leche.
 Poco después Guillén y Neruda recitan dos poemas y bajo una lluvia fina Fidel empieza a hablar.

 Lunes de Revolución, no. 89, 4 de enero de 1961, pp. 36-38.
 

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