Pedro Marqués de Armas
Eng y Chang, los siameses más famosos de la
historia, visitaron Cuba en dos ocasiones. Sobre la primera estancia, como
monstruos de feria, en el invierno de 1835, existen varias referencias,
suficientes para trazar una crónica; pero sobre una segunda visita realizada en
1858, en compañía de sus respectivas y demasiado íntimas mujeres,
apenas si existe mención; puede que este último haya sido un viaje de placer.
Un explorador norteamericano llamado Able
Coffin los topó en Siam y tras obtener la aprobación de la madre y el permiso
del Rey, no dudó un momento en embarcarlos. El periplo inicial fue
efectivamente intenso: arribaron a Boston en agosto de 1828, siguieron rumbo a
Inglaterra en octubre, pasaron por Francia, y ya a finales de año estaban de
vuelta en los Estados Unidos.
El propósito de Coffin siempre fue el de
explotarlos comercialmente, en alguno de esos circos que
cobraban brío entonces. Pero al menos en los primeros tiempos, el empresario
tenía que cumplir con ciertos compromisos no menos espectaculares: las
presentaciones en academias y salones, los frecuentes exámenes médicos, y las
recepciones privadas. De hecho, el viaje a Londres obedecía a un ineludible
compromiso con la Royal Society: se trataba de la institución que les daría el
visto bueno en Occidente.
Bien pagados en Estados Unidos, Eng y Chang
conseguirían reunir en seis años un millón y medio de dólares (al cambio
actual), cantidad más que suficiente para deshacerse de empresarios, rompiendo
con el último de ellos, el famoso Pineas Taylor Barnun, en 1839.
El éxito que de inmediato tuvieron repercutió en la prensa de todo el
mundo y, en especial, en la del continente americano. Por ejemplo, ya en
noviembre 1829, antes incluso del célebre periplo que realizaran por la costa
este, se hablaba de ellos en La Habana de modo familiar y no pocos acariciaban
la idea de verlos, sobre todo tras la publicación, en La Moda o Recreo Semanal
del Bello Sexo, del artículo titulado “Los mellizos de Siam”.
Allí los describen en un tono más bien
galante, mientras se les muestra en un grabado de Louis Caire, hoy considerado
la primera litografía artística hecha en Cuba. Fueron los propios lectores quienes solicitaron el tema, y, desde luego, un detalle
anatómico como la banda cartilaginosa que los mantenía unidos por el pecho (y
más abajo) exigía al menos una ilustración.
El grabador francés debió guiarse por algunas
de las muchas láminas que ya circulaban y en las que aparecían, unas veces,
vestidos de gala a modo de actores; otras, simplemente como nativos acabados
del arribar, es decir, semidesnudos y semejantes a esclavos recién capturados;
e incluso, ocupando el “escenario original” del que fueran desprendidos, entre la
vegetación exuberante y casuchas típicas.
Como buen francés, Caire optó por esta última
versión. Cómodamente instalados en vistosos atuendos orientales, como también
en sus propios cuerpos (pese al tabique), con rostros expresivos de cierta
mansedumbre, además de descalzos, en esta imagen encarnan el ideal roussoniano
en su variante edénica. El artista despejó un tanto la vegetación, alejando las
casuchas y suspendiendo sus miradas hacia el horizonte, lo que aporta un ápice
de altivez, como si se tratara de representantes de la dinastía en condiciones
de firmar un pacto.
Fenómenos de la naturaleza y a la vez profesionales de un mercado que
asistía a una etapa romántica, sin la truculencia que veríamos después, ni los
rezagos góticos de finales del siglo XVIII, las representaciones visuales de
Eng y Chang descubren siempre alguna variación sensible, solo amplificada cuando aparecen dibujados como dicta la medicina y, en este caso,
la Teratología.
Pero antes de entrar en esta deriva sigamos con
su estancia en Cuba.
Poco se sabe de los preparativos de aquel
viaje de 1835. Existen referencias según las cuales ya se les había
propuesto a los siameses, dos años antes, la realización del mismo, como paso previo a una
proyectada excursión europea. Es probable que la epidemia de cólera demorase
aquel proyecto inicial. Pero lo cierto es que a mediados de 1834 el tour
habanero estaba decidido. Comienzan así los trámites y una fuerte campaña de
publicidad a cargo James W. Hale, entonces su representante.
Ya en esta época, varias compañías
norteamericanas de paso por la isla habían obtenido pingües beneficios, al
contar con numeroso público, pero también con ofertas privadas. El caso de los siameses no iba a ser menos. Hale corrió con unas gestiones que se vieron varias veces interrumpidas, entre otros factores, por la lentitud en la
aprobación de pasaportes y visados, hasta que a finales de diciembre de 1834 él
mismo se trasladó a La Habana para amarrar el asunto.
Una vez allí les procuró alojamiento seguro en
uno de esos hostales regentados por ancianas venidas de Missouri, al tiempo que
se ocupaba de velar por cuanto concernía al itinerario artístico, desde
anuncios hasta recepciones y, desde luego, las ganancias. El precio por
entradas quedó establecido. El cartel que anunciaba la apertura costó 12
dólares y gastó otros 15 en la edición de libretos en español. Mientras tanto,
los gemelos debieron aprender algunas frases en esta lengua, exigidas por el
contratista y por el propio espectáculo.
El 2 de enero de 1835 Eng y Chang arribaron al
puerto de La Habana en un vapor procedente de Charleston, acompañados por otros
dos integrantes de la compañía. Allí les esperaban Hale y varios miembros de la
colonia norteamericana y, seguramente, hombres de negocios y simples curiosos
anhelantes de ver a esos extraños seres que exhibían varios atributos
singulares: la fama, el exotismo y la anomalía.
Se desconoce cuánto duró esta temporada
invernal, pero se sabe que hicieron su primera aparición en un escenario dispuesto
especialmente para ellos en la calle Tacón (aún no llamada de ese modo), frente
a la cochera de la Intendencia. Es muy posible que se haya decidido este lugar
por dos razones: la escasa capacidad de los teatrillos habaneros y asegurar
gradas amplias y a buen recaudo junto a la Capitanía, con la más que indudable
asistencia del Gobernador General, Miguel de Tacón.
Así que La Habana de 1835 se estrenaba con un
espectáculo de monstruos. Pero a decir verdad, esta no sería la única noción
esgrimida. Exhibidos como objetos de curiosidad, los espectadores también
podrían asombrarse y experimentar otros afectos, sobre todo piedad.
Desgraciadamente, se ignoran los pormenores. Podemos imaginar, eso sí, a un
público ilustrado y/o caritativo ocupando las primeras gradas. Y, por supuesto,
suponer algunas recepciones privadas, con el propio Tacón y con miembros de la
Sociedad Económica; y, entre estos últimos, algunos médicos de renombre.
El hecho de que se publicara y circularan
entonces en La Habana dos textos sobre los siameses demuestra las enormes
expectativas que levantaron, y hace pensar en un inevitable encuentro con la
sociedad ilustrada, aunque la naturaleza de éste quede a la imaginación.
Uno de estos artículos, Historia de los
gemelos de Siam, fue una traducción del inglés, al parecer preparada antes de
la llegada de los mellizos y puesta a circular a su arribo. Hoy desaparecido,
se conoce de la existencia de este texto porque Bachiller y Morales lo incluye
en su “Catálogo de libros y folletos”, por el cual se sabe, también, que
incorporaba una lámina con varios dibujos. En cuanto al traductor, respondía a
las iniciales F. C.
Por su parte, el segundo de los textos
publicados, “Historia de los gemelos de Siam. Unidos por una ligadura que
empieza en la extremidad inferior del esternón de ambos y se extiende hasta el
abdomen”, apareció en Diario de la Habana el 31 de enero, tal vez al término de la gira. Desafortunadamente, se trata de un documento de difícil
consulta, lo que impide hablar con propiedad. Pero según algunas referencias
todo indica que fue escrito en la isla, lo que reafirmaría esa probable cita
con los médicos y que éstos hayan examinado a los siameses, tal como habían
hecho otros galenos en Boston, Londres y París.
Si el título del folleto que Bachiller y Morales menciona sugiere un carácter más bien
divulgativo, una crónica de los avatares de Eng y Chang desde el nacimiento,
tampoco es descartable que contuviera información médica más o menos detallada,
pues el recurso a combinar historias de vida y descripciones anatómicas era
propio del momento, como se aprecia en casi todas las recepciones del caso. Del mismo modo, el artículo publicado en Diario de La Habana, aun orientando, por
el título, a que fuese escrito por algún médico, sería también
–presumiblemente- una crónica, un relato invariablemente exótico.
No era inusual la publicación de textos de
claro enfoque académico en los periódicos de la época, con
variado grado de concesiones con el público. A fin de cuentas la
vulgarización ilustrada en almanaques y magazines logró aunar a un público
extenso llamado a consumir un saber a la vez que instructivo, ameno, y al mismo
tiempo que científico, normativo.
En la vulgarización de los más variados
conocimientos, alentaba una cuestión moral ineludible: el oscuro y lejano origen
de la anomalía. En efecto, la representación “positiva” del monstruo no puede
sino alternar con la “artística”, pues el saber se establece también como valor
estético y, por extensión, como espectáculo. “Exhibition” fue, de hecho, el vocablo empleado cuando se les presentó en la Royal Society de Londres, como en los teatrillos ambulantes de
Norteamérica. Los museos funcionaban, ya se ha dicho, como teatros
científicos, mientras los zoológicos humanos que ya entonces surgen, añaden a la serie de
cíclopes y de otros monstruos abortivos esas "piezas vivas" que, en estrecha contiguidad, constituyen ciertas tribus y seres deformados.
Como demuestra Sara Mitchell, el caso de los
siameses es un ejemplo de cómo se vincula tempranamente monstruosidades y razas. En el reporte de Bolton ante el Colegio de Cirujanos, en 1830, Eng y
Chang fueron descritos según valores (medidas físicas y nivel de desarrollo)
siempre más precarios en relación al hombre europeo, considerado modelo ideal.
Ya cuando aparecen por primera vez ante la mirada de un occidental, a los
siameses se les confunde con un animal. El relato que el viajero Robert Hunter
realiza de ellos en 1824, aun cuando carecía de cualificación científica,
movilizaría sin embargo a los médicos británicos. De modo que el traslado a
occidente se organiza, desde antes de llevarse a efecto, como un apetecible
manjar para los más distinguidos miembros de la sociedad de medicina.
Joshua Brooks, conocido anatomista londinense quien
los examina a “nivel privado”, informará a continuación que constituían, efectivamente, una “gran curiosidad natural” que no iba a decepcionar a ninguno,
legos o no en la materia.
Tanto la crónica de sus vidas en el Reino de
Siam, como la descripción de su particular condición física, generaron desde el
comienzo una mezcla de nociones étnicas y médicas organizadas, más que nada, a
partir de valores culturales contrapuestos. Bolton detalló sus hábitos
específicos en lo concerniente a sus juegos infantiles, movimientos y acuerdos
para adaptarse a la vida diaria, a la par que los entremezclaba con la
narración de sus costumbres culturales, es decir, según estereotipos étnicos.
Dijo además, apelando a una suerte de teoría de la aclimatación, que una vez en
Londres hasta el color de la piel se hizo más pálido y la sincronía de sus
aparatos mentales más refinada.
En fin, no solo se les traslada y exhibe en
occidente en virtud de su inusual aspecto, también en interés de la raza. Ambos
elementos reforzaban la percepción de monstruosidad. Y el más claro ejemplo de
ello es la extensión que cobró el término “siameses”, usado en adelante, con
preferencia a otros, para clasificar malformaciones parecidas en individuos de
cualquier nacionalidad. Igual persistencia puede constatarse en la expresión más
general de “monstruos”, utilizada hasta bien entrado el siglo XX. Sólo a partir
de la década de 1870 comenzaría a ser gradualmente sustituida,
dentro del ámbito médico y educacional, por el más abstracto pero definitorio
concepto de anormales.
Tras su paso por Cuba, Eng y Chang
prosiguieron su ruta artística. Visitaron México y Canadá, y recalaron luego en
París, donde despertarían el interés de médicos y empresarios y se sucederían
los informes y artículos de prensa. Aunque se retiran más tarde a Carolina
del Norte, donde se asientan como granjeros y convierten en padres de dieciocho
hijos, no dejaron de exhibirse de tanto en tanto. Su leyenda se mantuvo viva,
no menos que ellos. Y cuando la fotografía comenzó a extenderse en la década de
1850, se extendió igualmente su celebridad. Cierto que en estas imágenes
aparecen, por lo general, acompañados, como si se tratara de confirmar un orden
de normalidad. Hay una serie que los muestra en todas las variantes de lo que
eran capaces de realizar, sin que aquella banda cartilaginosa se los impidiera: educar a sus hijos, tocar diversos
instrumentos musicales, remar y cazar, etc. El discurso de la mutua sincronía
siempre estuvo presente en sus descripciones, no solo como instinto, sino también como aprendizaje, con referencias tempranas al ajedrez o al conocimiento de idiomas; pero aquí se trata de resaltar la destreza en la adquisición de hábitos y
roles burgueses, y no hay la menor duda
que los asimilaron a la perfección.
He buscado infructuosamente pistas sobre el
segundo viaje a Cuba en 1858. Entonces tenían 47 años y no estaban contratados.
Eran todavía años boyantes pero ya de graves conflictos, en los que Adelaide y
Sarah Ann Yates, las hermanas con las que se casaran en 1843, se enfrascaban en
enconadas disputas, a lo que se adjudica el alcoholismo de
Chang. Al terminar la guerra civil norteamericana estaban prácticamente
arruinados y tuvieron que regresar por un tiempo al circo Barnum quien,
aprovechando un viejo leitmotiv, los anunciara en estos términos: “Mejor verlos
ahora porque un cirujano los va a separar”.
Pero los médicos jamás se atrevieron a tanto.
Unidos hasta la muerte, por fin ésta les llegó a los 63 años. Cierta noche
Chang no podía conciliar el sueño y le comentó a Eng que sentía vagos dolores.
Eng no tardó en dormirse, pero al abrir los ojos descubrió que su hermano no
respiraba. Uno de sus hijos entró a la habitación: “¿Cómo está tu tío Chang?”,
se dice que preguntó Eng. “Tío está helado”, respondió. La hora había llegado;
Eng lo sabía con total certeza. Ciento veinte minutos más tarde y antes que llegara el médico, había
expirado.
La necropsia realizada en el College of
Physicians and Surgeons de Filadelfia reveló que Chang falleció por la rotura
de un aneurisma. Eng, se supone, murió de miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario