Fray Candil
Carlos
Richet es un hombre de ciencia muy conocido y estimado. Nadie —salvo sus
enemigos, nadie pone en duda su sólido saber y su penetración psicológica. Pues
bien, este Carlos Richet, científico y psicólogo, ve... visiones. No es broma
ni hablo en sentido metafórico. Le Matin,
diario parisiense muy serio, así lo dice, al menos. Es más: publica la fotografía
del fantasma que Richet ha visto con sus propios ojos en una sesión de
espiritismo, o metapsiquismo, a
escoger. ¿Espiritismo dijiste? — ¡Bah, pura blague!
—exclamará el lector no iniciado en estos misterios en que creen algunos millones
de almas ingenuas. —Entre el cielo y latierra —decía Hamlet a Horacio, si mal
no recuerdo— hay muchas cosas que tu filosofía no conoce. Lo mismo podrán decir,
a su vez, a los incrédulos los partidarios de Allan Kardec.
¿Cómo explica Richet el fenómeno? Pues diciendo
que el espantajo de que se trata salió de la propia substancia del médium. El que lo quiera más claro que
le eche agua. De la substancia del médium! Y el tal fantasma habló al oído
a Carlos Richet y sopló en una botella. No era, por lo visto, un verdadero
fantasma; era un hombre de carne y hueso, por señas, muy flaco y transparente,
que andaba envuelto en una sábana blanca, conforme a la indumentaria
característica y tradicional de los duendes, para uso de niños insomnes y
majaderos.
Si el fantasma hubiera contado algo
interesante de ultratumba... pero, no; se concretó a soplar en una botella, lo
cual hago yo sin ser fantasma. Los hombres de ciencia suelen padecer alucinaciones
como el más pintado. Yo sé de algunos que pierden el juicio cuando no la
vergüenza. Se puede saber mucho y no tener asomo de sentido moral. El pobre
Nietzsche se volvió loco, aunque no fue, en rigor, sabio, sino filósofo (hasta
cierto punto), que no es lo mismo. ¿Quién no ve en su superhombre, un coco, o
algo así? Yo no debo de tener nada de vesánico cuando no he logrado ver —ni en
sueños— un fantasma todavía. He asistido a dos o tres sesiones de espiritismo
con mesas giratorias y todo, y he salido tan escéptico como entré. He
atravesado de noche completamente
solo, los Andes; me he internado de noche también, caballero en un mulo, al
través de un bosque medio virgen de la América del Sur, y, nada, no he visto un
mal espantajo. Ea, que carezco del fluido
evocador. El único duende que he visto... fue un burrero. Veamos cómo. Me preparaba
yo desde hacía unos meses para graduarme de abogado (título que doy barato si
alguien quiere comprarle).
El
exceso de estudio (¡oh tiempo neciamente perdido!) me puso muy nervioso. Me
acostaba todos los días con la aurora. Habiendo pillado cierta noche un catarro
madrileño, de esos que duran meses, encargué a la patrona que me hiciera subir
a mi cuarto, mientras me durase el muermo, un vaso de leche de burra. Serían
las seis de la mañana, hora en que los justos duermen y salen los lecheros. La
habitación estaba medio a obscuras. (¿Qué tal? Sé preparar gradualmente las
situaciones dramáticas). Yo dormía a pierna suelta como un criminal. (Está científicamente
averiguado que los que duermen bien son los criminales y... los que tienen mucho
sueño). De pronto oigo que me abren la puerta. (Las señoritas miedosas pueden
retirarse, porque lo que sigue es realmente trágico). Luego vi un gigante con
una vara en la mano como un picador. El gigante traía zuecos que olían mal. (¿A
qué quieren ustedes que huelan los zuecos de un
burrero?).
Echarme de la cama y agarrar al duende por el pescuezo
todo fue uno.
— ¡Qué haces aquí, Goliat ! —le grité.
— Non, non soy Juliá, señoritu ; soy el
burrero que venjo a traerle la leche.
Vuelto en mí, me arrojé en el lecho
desfallecido, como si hubiera acabado de leer un libro sociológico de ligarte.
El infeliz se dejó la vara y los zuecos y... hasta la fecha.
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