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sábado, 13 de abril de 2013

Lo que fue el Teatro Chino




  
 Alejo Carpentier


 Cada vez que me interno en nuestra ciudad amarilla y paso delante del caserón de media esquina, que antaño rozaba el viejo ferrocarril eléctrico de Zanja y Galiano, no puedo impedir que en mí se imponga un absurdo deseo de hallarme en aquel mismo sitio..., quince años antes.
 Y es que en ese teatro de mala muerte, que conoció los múltiples avatares de compañías migratorias y efímeras temporadas cinematográficas, existió hace tiempo una de las más admirables fábricas de ensueños que pueda imaginarse: el Teatro Chino, que gozaba del privilegio de ser, con el de Lima y el de Los Ángeles, uno de los mejores de América en su género.
 Cuando nuestra ciudad amarilla era rica, su público se permitía el lujo de contratar a grandes artistas de allá para actuar en un escenario que más bien parecía un ring de boxeo. Recuerdo que en el centro existía un banal reloj de pared, cuya seca numeración romana marcaba el tiempo mientras personajes enmascarados, con mucho de dragón y de tarasca, animaban fabulosos dramas asiáticos,delicados como un dibujo a pluma, sangrientos como una tragedia de Shelley.
 En medio del estrado —¿cómo llamar a eso un escenario?— una orquesta de gongs, de cántaros volcados, de guitarras redondas, violines cubiertos de piel de serpiente, y trompetas estridentes, se entregaba a una increíble alquimia de sonidos. Y en medio de los guerreros y emperadores, dignatarios y sacerdotes, dioses y princesas, un maquinista de filipina blanca disponía sillas, banderas y trastos, admitiéndose de antemano que ese personaje era perfectamente invisible —tan invisible como los genios vestidos de azul celeste, que, por tener color de aire, «no deben verse» en el teatro chino.
 Una temporada de ese teatro me dio oportunidad de admirar el arte prodigioso de Wong Sin Fong... Se trataba de una trágica con cara de gato, a quien sus compatriotas pagaban la bagatela de diecisiete mil dólares por una actuación de cinco meses en un ciclo de dramas históricos... Wong Sin Fong tenía la ciencia de los gestos sintéticos, reducidos a su máximo sentido lírico o expresivo... Con una sola mano dibujaba una tempestad en el aire, esbozaba un movimiento de terror, ilustraba la ondulante inconstancia del mar. Y cuando bailaba, rodeada de genios y de diablos, lo hacía con una dignidad, un hieratismo que Baudelaire —el poeta que aborrecía «el
movimiento que desplaza las líneas»— hubiese amado.
 El teatro chino es ininteligible para quien desconoce su simbólica admirable... Pero cuando se sabe el sentido de ciertos objetos dotados de historia, todo se hace claro y poético...  Un personaje subido en una silla, con la mano puesta sobre los ojos a modo de visera, se halla en la cumbre de una montaña oteando el paisaje distante. Cuando un héroe entra en la escena llevando en la mano una varilla cubierta de lacitos, se supone que viene a caballo... Un coolie balanceando una barra de madera es timonel guiando una barca. Una bandera de seda verde, en que aparece dibujado un pez, figura un río... Y el rayo —vieja arma de dioses justicieros— es representado por un personaje enmascarado que lleva un grueso clavo y un martillo en las manos. Cada vez que el martillo cae en la cabeza del clavo varios actores ruedan por el suelo, fulminados.
 La música también desempeña un papel simbólico. Durante las cinco horas que dura una honorable función de teatro chino —sin intermedio ni actos—, crea el ambiente sonoro de las escenas, sin necesitar para ello un conocimiento previo del drama representado. Las partituras dramáticas chinas se componen de un centenar de temas separados –siempre los mismos- cuyo significado es evidente. Tema “del amor correspondido”; tema “de la tempestad”; tema “del retorno de la primavera”; tema “de la ambición lograda”… Según se presenta la escena, siempre ha de cuadrarle un tema simbólico. La música para el chino es un elemento de inteligibilidad –ilustración y explicación del tema que declaman los actores.
 Eso aprendimos, allá por el año 1925, los fervientes del Teatro Chino de Zanja, que éramos José Antonio Fernández de Castro, José Manuel Acosta y yo… Y mientras recibíamos una estupenda lección de teatro sintético, alrededor de nosotros unos espectadores de ojos rasgados se dejaban arrullar por una cadencia de viejas leyendas... Eran tantos los que mascaban pepitas de sandía, que se escuchaba en el teatro –a pesar de la orquesta- un constante rumor de lluvia. Pero, a veces, un ruido prosaico turbaba la representación…
 El viejo ferrocarril eléctrico de Zanja y Galiano que doblaba la esquina con un estruendo de hierros enmohecidos, haciendo estallar, en medio de una escena de amor, ese trueno que Kipling hace rodar, líricamente, a todo lo largo de su Ruta de Mandalay.

 (Tiempo, La Habana, 5 de noviembre de 1940).





  Wong Sin Fong y el dibujante


 Al lado de esto, para completar el cuadro de las ciudades dentro de la ciudad, hay que decir que el Barrio Chino, a partir de la época de la denominada Danza de los Millones —que, como ustedes saben, fue motivada por un alza del azúcar tremenda, debido a la Primera Guerra Mundial—, el Barrio Chino tomó una importancia enorme: se llenó de mercaderes sumamente ricos. Ahí se celebraban las Fiestas del Dragón, se celebraban todas las mascaradas callejeras y todo; y el teatro que después fue el Shanghai fue en una época uno de los teatros chinos más extraordinarios de América Latina, comparable únicamente a los de San Francisco y al de Lima.
 Los ricos mercaderes chinos, esos de penquita de guano que estaban sentados a la entrada de sus tiendas —donde vendían las cosas que vendieron siempre toda la vida: vajilla y todas esas cosas y después se dedicaron a la alimentación, sederías y al shampoo y a todas esas cosas, perfumes, una medicina muy rara que vendían contra el dolor de cabeza y que de verdad que lo quitaba: unas gotas verdes que se untaban en la frente, una cantidad de cosas—, llegaron a hacerse tan ricos que contrataron en Cantón, contrataron en Shanghai  y contrataron en San Francisco algunas de las compañías chinas más importantes que había de artes dramáticas. Y de esta manera pudo verse durante todo un año en el teatro de la Zanja a una de las más grandes actrices chinas de este siglo, que se llamaba Wong Sin Fong. Wong Sin Fong, que era una mujer de una belleza extraordinaria, bailarina, un poco acróbata, que conocía todos los papeles, representó todos los grandes ciclos clásicos del teatro chino, y en una época esto creó en los jóvenes dibujantes, intelectuales, escritores, poetas, músicos, etcétera, una verdadera furia. Se iba al teatro chino para ver esa actuación, y ya nos habíamos enterado de toda la simbólica del teatro chino: que el personaje vestido de azul es invisible, que una varilla con unos nudillos, unos nudos de cintas, era un caballo. Conocíamos toda la gesticulación. Y para colmo de popularidad del teatro chino, hay que decir que un joven dibujante cubano de la época, que después no sé qué se hizo, desapareció, se murió, no sé, lo perdí de vista, llegó a tener amores con Won Sin Fong. Y todos nosotros, adolescentes, teníamos una envidia tremenda, en primer lugar, porque era muy difícil; en segundo lugar porque aquello era la materialización de un cierto exotismo que venía andando detrás de nosotros desde cierta poesía de Rubén Darío, desde cierta poesía de Herrera y Reissig, desde cierta poesía de Julián del Casal, desde la poesía de Poveda y desde la poesía de muchos autores de la época, poetas jóvenes que en América habían cultivado el exotismo. El teatro chino colmaba en nosotros nuestro deseo de exotismo. (…)

 (Largometraje, La Habana, ICAIC, 1973)

 

  La ilusión escénica


 Hace muchos años se abrió un teatro en el barrio chino de La Habana. Un teatro chino, desde luego, destinado a espectadores chinos. Se pasaba por una era de bonanza. Los ricos comerciante de la tradicional Calle de la Zanja veían prosperar sus negocios. Las páginas del Men Sen Yat Po, diario más o menos afiliado al Kuo Ming Tang, estaban repletas de avisos. Los restaurantes donde, además del chop suey destinado a los turistas, se servían esos platos que Rafael Alberti calificaba de «ensaladas de patas de sillas», contaban con innumerables parroquianos, capaces de la ruidosa y cordial alegría que pone el chino en el acto de comer. En tales circunstancias, los comanditarios del teatro quisieron inaugurarlo con una compañía de primer orden. De Cantón o de Shangai –no lo recuerdo exactamente– vino a Cuba un gran conjunto dramático, encabezado por una verdadera estrella: la danzarina y comediante Wong Sin Fong, que disfrutaba de una verdadera celebridad entre los entendidos.
 La noticia de que esa actriz se hallaba en La Habana; la belleza de sus trajes, la singularidad del espectáculo, atrajo al teatro de la Calle de la Zanja a todos los jóvenes escritores y artistas del momento. Lo que hasta entonces sólo había sido el alimento de novelas exóticas, de relaciones de viajeros, estaban ahí, al alcance de la mano. No se entendían los diálogos, desde luego, pero para servir de trujamanes estaban siempre listos –halagados por el interés que el acontecimiento había suscitado– los redactores bilingües del Men Sen Yat Po. Por lo pronto, nos ayudaban a seguir la acción, explicándonos el significado de los simbolismos escénicos. El espectáculo era realmente hermoso, llegando a promover, en años sucesivos, la admiración de Louis Jouvet y de Erich Kleiber. Pero había algo a que no llegábamos a acostumbrarnos: la ausencia de decoraciones reales, ese paseo de los tramoyistas por el escenario, esos lugares de acción sugeridos por un simple accesorio –una bandera, una silla, un arbusto, un cuadro donde aparecía un pez– puestos en cualquier lugar. «Eso es contrario a la ilusión escénica» –pensábamos, en época que exigía del teatro occidental un realismo finisecular, con verdaderos salones plantados sobre las tablas, tabernas con sus mostradores, selvas de papel pintado, capillas con auténticos cirios. «Eso es contrario a la ilusión escénica».–¿Y en qué consistía nuestra «ilusión escénica»? ¿En que se sirvieran verdaderos asados en la mesa del comedor? ¿En que no faltara una pieza al juego de cuarto de El ladrón? ¿En que pudieran contarse más de doscientas botellas en la taberna de Juan José? ¿En que los tenderos de Linares Rivas llevaran sus cuentas en auténticos libros de caja?... ¿Y después? ¿No estaban los espectadores instalados en la platea de un teatro? ¿No estornudaba, éste, no tosía el otro, para recordarnos que pertenecíamos al público? ¿Era real, acaso, la luz de las candilejas?... Si alguna ilusión escénica se producía en nuestro teatro, era gracias al talento de actores, animados, de pronto, por una suerte de hálito misterioso, y que lograban sacarnos de nosotros mismos, hacernos olvidar el teatro, gracias a una magnificación de sus dotes interpretativas. En tales momentos, el decorado dejaba de verse. Era un mero elemento de ubicación, de referencia… La verdad era que los actores chinos que en el momento contemplábamos, habían entendido esa verdad mucho antes que nosotros.
 Hoy son las compañías más avanzadas del teatro occidental, las que se valen corrientemente de procedimientos que los asiáticos usaron siempre en sus escenarios. El concepto del decorado, en la obra de un B. Brecht, es el mismo que se tiene en los teatros chinos. Una reciente pantomima de Jean Louis Barrault se inspiraba en las técnicas de la Ópera de Pekín. Solo con ayuda de tales mecanismos pudo una compañía de Berlín Oeste, hace poco, llevar a la escena la gigantesca y múltiple acción de La guerra y la paz… Los chinos que actuaban en el Teatro de la Zanja estaban de vueltas de muchas cosas hacia la cuales vamos nosotros ahora.

 22 de agosto de 1956


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