Alejo Carpentier
Cada vez que
me interno en nuestra ciudad amarilla y paso delante del caserón de media
esquina, que antaño rozaba el viejo ferrocarril eléctrico de Zanja y Galiano,
no puedo impedir que en mí se imponga un absurdo deseo de hallarme en aquel
mismo sitio..., quince años antes.
Y es que en
ese teatro de mala muerte, que conoció los múltiples avatares de compañías migratorias
y efímeras temporadas cinematográficas, existió hace tiempo una de las más
admirables fábricas de ensueños que pueda imaginarse: el Teatro Chino, que
gozaba del privilegio de ser, con el de Lima y el de Los Ángeles, uno de los
mejores de América en su género.
Cuando
nuestra ciudad amarilla era rica, su público se permitía el lujo de contratar a
grandes artistas de allá para actuar en un escenario que más bien parecía un ring
de boxeo. Recuerdo que en el centro existía un banal reloj de pared, cuya seca
numeración romana marcaba el tiempo mientras personajes enmascarados, con mucho
de dragón y de tarasca, animaban fabulosos dramas asiáticos,delicados como un dibujo a pluma, sangrientos como
una tragedia de Shelley.
En medio del
estrado —¿cómo llamar a eso un escenario?— una orquesta de gongs, de cántaros
volcados, de guitarras redondas, violines cubiertos de piel de serpiente, y
trompetas estridentes, se entregaba a una increíble alquimia de sonidos. Y en
medio de los guerreros y emperadores, dignatarios y sacerdotes, dioses y
princesas, un maquinista de filipina blanca disponía sillas, banderas y
trastos, admitiéndose de antemano que ese personaje era perfectamente invisible
—tan invisible como los genios vestidos de azul celeste, que, por tener color
de aire, «no deben verse» en el teatro chino.
Una temporada
de ese teatro me dio oportunidad de admirar el arte prodigioso de Wong Sin
Fong... Se trataba de una trágica con cara de gato, a quien sus compatriotas pagaban
la bagatela de diecisiete mil dólares por una actuación de cinco meses en un
ciclo de dramas históricos... Wong Sin Fong tenía la ciencia de los gestos
sintéticos, reducidos a su máximo sentido lírico o expresivo... Con una sola
mano dibujaba una tempestad en el aire, esbozaba un movimiento de terror, ilustraba
la ondulante inconstancia del mar. Y cuando bailaba, rodeada de genios y de diablos,
lo hacía con una dignidad, un hieratismo que Baudelaire —el poeta que aborrecía
«el
movimiento que desplaza las líneas»— hubiese amado.
El teatro
chino es ininteligible para quien desconoce su simbólica admirable... Pero
cuando se sabe el sentido de ciertos objetos dotados de historia, todo se hace
claro y poético... Un personaje subido
en una silla, con la mano puesta sobre los ojos a modo de visera, se halla en
la cumbre de una montaña oteando el paisaje distante. Cuando un héroe entra en
la escena llevando en la mano una varilla cubierta de lacitos, se supone que
viene a caballo... Un coolie balanceando
una barra de madera es timonel guiando una barca. Una bandera de seda verde, en
que aparece dibujado un pez, figura un río... Y el rayo —vieja arma de dioses
justicieros— es representado por un personaje enmascarado que lleva un grueso
clavo y un martillo en las manos. Cada vez que el martillo cae en la cabeza del
clavo varios actores ruedan por el suelo, fulminados.
La música
también desempeña un papel simbólico. Durante las cinco horas que dura una
honorable función de teatro chino —sin intermedio ni actos—, crea el ambiente sonoro
de las escenas, sin necesitar para ello un conocimiento previo del drama
representado. Las partituras dramáticas chinas se componen de un centenar de
temas separados –siempre los mismos- cuyo significado es evidente. Tema “del
amor correspondido”; tema “de la tempestad”; tema “del retorno de la primavera”;
tema “de la ambición lograda”… Según se presenta la escena, siempre ha de
cuadrarle un tema simbólico. La música para el chino es un elemento de
inteligibilidad –ilustración y explicación del tema que declaman los actores.
Eso
aprendimos, allá por el año 1925, los fervientes del Teatro Chino de Zanja, que
éramos José Antonio Fernández de Castro, José Manuel Acosta y yo… Y mientras
recibíamos una estupenda lección de teatro sintético, alrededor de nosotros
unos espectadores de ojos rasgados se dejaban arrullar por una cadencia de
viejas leyendas... Eran tantos los que mascaban pepitas de sandía, que se
escuchaba en el teatro –a pesar de la orquesta- un constante rumor de lluvia. Pero,
a veces, un ruido prosaico turbaba la representación…
El viejo
ferrocarril eléctrico de Zanja y Galiano que doblaba la esquina con un
estruendo de hierros enmohecidos, haciendo estallar, en medio de una escena de
amor, ese trueno que Kipling hace rodar, líricamente, a todo lo largo de su
Ruta de Mandalay.
(Tiempo, La Habana, 5 de noviembre de
1940).
Wong Sin Fong
y el dibujante
Al lado de
esto, para completar el cuadro de las ciudades dentro de la ciudad, hay que
decir que el Barrio Chino, a partir de la época de la denominada Danza de los
Millones —que, como ustedes saben, fue motivada por un alza del azúcar
tremenda, debido a la Primera Guerra Mundial—, el Barrio Chino tomó una
importancia enorme: se llenó de mercaderes sumamente ricos. Ahí se celebraban las
Fiestas del Dragón, se celebraban todas las mascaradas callejeras y todo; y el
teatro que después fue el Shanghai fue en una época uno de los teatros chinos
más extraordinarios de América Latina, comparable únicamente a los de San
Francisco y al de Lima.
Los ricos
mercaderes chinos, esos de penquita de guano que estaban sentados a la entrada de
sus tiendas —donde vendían las cosas que vendieron siempre toda la vida:
vajilla y todas esas cosas y después se dedicaron a la alimentación, sederías y
al shampoo y a todas esas cosas,
perfumes, una medicina muy rara que vendían contra el dolor de cabeza y que de
verdad que lo quitaba: unas gotas verdes que se untaban en la frente, una
cantidad de cosas—, llegaron a hacerse tan ricos que contrataron en Cantón,
contrataron en Shanghai y contrataron en
San Francisco algunas de las compañías chinas más importantes que había de artes
dramáticas. Y de esta manera pudo verse durante todo un año en el teatro de la
Zanja a una de las más grandes actrices chinas de este siglo, que se llamaba
Wong Sin Fong. Wong Sin Fong, que era una mujer de una belleza extraordinaria,
bailarina, un poco acróbata, que conocía todos los papeles, representó todos los
grandes ciclos clásicos del teatro chino, y en una época esto creó en los
jóvenes dibujantes, intelectuales, escritores, poetas, músicos, etcétera, una
verdadera furia. Se iba al teatro chino para ver esa actuación, y ya nos
habíamos enterado de toda la simbólica del teatro chino: que el personaje
vestido de azul es invisible, que una varilla con unos nudillos, unos nudos de cintas,
era un caballo. Conocíamos toda la gesticulación. Y para colmo de popularidad del
teatro chino, hay que decir que un joven dibujante cubano de la época, que
después no sé qué se hizo, desapareció, se murió, no sé, lo perdí de vista,
llegó a tener amores con Won Sin Fong. Y todos nosotros, adolescentes, teníamos
una envidia tremenda, en primer lugar, porque era muy difícil; en segundo lugar
porque aquello era la materialización de un cierto exotismo que venía andando
detrás de nosotros desde cierta poesía de Rubén Darío, desde cierta poesía de
Herrera y Reissig, desde cierta poesía de Julián del Casal, desde la poesía de Poveda
y desde la poesía de muchos autores de la época, poetas jóvenes que en América
habían cultivado el exotismo. El teatro chino colmaba en nosotros nuestro deseo
de exotismo. (…)
(Largometraje, La Habana, ICAIC, 1973)
La ilusión
escénica
Hace muchos
años se abrió un teatro en el barrio chino de La Habana. Un teatro chino, desde
luego, destinado a espectadores chinos. Se pasaba por una era de bonanza. Los
ricos comerciante de la tradicional Calle de la Zanja veían prosperar sus
negocios. Las páginas del Men Sen Yat Po, diario más o menos afiliado al Kuo
Ming Tang, estaban repletas de avisos. Los restaurantes donde, además del chop suey destinado a los turistas, se
servían esos platos que Rafael Alberti calificaba de «ensaladas de patas de
sillas», contaban con innumerables parroquianos, capaces de la ruidosa y cordial
alegría que pone el chino en el acto de comer. En tales circunstancias, los
comanditarios del teatro quisieron inaugurarlo con una compañía de primer
orden. De Cantón o de Shangai –no lo recuerdo exactamente– vino a Cuba un gran
conjunto dramático, encabezado por una verdadera estrella: la danzarina y
comediante Wong Sin Fong, que disfrutaba de una verdadera celebridad entre los
entendidos.
La noticia de
que esa actriz se hallaba en La Habana; la belleza de sus trajes, la
singularidad del espectáculo, atrajo al teatro de la Calle de la Zanja a todos
los jóvenes escritores y artistas del momento. Lo que hasta entonces sólo había
sido el alimento de novelas exóticas, de relaciones de viajeros, estaban ahí,
al alcance de la mano. No se entendían los diálogos, desde luego, pero para
servir de trujamanes estaban siempre listos –halagados por el interés que el
acontecimiento había suscitado– los redactores bilingües del Men Sen Yat Po.
Por lo pronto, nos ayudaban a seguir la acción, explicándonos el significado de
los simbolismos escénicos. El espectáculo era realmente hermoso, llegando a
promover, en años sucesivos, la admiración de Louis Jouvet y de Erich Kleiber.
Pero había algo a que no llegábamos a acostumbrarnos: la ausencia de
decoraciones reales, ese paseo de los tramoyistas por el escenario, esos
lugares de acción sugeridos por un simple accesorio –una bandera, una silla, un
arbusto, un cuadro donde aparecía un pez– puestos en cualquier lugar. «Eso es
contrario a la ilusión escénica» –pensábamos, en época que exigía del teatro
occidental un realismo finisecular, con verdaderos salones plantados sobre las
tablas, tabernas con sus mostradores, selvas de papel pintado, capillas con
auténticos cirios. «Eso es contrario a la ilusión escénica».–¿Y en qué consistía
nuestra «ilusión escénica»? ¿En que se sirvieran verdaderos asados en la mesa
del comedor? ¿En que no faltara una pieza al juego de cuarto de El ladrón? ¿En
que pudieran contarse más de doscientas botellas en la taberna de Juan José?
¿En que los tenderos de Linares Rivas llevaran sus cuentas en auténticos libros
de caja?... ¿Y después? ¿No estaban los espectadores instalados en la platea de
un teatro? ¿No estornudaba, éste, no tosía el otro, para recordarnos que
pertenecíamos al público? ¿Era real, acaso, la luz de las candilejas?... Si
alguna ilusión escénica se producía en nuestro teatro, era gracias al talento
de actores, animados, de pronto, por una suerte de hálito misterioso, y que
lograban sacarnos de nosotros mismos, hacernos olvidar el teatro, gracias a una
magnificación de sus dotes interpretativas. En tales momentos, el decorado
dejaba de verse. Era un mero elemento de ubicación, de referencia… La verdad
era que los actores chinos que en el momento contemplábamos, habían entendido
esa verdad mucho antes que nosotros.
Hoy son las
compañías más avanzadas del teatro occidental, las que se valen corrientemente
de procedimientos que los asiáticos usaron siempre en sus escenarios. El
concepto del decorado, en la obra de un B. Brecht, es el mismo que se tiene en
los teatros chinos. Una reciente pantomima de Jean Louis Barrault se inspiraba
en las técnicas de la Ópera de Pekín. Solo con ayuda de tales mecanismos pudo
una compañía de Berlín Oeste, hace poco, llevar a la escena la gigantesca y múltiple
acción de La guerra y la paz… Los chinos que actuaban en el Teatro de la Zanja
estaban de vueltas de muchas cosas hacia la cuales vamos nosotros ahora.
22 de agosto
de 1956
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