Pedro Marqués de Armas
Interrumpimos la serie de los
chinos para mostrar una fotografía de Charles DeForest Fredricks…
El hombre que aparece en el cuadrante inferior
derecho de la imagen quizás sea el propio Charles DeForest Fredricks. El tiempo
de exposición permitía entonces ese tipo licencia: que el fotógrafo se saliera literalmente
con la suya en tanto el equipo –es decir, la cámara– realizaba el resto. En
todo caso, el hombre del cuadrante inferior derecho oficia de maestro de
ceremonia y descorre, qué duda cabe, desde ese primer plano discreto, pero privilegiado,
un pesado fardo.
Ese velamen es nada menos que la Colonia, entendida
como imagen; cortinaje y escena a un mismo tiempo que, al ser descorridos, al
desplazárseles, muestran de modo rotundo otro decorado: el de la modernidad.
Que ocurra en clave teatral tiene
que ver con el gusto de la época y con ciertos requerimientos técnicos; como
también, con los diversos niveles de representación, aquí ofertados
“al natural”, es decir, en su tremenda e innegable jerarquía…
Pero esos niveles no son de ningún modo estáticos,
pese a las apariencias... Con esta imagen de Charles deForest Fredricks da
comienzo de manera oficial –ceremonialmente– el proceso de
modernización en Cuba. La imagen así lo testimonia; el fotógrafo, así lo
revela.
De todas las fotografías cubanas de Charles
DeForest Fredricks, la de este moderno hotel es, sin duda, una de las más
sugerentes y en algunos aspectos de las más atípicas. Pocas veces, a efecto
de la historia, un documento fotográfico habló con tal locuacidad y de modo tan
categórico.
The Telegraph Hotel (en español simplemente
“El Telégrafo”), situado en la calle Amistad frente al Campo de Marte y los
terrenos del ferrocarril (del que aparece separado por esa especie de verja y
balaustrada donde se posiciona el fotógrafo) era, con sus siete
salones y ciento cincuenta habitaciones, sus baños públicos, su restaurante y su
servicio en varios idiomas, el hotel más confortable de Cuba y a toda luz el
que recibía el mayor flujo de turismo norteamericano. De hecho, fue construido para cubrir esa creciente demanda, ajustándose a sus requisitos
higiénicos y de confort.
Robert M. Levine, quien estudiara las fotos
cubanas de Charles DeForest Fredricks, vinculándolas meticulosamente con la época en cuestión, la década de 1850, y leyéndolas desde
la perspectiva de inventario de bienes, a la vez que de apetencia imperial por
las riquezas de Cuba, señala esta imagen como la que mejor representa la
temprana influencia norteamericana sobre la isla. Desde comienzos de esa década, un flujo comercial sin precedentes habían ligado La Habana a ciudades como Boston, New York
y Baltimore, mientras el número de viajeros desde Nueva Orleans, Charleston y Cayo
Hueso crecía de año en año.
Según Levine, la fotografía fue realizada en 1857, tal vez a propósito de algún evento consular (sitúa no
acertadamente al consulado norteamericano dentro del inmueble, cuando en realidad
se encontraba en Obispo No. 1), o quizás por la presencia allí de alguna
delegación o simplemente de un nutrido grupo de turistas. No menciona en cambio
que pudiera tratarse de la inauguración del hotel –hecho éste más probable por
la fecha que cita, si bien algunos la refieren hacia 1860.
En cualquier caso, y más allá de datos a contrastar, este primer Hotel Telégrafo parece haber sido,
más que nada, el motor de una gerencia comercial y política que pasó
seguramente de modo habitual por sus salones, definiéndose allí, entre
refrigerios y solo interrumpidos por la servidumbre, tanto el deseo como el
cálculo de Cuba. Su solo nombre lo coloca fuera de cualquier evidencia
menor: The Telegraph Hotel es el punto nodal, el cableado de las crecientes
comunicaciones, los crecientes sueños, y las crecientes apetencias que modelan
tanto una mentalidad turística como aquellas tramas deseantes (e indesligablemente
políticas) que la acompañan, sin descartar –desde luego– la importación de productos y de
costumbres.
Pero lo que la fotografía
refleja es meramente la fachada de dichos entramados, apenas la superficie. Centrándonos
en ella, se diría que estamos ante otra de esas vistas exteriores de Fredricks, con
la diferencia de estar realizada ésta desde abajo, a modo de plano de elevación.
Se refuerza así, e incluso se define, el contenido de la imagen, caracterizado
por diversos niveles visuales que son a la vez expresión de jerarquías y de
fronteras. Otra diferencia, en este caso, es que el fotógrafo no elige una
diagonal, como cuando intenta dilatar el espacio (por ejemplo, El Templete, o el
Teatro Tacón), sino un eje vertical cuyo objetivo consiste no solamente en
delimitar el edificio y mostrar sus rasgos, sino también –y sobre todo– en
centrar la bandera norteamericana, la cual queda colocada en el
corazón de la imagen. Así que el plano de elevación conduce a la erección de un
detalle, es decir, de un símbolo.
Levine hace referencia a estos niveles,
identificando sus componentes y señalando fundamentalmente al orden de la
publicidad y al predominio de lo anglo sobre lo hispánico, así como de una clase
sobre otra. Los letreros en la fachada del edificio, que incluyen el nombre del
hotel y algunos de sus servicios, aparecen en ambos idiomas, pero el mensaje
publicitario en inglés ocupa la entrada al recinto y, por tanto, el primer
nivel. En cuanto al público que puebla y escenifica la imagen, y que ha posado
pacientemente, la división es definitiva. En el primer balcón –donde ondea la
bandera– aparecen hombres engalanados, con sombreros de copa (aunque
en verdad pudiera deslizarse algún criado de librea) y, de modo más
distinguible, señoras vestidas de blanco que se protegen del sol con
sombrillas. En cambio, en el segundo piso predominan hombres peor vestidos, con
sombreritos locales y apenas se aprecian mujeres, y por descontado sombrillas; se trata de la servidumbre del hotel. Yendo ahora al plano inferior –en este caso a la
calle– completan el cuadro los caleseros, sentados sobre el pescante de sus
quitrines; hay por lo menos cuatro caleseros a la espera de que caiga algún
cliente –en fin, de que concluya la fotografía. Y es ahí donde está realmente el movimiento, sin duda en ese parque de coches a disposición de los turistas.
O no solamente ahí; pues la bandera no ha
dejado de ondear en ningún momento, abriéndose en banda hacia la izquierda, de
modo que pueden hasta definirse las franjas y unas 35 estrellas. Mientras todo
se detenía, en su pose, ante la cámara, el símbolo no solo se desplegaba, sino
que, incluso se acomodaba para dejarse ver en toda su anchura.
El punto de cambio con relación al empaque
colonial radica precisamente en que el decorado turístico resulta una
premonición. Justo en el forcejeo entre lo formal del entramado y lo fluido de
la historia que se narra, reside la fuerza de la imagen, alimentada a la vez –a
diferencia de otras fotografías de Charles DeForest Fredricks, siempre tan despobladas–
por la presencia de lo mundano, o sea, de ese gentío que ahora cuelga pero que
en breve circulará…
El fondo blanco, por su parte, da
un poco de vértigo…
Por lo pronto, las jerarquías se
trasladan del ámbito de la esclavitud doméstica al de una incipiente economía
de servicio (de luxe) que, si bien no borra
el viejo paisaje, al menos lo anima, a nuestros ojos.
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