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jueves, 11 de abril de 2013

El chino de limpio




 Jorge Mañach


 Hay un día, un día a mitad de semana, señalado por la cronología interior y esotérica de los trenes de lavado, en que los chinos que por ellos medran se visten de limpio y salen de paseo o de picos pardos.
 Bien se ganan el descanso. Aunque otra cosa haga creer su calmosa sencillez aparente, no es nada envidiable la doble faena en esas lavanderías asiáticas del trópico. Doble digo, puesto que constan de dos fases: el lavado propiamente dicho, que es un misterio para el público (si no, el espectáculo de nuestras vergüenzas confundidas lastimaría el pudor de la clientela y arruinaría el negocio), y el planchado, que es, como si dijéramos, la fase confesable y halagüeña, el digno pequeño lujo de nuestra higiene, el talco...
 Los chinos están graves, pero irónicamente penetrados de esa dualidad. Aquella primera función —Lujan lo ha visto desde su azotea— se desenvuelve entre risas socarronas y monosílabos jocundos. Lavotean a manotazo limpio, sin remilgos de selección, antes con gestos de menospreciativa represalia hacia la hacinada vileza que forman las prendas de la "parroquia". Mas cuando éstas, limpias ya y como retorcidas de vergüenza, pasan a las mesas planchadoras, el procedimiento se reviste de una gravedad budística, hierática. Tiesos ante ellas, secos del vaho cálido que huele a humedad quemada, los chinos trabajan entonces, a la vista del público, solemnes, impávidos, impenetrables, silenciosos, como en un rito.
 Si acertamos a pasar oportunamente, ¡qué triste y desolada se ve entonces nuestra camisa favorita esperando turno sobre la mesa! Tiene una actitud de humillación, de cosa agraviada; parece implorarnos que la rescatemos de la vecindad con otras prendas odiosamente ajenas, y mover alborozadamente el faldón, igual que el can favorito que habíamos dejado en la veterinaria para que lo curaran. Ante nuestra camisa por planchar, el chino se nos antoja siempre un verdugo, un cirujano, un torturador necesario.
 Y cuando el día que ese chino se pone de limpio le veo por las calles, al atardecido, camino de su Círculo, de su fumadero o de su teatro en las bien llamadas calles de Zanja y de Dragones; cuando le veo con su entecada amarillez, con su semblante opaco, con su andar quedo de alpargatas y con su ridícula camisilla suelta, que huele igual que mi ropa, y me hace preguntarme a qué parroquiano pertenecerá, entonces —díceme Lujan— te aseguro que casi le odio como a un enemigo, como a un "chantajista" que vive de mis secretos... 

  
 Estampas de San Cristóbal, 1926.

 

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