Jorge Mañach
Hay un día,
un día a mitad de semana, señalado por la cronología interior y esotérica de
los trenes de lavado, en que los chinos que por ellos medran se visten de
limpio y salen de paseo o de picos pardos.
Bien se ganan
el descanso. Aunque otra cosa haga creer su calmosa sencillez aparente, no es
nada envidiable la doble faena en esas lavanderías asiáticas del trópico. Doble
digo, puesto que constan de dos fases: el lavado propiamente dicho, que es un
misterio para el público (si no, el espectáculo de nuestras vergüenzas
confundidas lastimaría el pudor de la clientela y arruinaría el negocio), y el
planchado, que es, como si dijéramos, la fase confesable y halagüeña, el digno
pequeño lujo de nuestra higiene, el talco...
Los chinos
están graves, pero irónicamente penetrados de esa dualidad. Aquella primera
función —Lujan lo ha visto desde su azotea— se desenvuelve entre risas
socarronas y monosílabos jocundos. Lavotean a manotazo limpio, sin remilgos de
selección, antes con gestos de menospreciativa represalia hacia la hacinada
vileza que forman las prendas de la "parroquia". Mas cuando éstas,
limpias ya y como retorcidas de vergüenza, pasan a las mesas planchadoras, el
procedimiento se reviste de una gravedad budística, hierática. Tiesos ante
ellas, secos del vaho cálido que huele a humedad quemada, los chinos trabajan
entonces, a la vista del público, solemnes, impávidos, impenetrables,
silenciosos, como en un rito.
Si acertamos
a pasar oportunamente, ¡qué triste y desolada se ve entonces nuestra camisa
favorita esperando turno sobre la mesa! Tiene una actitud de humillación, de
cosa agraviada; parece implorarnos que la rescatemos de la vecindad con otras
prendas odiosamente ajenas, y mover alborozadamente el faldón, igual que el can
favorito que habíamos dejado en la veterinaria para que lo curaran. Ante
nuestra camisa por planchar, el chino se nos antoja siempre un verdugo, un
cirujano, un torturador necesario.
Y cuando el
día que ese chino se pone de limpio le veo por las calles, al atardecido,
camino de su Círculo, de su fumadero o de su teatro en las bien llamadas calles
de Zanja y de Dragones; cuando le veo con su entecada amarillez, con su semblante
opaco, con su andar quedo de alpargatas y con su ridícula camisilla suelta, que
huele igual que mi ropa, y me hace preguntarme a qué parroquiano pertenecerá,
entonces —díceme Lujan— te aseguro que casi le odio como a un enemigo, como a
un "chantajista" que vive de mis secretos...
Estampas de San Cristóbal, 1926.
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