Ricardo Alberto Pérez
Otorgue su
cabeza madre
que se trata de
convertirla en el cristal adivinatorio,
deposite las
fibrillas, justo para restar
atractivos de mi pasado,
esa corriente
que usted ironiza
entre la
indiferencia
y el
diagnóstico involutivono
es suficiente
para el escenario
donde se mueven
con rigidez mis títeres
ni siquiera el haz
para distinguir
con nitidez los rostros
en este
catálogo de payasos irlandeses
que escapa de
mis manos... tal si toda la parodia
fuera a ser
anulada
por la carencia
que usted origina.
A mí me protege la disposición
de entregar la
frente a la seda
de ese pañuelo,
a las
figurillas árabes
que muestra en
sus tejidos plenos
(no dude de que
el telar es una máquina tan bella
como las otras
que se utilizan en la guerra).
El retablo
tiene un diseño delicado,
unas abejotas
que no dejan de proteger
ambas entradas,
entre dos
zumbidos históricos-dulzones
el gesto del histrión y el del
histérico
se transfiguran
en una sola imagen,
en el trozo de
cielo tan azul para las cabezas de mis actores.
La tierra que
se abre detrás del buey
es el
onto-sitio para el grano elegido,
diga si los
pies de esa tibetana
no son una
verdadera joya,
una flexión
casi infinita, útil
para que no me
encierren entre estos seres
con sus manías
dispuestas
sobre el humito
recalentado por la chimenea
irrisoria que
soporta la usura
de la garza.
¿Qué otro tono
se puede imaginar
para el
extravío de los ojos
de no existir
la lombriz cortada...?
Tenga estos
cerebelos, hay algo que los ennoblece
en su desconcierto,
mientras
(tin-tric-tin-tric-tin-tric) la cadenita arrastrada
sigue la huella
y representa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario