Reina María Rodríguez
He visto el trasero de un puerco
esta mañana. El puerco venía amarrado a una bicicleta y atravesado de lado a
lado debajo del coche; pasaba la Avenida de Italia, una de las más céntricas de
La Habana, como ya dije. Pasó frente a semáforo, frente a los peatones, frente
a Variedades de Galiano (perteneciente a la cadena Imagen, según me enteré en
mi recorrido). Entonces ese puerco que viajaba transversal, cuyo culo es rosado-beige,
pertenece a la misma cadena. Su carne abierta aún gotea sobre el asfalto. ¡Siento
pena por él! Y un olor a puerco achicharrado sale de la próxima esquina donde
asan a un compañero suyo. Estoy mareada. Es ley que así sea. Los niños llevan puchas
de flores al mar (mariposas blancas) y sonríen al verlo atravesar la calle. Los
viejos venden “chucherías”: el café que le dan en la bodega, los cigarros, la
pasta dental, y juegan con chapas de botellas vacías en la acera. Uno, al
pasar, me piropea y toca una clave prieta con la que pretende detenerme y
cantar. Aparto la cabeza y niego que quiero escucharlo. Se molesta. El mar, el
puerco, el sol, la luz contra las chapas hacen una intersección pintoresca y me
pregunto, si es real que estoy aquí, que amanezco con ellos. Árbol, flor,
puerco espín, como en las composiciones de la escuela.
Vuelo a ser una niña floreada con la maleta de
metal reluciente, donde unas bailarinas danzas piruetas sobre la merienda.
Llevo un cintillo color mamoncillo. (Mamoncillo y azul es el color para este
día). “¿Podríamos haber vivido mejor?” –me pregunto, porque conozco la
respuesta. “Naturalmente” –me respondo, y sigo de largo. Quisiera caminar hacia
atrás, con la ilusión óptica de esos
asientos invertidos de trenes más veloces, pero el entusiasmo por ser diferentes
me cegó y cambié de posición dentro del tren.
Soy como ese puerco atravesado en el coche de
un bicicletero y seré vendida en la plaza mayor. Cruzo el portal, la misma
acera pedregosa, el mismo semáforo sombrío y la anciana María con su saya
también al revés me señala, abriendo descomunalmente una boca con dentadura
postiza, el fin de la apuesta que con ella inicié. El cuchillo con el cortaré
las mitades truncas, hinca. ¿Cree o no creer? Más allá, hacia la esquina,
colocan urnas de cartón pintadas donde la población votará.
El tiovivo sigue detenido y la niña que fui
salta solita con sus trenzas sucias sobre los caballitos coloreados. “¡Cinta
roja entre las trenzas!”, dice María y recoge la imagen que le regalan, doble. Mariposas, derrumbes, fosas abiertas. Se baja
del tiovivo. Los alrededores son yerbas que otros pisotean, no caminos. ¿Dónde
tengo un jardín, un amigo? ¿Dónde esa nube particular y borrosa de ayer?
Todos son extraños, desconocidos, gente, gente…
La cadena Imagen me estafa. No conozco la
carne de puerco espín, las mariposas blancas, el trébol de ocho puntas que
persigo. (La disminución de pretensiones conduce al estado de la mendicidad
sostenida.) El manicomio local, municipal, su explanada frente a mí que no
puedo torcer el destino. Aceptamos la rigidez de la imagen, las urnas
paralelas, la encomienda cotidiana: todo perfecto porque está vacío. ¿Dónde
están los tiovivos de mi infancia? ¿Los relámpagos? Y el grito, de que dispongo
ahora, viene de otra voz y me sobrecoge.
Soy una turista, indiferente a la sangre del
puerco que se pega al asfalto; indiferente a la curvatura que hace la bicicleta
al doblar junto a mí. Entonces, el juego al Monopolio en un cartón grande con figuritas
que valen cualquier precio: vidas, casas, situaciones, arrepentimientos. Pero
tanto me acomodo a fingir que sigo dentro del juego (y del tablero) colocado al
fondo.
¿Aspiraciones?, ¿preguntas qué cuáles son mis
aspiraciones?
Pura bachata cubre de flores
blancas la impertinencia de una anciana (que no es María, que no es Marina) que
no deja de parlotear. Regreso por sus ojos caídos, por su piel como ropa
estrujada. “No es nada, digo, no es nada”. Y ensarta una agujeta con la que
cose el color mamoncillo del día a la cinta roja en las trenzas.
Tomado de Variedades de Galiano.
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