Damaris Calderón
Hasta la quebradura de las rodillas, sus
huesos habían sido siempre domésticos. Como los huesos de pollo que había visto
en el caldo, en la sopa, cloqueando en el corral, antes de terminar triturados
en los dientes del padre.
-Guárdame este hueso como hueso santo.
Y se sentaba en el portal, a chuparlos,
comparándolos con las propias falanges. Y si le salía un orzuelo, el tío
milagrero lo curaba con una peseta caliente o con un mate, y si una verruga,
con la cruz de un hueso, que había que enterrar en el patio para que se
pudriera. Como los otros.
La abuela se pudrió y quiso verlos a todos. Un
racimo de plátanos para consuelo de una vieja: una familia.
Hasta que las rodillas se volvieron locas o se
enfermaron de rabia y empezaron a morder lo que se les pusiera por delante. Y
hubo que quitarle el bozal al perro y ponérselo en las piernas.
Luego los huesos escaparon de casa, cogieron
su propio rumbo. Y su vida fue simple, descarnada. Como una articulación.
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