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lunes, 28 de enero de 2013

Duro de roer






  Damaris Calderón

 Hasta la quebradura de las rodillas, sus huesos habían sido siempre domésticos. Como los huesos de pollo que había visto en el caldo, en la sopa, cloqueando en el corral, antes de terminar triturados en los dientes del padre.
  -Guárdame este hueso como hueso santo.
 Y se sentaba en el portal, a chuparlos, comparándolos con las propias falanges. Y si le salía un orzuelo, el tío milagrero lo curaba con una peseta caliente o con un mate, y si una verruga, con la cruz de un hueso, que había que enterrar en el patio para que se pudriera. Como los otros.
 La abuela se pudrió y quiso verlos a todos. Un racimo de plátanos para consuelo de una vieja: una familia.
 Hasta que las rodillas se volvieron locas o se enfermaron de rabia y empezaron a morder lo que se les pusiera por delante. Y hubo que quitarle el bozal al perro y ponérselo en las piernas.
 Luego los huesos escaparon de casa, cogieron su propio rumbo. Y su vida fue simple, descarnada. Como una articulación.


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