Antonio Eulogio Hernández Alemán (1857-1918), más conocido como Seboruco, o el Vate Imán, publicó en 1880 este puñado de estrofas un tanto disparatadas y divertidas. Aquí la emprende contra algún personajillo de la burocracia matancera, la cual traspola, a pura pedrada, a la Rusia de Alejandro II. Pero el Brigadier de los furrieles del Zar cuyo retrato presenta, igual o mejor que Mestre -dizque gogolianamente-, le sale castizo. Al parecer, esta hoja suelta apareció traspapelada en un Reglamento de la Sociedad de Beneficencia de Matanzas, la Atenas de Cuba.
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martes, 27 de noviembre de 2012
sábado, 24 de noviembre de 2012
Pie de foto para ser leído en el futuro
Ese racimo de algas chorreantes es anterior a los jóvenes rebeldes que
tomaron la ciudad.
Anterior a los hippies que el poder de
esos rebeldes persiguió con tijeras y campos de trabajo forzado.
Anterior a la llegada de los rastas a La
Habana.
Esa cabeza de anémona es la del Caballero
de París.
No había visto antes la foto, y me
pregunto hasta cuándo podrá ser identificada sin explicación al pie. ¿Hasta
dónde va a llegar la memoria viva de ese loco de la ciudad?
Cuenta ya con estatua, podría responderse.
Han dispuesto, a la entrada de la sala de conciertos de la antigua basílica de
San Francisco, una figura suya de tamaño natural. La gente frota el bronce
hasta sacarle manchas de brillo en algunas partes del cuerpo. Los turistas se
fotografían abrazándola.
Pero una estatua no es siempre señal de
recordación. Las tarjas no siempre atinan a enseñar de quién se trata. ¿Y qué
tarja podría explicar quién fue el Caballero de París?
Su leyenda, calculo, se irá perdiendo poco
a poco. Bastante perdida estará ya, a pesar de la escultura. Figura de una
época en que La Habana entera podía reconocerlo.... De una época en que la
capital conservaba hábitos de pueblo grande… Pero, ¿en qué consistía
exactamente su leyenda?
Un loco que se decía caballero, con
imaginaciones de otra ciudad y de otra época. Con gentilezas de trato, vestido
a la antigua y de barba y cabellos largos. Una figura de folletín en una época
de novelas de radio. Un loco dulce. Qué poca sustancia para atravesar el
tiempo…
Me gusta, por eso, que haya ido a sentarse
al Malecón. Porque esta foto le da espesura a su leyenda, a su caso. Acerca su
particular locura a la locura que hemos padecido todos. Y pudiera residir en
ella la garantía de su memoria: cada uno de nosotros habrá sido alguna vez,
sentado en ese mismo muro, el Caballero de París.
Tomado de La Habana Elegante, no 50,
otoño-invierno de 2011.
jueves, 22 de noviembre de 2012
Residuos excéntricos
Severo Sarduy
Volvió a caer la tarde en la Plaza del Vapor.
Aún no habían cerrado los rastros, los retaseros, las tiendas de canela. Brillaban en el interior de los expendios
oscuros, como tocados por la última luz del crepúsculo, los hilos plateados de
las telas indias, el púrpura de las tinturas, los frascos deformes de especias
que aún conservaban blasones flordelisados, viejos escudos coloniales, sellos
lacrados de apotecarios provincianos o la enseña aún legible de la Compañía de
Indias. Los prestamistas recogían lámparas de cristal incrustado y cofres con
marqueterías de sándalo, de ébano y jacarandá…
La bifurcación a la derecha era menos
acogedora: ruinas de esas casonas neoclásicas, con sus columnas corintias, frontispicios
y blasones flordelisados que codiciaban los magnates azucareros de la temprana
era republicana y que hoy había ganado una zarza rojiza y picante, colonias de
lagartos, los ratones unánimes y dos mendigos populares. Los pordioseros eran a
la vez afrenta y divertimiento de los viejos barrios de la ciudad, que los
aceptaba como residuos excéntricos de esa fauna trastornada que engendró el
machadato, cuando la ración cotidiana del ciudadano era una “rubia con ojos
verdes”: un plato de harina burda con dos trozos de aguacate.
El señorón de aquella pareja era el Caballero
de París, vestido con una capa negra de terciopelo en el calor sofocante del
verano insular, el pecho blindado de periódicos y revistas de antaño, y
arbolando una prosopopeya enardecida, con tropos enrevesados, dignos de Lezama
o de Chicharito y Sopeira, que profería con una impecable y castiza dicción.
Su desquiciada pareja era la Marquesa, una
negra despigmentada y canosa, de andar sereno y modales versallescos, fetiche
burlón de damas ocurrentes y pródigas y hasta de marquesas verdaderas –en la
medida en que las permitían las ramas carcomidas y leñosas de la heráldica
insular-, que la vestían con trajes estrafalarios, herencia de festejos
presidenciales, o de algún agasajo en el Tropicana, cuyo vestuario se había
encomendado al mejor epígono de Erté.
Al fondo de ese vertedero de ruinas académicas
y humanas se elevaba una torre solitaria y destartalada, residuos incongruentes
de algún fortín indefenso o abandonado por los capitanes insolventes o
revocados durante la construcción, a la que algunas volutas flamígeras habían
dado un vago estilo gótico antillano.
Fragmento de Cocuyo,1990.
martes, 20 de noviembre de 2012
El loco como arquetipo cubano
Lorenzo García Vega
Como consecuencia de buscar la identidad a
través de lo desatado romántico, el loco ha sido el héroe de nuestra historia
(recordemos que, en la adoración cubana por el líder pre-castrista Eduardo Chibás
se unía, a la fascinación con el loco, el respeto por el hombre público
honrado). El loco prueba de autenticidad. Pues se ha creído, siempre, entre
nosotros, que si no se está loco se es sospechoso. Así Octavio Armand, cicatriz
sin cuerpo, desde este exilio me dice: “Quiero escribir sobre Zequeira, el
poeta que se hacía invisible con un sombrero: él tiene que ser auténtico. Pues
no se puede confiar en ningún cubano, hasta que no se pruebe su alienación”.
Idolatría del héroe loco. Por esa idolatría,
Ponce fue uno de los pocos pintores cubanos aceptados por nuestra estúpida
burguesía. Por esa idolatría, el líder máximo, quien fue considerado como el
máximo loco, también fue adorado por nuestra estúpida burguesía (la entrada del
líder máximo en La Habana fue la entrada del loco en la ciudad: se suponía que
todo era posible).
Se supone, diría Sarduy, que la realidad es un
círculo, y que el único centro es el loco, pero, diría Sarduy, nuestra realidad no
es un círculo, sino una elipse, por lo que el loco sólo es un foco. Un foco, el
loco, de una elipse, donde el otro foco es el Autonomista, o el bombín de mármol,
o el cabeza de mármol, o el Dr. Katzob, o la gran dama de la grandeza venida a
menos. Y estos dos focos parecen realidades contrapuestas e inconciliables,
pero estos dos focos no son realidades contrapuestas e inconciliables.
Los años
de Orígenes, 1976, Caracas, Monte Ávila Editores, pp- 232-33.
domingo, 18 de noviembre de 2012
Bartolo
Jorge Mañach
Ahí va
Bartolo.
Miré
hacia donde Lujan me señalaba. Por el andén del Prado pasaba,
inconfundiblemente, el objeto de su atención sonreída: un homúnculo delicioso
que yo había visto ya muchas otras veces paseando solo, con su bastón, al caer
de la tarde o en las claras noches ociosas. Sospechando que Lujan tendría algo que
decir de él, le escudriñé esta vez curiosamente. No alzaba siete palmos del
suelo. El sombrerete de rizada paja y cinta multicolor llevábalo chulescamente
ladeado sobre el rostro trivial, de ojillos guiñosos y plácida, felicísima
sonrisa. Toda la cabeza le salía apuradamente de un cuello alto y tramado de
barras, como reja de presidio. La camisa, de un rosa encendido, a ser papel de pared
hubiera satisfecho ampliamente los gustos decorativos del más estridente
rastacuero. Era rameada y fantástica también la corbata,
de cuyo nudo pendían piedrecillas trémulas como abalorios de gitana. El
trajecito, estrechamente entallado y a cuadros muy
ostensibles, con la punta escarlata de un pañuelo descolgada bajo la flor de
trapo en la solapa; los zapatos, virulentos de agujeritos y chulones, y el
bastoncillo de nudosa caña, que su dueño manipulaba con malabares arabescos,
completaban el increíble indumento.
-Increíble digo. ¿En qué casa, en qué comercios
de esta abigarrada ciudad lograba aquel hombrecillo vestirse de tal suerte?...
Sin embargo, él parecía muy orondo de sí mismo. Caminaba con un paso breve y
brincadito, mirando a un lado y al otro con su enorme sonrisa de felicidad
suprema; y si las criadas le señalaban entre hipos de risa o los estudiantes le
acosaban y le zumbaban en torno como un avispero, Bartolo lo tomaba a homenaje
y seguía su camino triunfal entre jaleos y chacota.
—¿Te acuerdas de Cucaracha, a quien vimos
ayer?...
Pues él y éste, Bartolo, son los únicos anormales evidentes que ya nos
quedan en La Habana. Aquél, el loco clásico, en que tan fecundas fueron
nuestras villas solariegas y que ya la civilización, la higiene y quizá también
el materialismo del siglo han ido eliminando... Éste, el bobo con todos los
perfeccionamientos modernos, el bobo novísimo, que de tan civilizado ya casi no
parece bobo. A los dos los envidio.
—¡Cosas suyas, Lujan!
—No, hijo. Ten por seguro que son los dos
hombres completamente felices, dos no más, que hay en La Habana. Cucaracha, que
anda absorto en una musaraña mística, y Bartolo, que lleva siempre encima,
realizado, concreto, el único ideal de su vida.
Estampas de San Cristóbal, La Habana, 1926.
viernes, 16 de noviembre de 2012
Tía Catana
Francisco Calcagno
… ¿Y en qué ciudad han faltado esas
celebraciones locales, tipos excepcionales, que todo el mundo conoce y que, sin
embargo, no han salido jamás de la ciudad? En una población tan heterogénea como
la nuestra no era posible carecer de ellos, y hemos tenido, entre otros que
recuerdan las crónicas, al Muerto vivo, que resucitó cuando lo llevaban a
enterrar y después vivió muchos años, a Sebastián de la Cruz, loco cuya figura,
por 1670, provocaba la risa de la plebe, y el maltrato de los muchachos, y quien
a veces recostándose sobre los abrojos (punzadoras tunas), se recreaba entre
sus puntas como en…
... Los crímenes de Concha, La Habana, 1887.