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jueves, 22 de noviembre de 2012

Residuos excéntricos






 Severo Sarduy


 Volvió a caer la tarde en la Plaza del Vapor. Aún no habían cerrado los rastros, los retaseros, las tiendas de canela. Brillaban en el interior de los expendios oscuros, como tocados por la última luz del crepúsculo, los hilos plateados de las telas indias, el púrpura de las tinturas, los frascos deformes de especias que aún conservaban blasones flordelisados, viejos escudos coloniales, sellos lacrados de apotecarios provincianos o la enseña aún legible de la Compañía de Indias. Los prestamistas recogían lámparas de cristal incrustado y cofres con marqueterías de sándalo, de ébano y jacarandá…

 La bifurcación a la derecha era menos acogedora: ruinas de esas casonas neoclásicas, con sus columnas corintias, frontispicios y blasones flordelisados que codiciaban los magnates azucareros de la temprana era republicana y que hoy había ganado una zarza rojiza y picante, colonias de lagartos, los ratones unánimes y dos mendigos populares. Los pordioseros eran a la vez afrenta y divertimiento de los viejos barrios de la ciudad, que los aceptaba como residuos excéntricos de esa fauna trastornada que engendró el machadato, cuando la ración cotidiana del ciudadano era una “rubia con ojos verdes”: un plato de harina burda con dos trozos de aguacate.

 El señorón de aquella pareja era el Caballero de París, vestido con una capa negra de terciopelo en el calor sofocante del verano insular, el pecho blindado de periódicos y revistas de antaño, y arbolando una prosopopeya enardecida, con tropos enrevesados, dignos de Lezama o de Chicharito y Sopeira, que profería con una impecable y castiza dicción. 

 Su desquiciada pareja era la Marquesa, una negra despigmentada y canosa, de andar sereno y modales versallescos, fetiche burlón de damas ocurrentes y pródigas y hasta de marquesas verdaderas –en la medida en que las permitían las ramas carcomidas y leñosas de la heráldica insular-, que la vestían con trajes estrafalarios, herencia de festejos presidenciales, o de algún agasajo en el Tropicana, cuyo vestuario se había encomendado al mejor epígono de Erté. 

 Al fondo de ese vertedero de ruinas académicas y humanas se elevaba una torre solitaria y destartalada, residuos incongruentes de algún fortín indefenso o abandonado por los capitanes insolventes o revocados durante la construcción, a la que algunas volutas flamígeras habían dado un vago estilo gótico antillano. 


  Fragmento de Cocuyo,1990. 



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