Federico de Ibarzábal
Navega, con un bello día claro, el “Fidji”. Está un
poco lejos Vladivostok, puerto de salida. Pero aún el capitán puede
telegrafiar. “Todo bien, a bordo.” ¡Tan bien! En el puente se está
agradablemente. Abajo, es lo terrible. A popa, sobre todo. ¡Qué sabe él, allá
arriba! Por los imbornables abiertos, en este pequeño compartimiento de popa,
entra un poco de aire caliente. O es, a lo mejor, que se entibia tan pronto
penetra. ¡Y aquello es tan estrecho! Es un indecente barco de carga, sucio
todo, por dentro y por fuera. Sino que navega admirablemente.
—¡Eh, tú, Poli! ¿Es que tú también vas a ocupar mi
cama? Poli, el pequeño italiano, se encoge. ¿Por qué le habrá tomado aversión
ese noruego fanfarrón, Olsen, que tiene como seis pies de estatura? Desocupa el
camastro y se acurruca sobre un banco. Peter, y también Johnny, los dos
ingleses, miran al pequeño.
—Es un perro sarnoso —dice Jean, francés.
Una bocanada de aire sofocante se mete por el ojo
de buey y esparce el humo de las pipas. De pronto se nubla y comienza a llover.
El mar se pica, y oscurece. Los cinco marineros miran alternativamente al mar y
a las capas colgadas junto a las literas. Todos están descalzos. Alguno quiere
iniciar una canción, pero no la re—cuerda bien. Cada cual se ha sentado al
borde de su cama. Sólo Poli, que no tiene lecho, permanece en silencio sobre su
banco. Todos han hecho su trajín allá arriba. Poli es del otro turno. Cuando
oye una campana, y sale por la puertecilla que está allá al fondo del
compartimiento, apenas puede esquivar un puntapié. No sabe quién es el agresor,
pero no se vuelve para averiguado. No se puede rebelar. Cuando lleguen a
puerto... Pero Shanghai está lejos. Gana la escalerilla y sube.
El mar parece de plomo y el horizonte está cerrado.
Poli toma un balde y hace su trabajo con los demás de su turno. Abajo estallan
las risotadas.
—¿Y dices tú que te ha robado una capa, en
Vladivostok? —expresa Jean.
—Sí, —asegura Olsen. Una capa de seda. Cabía en un
puño.
-En un puño tuyo cabe un sampán —dice Peter, y se
ríe.
—Como que si te lo deja caer en la nuca...
—Yo tuve una vez una capa —dice Johnny—, que cabía
en la tapa del reloj.
—¿Del que da las horas en Westminster? —Le
escandaliza Olsen.
—¿Dan algo los ingleses? —dice Jean.
—Bien. Pero me robó la capa —dice Olsen, y mira
hacia afuera mientras busca en su saca un poco de tabaco para la pipa.
—¡Qué gran cosa! —dice Jean—, ¡un animal tan grande
con una capita de seda!
—No sería para él, seguramente —le ataja Johnny.
Una capa así, tan extraordinaria, que puede meterse en un hueco de la nariz...
Sería para alguna mocosa de Shanghai.
—¡Pobre muchacha! —sigue Jean. Pero con capa y sin
capa tú la envuelves de todas maneras. ¿Cuánto gana?
—¡Calderilla! —asegura Peter. No valen nada esas
arañas amarillas. Y no dan nada, luego. Da más el reloj de Westminster, que
tiene la atención de dar la hora a los vecinos.
Las risas salen con el aire húmedo y el vaho de las
pipas. Jean quiere recordar otra vez la canción olvidada:
Una muchacha de Shanghai...
—Canta mejor —dice Johnny— esa canción de la capa
robada.
La que Poli le llevó a Olsen. A él le gustará mucho
la música. Pídele la letra.
El mar está más oscuro. Sopla el viento con fuerza,
y gruesos rollos de agua corren a lo largo del barco. Hay que cerrar los
imbornables. Los marineros los aseguran con los pernos. Vuelven a sus camas.
Poli no ha regresado. Un calor denso enrarece la atmósfera en el
compartimiento. El muchacho italiano se ha ido a refugiar en otro
compartimiento. Olsen, sin razón, insiste en acusarle del robo de la capa. Él
sabe cómo fue. Pero, si lo dice, ninguno le creerá. Poli explica a sus
compañeros del otro como compartimiento:
—Esa noche, todos estaban borrachos. La policía
tuvo que llevarlos a bordo, el “Fidji” zarpaba al amanecer y la policía queda
que se quedaran en la ciudad. Son ladrones, Olsen y Jean y Peter y Johnny. Ese
animal perdió la capa porque la cambió por una botella de vino de arroz. En la
taberna no pagaron y hubo que sacarlos a palos. Caían sobre el barro de la
calle a cada empujón de los guardias. Yo ayudé a Olsen, y aunque evité le
partieran la cabeza. Me lo agradece acusándome. Y bien, compañeros: ¿creen
ustedes que yo soy un ladrón?
—No lo creemos, pequeño —dijeron sus otros
compañeros.
—Ese Olsen es un criminal escapado de alguna cárcel
—afirmó André, otro italiano. Yo aseguraría haberlo visto con el traje de
presidiario.
—No. No se lo llegó a poner —aseguró Frank, un
americano de Nueva York— o escapó antes. En Suramérica, una vez, lanzó agua una
pareja de enamorados que paseaban por el muelle, después de robarles. Yo y dos
más la sacamos del agua. Fue en Mollendo, en el Pacífico, hace seis años.
El pequeño italiano sacó del cinto una daga y la
besó. En el cabo, esculpida, tenía una vista de San Marcos.
—¿Esa mujer —dijo Peter en el otro compartimiento—,
es Pétalo de Rosa, la que cuando va por la calle hipnotiza a los transeúntes?
—Esa mujer es quien no te importa —dijo Olsen:
Canta, canta y refiérete a ella, que te voy a hacer tragar la pipa.
Peter se alzó de su camastro. Se acercó a Olsen,
alargó el puño, y cuando iba a caer sobre Olsen éste lo abrazó por las piernas
y los dos rodaron por el suelo. El mar sacudía al “Fidji”, que se había hecho
al este. Corrían al largo de Chosen. Jean y Johnny no quisieron que hubiera
pelea. Los separaron.
—¡Eh, compañeros! ¡Por una mujer! ¿Sabes el tiempo
que estamos corriendo? —exclamó Jean.
—¿Lo sabes tú? —dijo Olsen.
—Peor para ti si no lo conoces... Es viento de
tifón.
Todos se habían envuelto en los impermeables y ya
tenían las botas puestas. Inmediatamente llamaron desde cubierta. El capitán
con su primer oficial, estaba en el puente y miraba al mar y al cielo. Y
recorría el barco con la vista. Todos los hombres trabajaban. No les cogería de
lleno la tormenta, que se desviaba al oeste, pero sentirían sus efectos en la
marejada dura, que ya batía al “Fidji”. Buen barco, que se defendía muy bien
sin grandes dificultades. A bordo, pensaba el capitán, todo O.K.
Poli había quedado lejos de Olsen. Una hora después
no había nada que hacer arriba. Bajaron. Se desprendieron de los impermeables,
que chorreaban agua, y se quitaron las botas. En los compartimientos seguía
siendo insoportable la temperatura. Un calor intenso los asfixiaba como si
estuvieran en el departamento de máquinas. Todas las pipas se encendieron a la
vez. Una lamparilla colgada del centro de aquella pocilga, oscilaba, sujeta en
sus tirantes de alambre, y alumbraba apenas con su llama amarilla. A la luz
débil, las caras se tornaban de cera.
Cuando llegó la noche, el temporal estaba lejos.
Iría a destrozar las chozas de los pescadores chosenenses, a hundir sus barcos
frágiles, a descuajar los árboles de la costa. El “Fidji” había escapado por
unas horas. Pero aún saltaba sobre las aguas, que había agitado el dragón negro
de las cien colas.
Por la mañana, el cielo queda limpio y está
dulcemente azul.
Poli sabe de un puerto tranquilo con sus almacenes
de zinc gris y blanco. Las calles que dan al muelle son anchas y limpias. Sobre
ellas adelantan los bergantines su bauprés, y alguna bandera escarlata salida
del Támesis ondea en la punta del mástil de perilla dorada. Las gentes
deambulan, tranquilas también, en la mañana. Venden hortalizas unos pequeños
hombres amarillos, en carritos minúsculos. De pronto, salta un punto oscuro en
el azul pacífico del cielo. Luego se escucha como un silbido prolongado, que se
convierte inmediatamente en un aullido lúgubre... Y cae un tifón sobre el
puerto. Luego, ni almacenes, ni barcos, ni gentes tranquilas por las calles. Su
barco, el “Manchuria”, quedó encajado en las ruinas del edificio que le quedaba
enfrente. Fue su primera experiencia en los mares amarillos. Poli cierra los
ojos y ve, perdido en la bruma del recuerdo el pequeño puerto lejano del cual
salió, sólo un mes después, la bordo del “Sendai-Marú”.
Están a más de medio camino cuando Poli ha entrado
en su antiguo compartimiento para recoger unas ropas. Pero Olsen, que está
allí, lo tira de una bofetada apenas entra. Poli, casi no puede y huye
arrastrándose. Sangra la boca, roja. Y la nariz aplastada. Va a empuñar su daga
y volver al compartimiento, pero no la tiene encima. La buscará. Y la ha de
hundir hasta la empuñadura hasta que no se vea el paisaje de Venecia escrito en
el cabo, en el corazón oscuro de Olsen, estúpido y absurdo como la tormenta. El
cielo está limpio otra vez, y el “Fidji” va hendiendo el calmado, como si
navegara por un río. Pasan horas. Pasa mar y queda el rencor de los hombres y
el deseo de venganza. Están a una singladura de Shanghai. Algunos hombres
duermen su cansancio o su aburrimiento. Como otros (Peter, Jean, por ejemplo),
Olsen está tirado en su camastro y tiene los ojos cerrados.
Pero no duerme. Ha pasado bien la noche, en que no ha
hecho ninguna guardia. Por eso sorprende la llegada sigilosa de Poli, que lleva
una daga en la diestra. El muchacho se va acercando, lentamente. Por el
imbornal, sin disco ni cristal, se ve el mar azul, y la línea lejana del
horizonte. Y cuando Poli está a medio metro de la cama, Olsen no se mueve. ¿Es
que estará dormido realmente, o sólo en la semi-inconsciencia del que no se ha
despertado bien todavía? Poli escucha su respiración normal, como la del hombre
que no tiene nada que temer. De repente salta sobre Olsen y deja caer la daga.
A dos pulgadas del pecho, Olsen le ha detenido la mano. Poli va a dar un grito
de dolor, porque Olsen le retuerce la muñeca. Pero la voz se ahoga en su
garganta. Tomando el arma, Olsen la vuelve contra Poli y la hunde ferozmente en
el cuello del muchacho. Salta sobre los jergones del camastro un caño de
sangre. Peter y Johnny duermen. El mar sigue azul, el cielo limpio. Olsen, sin
una mancha de sangre, sale del compartimiento y cierra la puerta. El “Fidji”,
con un esfuerzo más tocará el puerto. El capitán, alegre por la próxima
arribada, ha de transmitir a la casa consignataria, por T.S.H.:
“Todo bien a bordo.”
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