Carlos Montenegro
¿Quién no recuerda el asesinato de William
Smith, el oficial maquinista del «Monte» de la Panamá Pacific Line? Fue uno de
los casos más inflados por las cadenas de periódicos americanos, y mientras no
llegó el de Lindberg podía discutir con cualquier otro el primer puesto en la
gran crónica roja del Norte.
Cuando William Smith, según todos los periódicos
del día de septiembre de 1917, apareció ahorcado en el primer farol del ángulo
este de la Battery Place, la opinión pública se exaltó, se apasionó de una
manera inusitada. La indignación se desbordó, adquiriendo proporciones
norteamericanas. Hearst publicó en todos
sus periódicos una fotografía sensacional lograda en horas de la madrugada,
donde la víctima aparecía colgada, con la cabeza tiernamente inclinada sobre un
hombro en el que se destacaban, plateadas, las insignias de oficial de la Marina.
¡Aquello era demasiado! Brisbane lo dijo: era
más que el cadáver de un hombre lo que pendía de aquel farol del Battery. Era
todo el orden, toda la jerarquía. En aquellos heroicos momentos de Chateau
Thierry era más aún, era la patria misma ajusticiada por los «boches», por los
traidores. Un paisano no hubiera dicho nada, pues en tiempos de guerra la propaganda
bélica excluye toda cotización sobre el varón uniformado. Ese mismo día veinte
magacines publicaron simultáneamente la historia del oficial linchado; la
Panamá Pacific Line declaró que al siguiente día lo iba a ascender; se movilizó
a toda la policía del Estado, y un profesor, que se declaró autor del crimen,
fue detenido.
Pero a pesar de toda la explosión de la
noticia, ésta se produjo normalmente, y no fue sino hasta el siguiente día que la
verdadera noticia sensacional estalló, cimbreó en el aire como una espada
sacada violentamente de su vaina. Todos recordaréis ese caso y habréis sufrido
la misma impotencia ante el misterio que yo, que participé en el linchamiento,
voy ahora a descubrir.
No se crea que esta historia la hago para
vanagloriarme. Al fin se verá que no; a partir de ese día abandoné mis ideas sobre
los beneficios que reporta esa justicia; su eficacia en las luchas
político-sociales es más que dudosa, aparte de que el
terrorista llega a convertirse en un ente peligroso que supedita todo otro
sentimiento a la necesidad de destruir. Empero, si las circunstancias se
repitiesen, veríais de nuevo al oficial Smith balanceándose suavemente en el
farol del Battery, a pesar de todos los aspavientos de Hearst, Brisbane y Compañía.
No se sabe exactamente qué día, a fines de la
primera semana o a principios de la segunda del mes de octubre de 1927,
William Smith, oficial maquinista, en su recorrido de la primera guardia
nocturna, descubrió en la carbonera de estribor a Brai, Etanislao Brai,
polizón. Si esta narración la hiciera para los miembros de las asociaciones
radical-revolucionarias de Pensilvania o para los elementos trabajadores del
litoral neoyorquino, no sería necesario decir más sobre la personalidad del
compañero Brai. Pero no escribo para ellos; incluso si esto cae en sus manos,
más de uno fruncirá el ceño y llegará harto inquieto hasta el fin de estas
líneas, temeroso de que haya sido demasiado pródigo en la relación de nombres
propios.
Pero tengo mucho apego a la vida para no ser
prudente. A Brai ya no le puedo perjudicar, pues está muerto; el otro nombre
citado, el de William Smith, tampoco traerá complicaciones entre ellos y yo. Y
el otro...Bueno, no voy a caer precisamente en el hoyo que trato de evitar, no
le voy a hacer el juego a la política norteamericana, aunque realmente no sé de
qué podrían herirse mis antiguos camaradas cuando ya el otro murió
también, y ahorcado, en el primer farol del ángulo este de la Battery Place.
(¡Qué respingo dará frente a su mesa de acero
el comisionado Durland si alguien le traduce estas líneas!)
Para los que no conocen a los dirigentes de
las asociaciones obreras más activas de los Estados Unidos, diré sencillamente
que Etanislao Brai, polizón, era nada menos que el secretario de la Sección
Latinoamericana de la I.W.W. (Trabajadores Industriales Internacionales), la
que precisamente en el año de 1917 sufrió la más activa y sangrienta de las
persecuciones, después de haber sido lanzada a la ilegalidad bajo el dicterio
de que sus miembros eran agentes germanófilos (en Alemania se les tituló
agentes de los Aliados).
Brai tuvo que abandonar la Unión y se pasó
seis meses en el puerto de Tampico, donde organizó la célula local y dirigió inmediatamente
la huelga petrolera más importante del período de la guerra, que fue ahogada en
sangre por el general Diéguez, vendido al dinero de Wall Street. Una vez más el
compañero Brai se vio obligado a huir y embarcó hacia Cuba, donde los portuarios
—la vanguardia del proletariado de todos los países— se organizaban pese a la
traición de su secretario general y al látigo y soborno del gobierno
menocalista.
Brai se embarcó, como una paletada de carbón
más, en la carbonera
del «Monte». A partir de ese día el diario de Navegación reporta dificultades
con la gente de máquinas; fue precisamente en la víspera de la llegada a
Santiago de Cuba que el oficial Smith descubrió al compañero Brai en la
carbonera y le atribuyó las huelgas —«movimientos revolucionarios» en tiempo de
guerra— de los fogoneros. El por qué el fiscal de la Audiencia de Oriente
radicó la causa de William Smith de homicidio por imprudencia es un misterio, o
más claro, su fenómeno imperialista. Si el fiscal o el juez se hubiera tomado el
trabajo de llegarse al barco y asomarse a la puerta del pañol de máquinas
teniendo éstas levantado el vapor, no hubieran podido ignorar el asesinato,
pues con el calor que había en el pañol se podía cocer un huevo. La propia
declaración del oficial, asegurando que sólo tuvo encerrado al polizón media
hora, y que pasada ésta era ya cadáver, lo prueba. Para que un hombre muera
abrasado en media hora por exceso de temperatura hace falta que ésta sea tan
elevada que la posibilidad de su muerte no pueda pasar desapercibida a nadie y
menos a un técnico.
Pero bien, eso no nos causó mayor indignación
cuando lo supimos. Estábamos acostumbrados a participar de los beneficios de la
justicia en forma, y más de una vez habíamos tenido necesidad de modificar sus
fallos. Así fue que cuando el buque llegó a Nueva York, el camarada..., bueno,
le llamaremos «el otro», recibió la orden de enrolarse en él y hacer que el
oficial Smith sufriese un accidente que liquidase la deuda.
El hecho de que se hubiese elegido «al otro» y
no a uno de la célula de Pensilvania, donde Etanislao Brai contaba con muchos
amigos adictos, no tuvo mayor importancia, pues hasta después de la salida del
«Monte» no se acusó de reformista a la célula neoyorquina, dominada por los
portorriqueños, que aceptaron con alborozo la ciudadanía americana y como consecuencia
su participación en la guerra.
Cuando el «Monte» llegó a La Habana no se
reportó ningún accidente a su bordo, sin que esto despertase aún inquietud alguna
en nuestro grupo de acción; después pasaron Progreso, Veracruz, Tampico, antes
de que se manifestase claramente la desconfianza. Sólo cuando el «Monte»
partió, ya de regreso a Nueva York, recibimos nosotros la orden de movilizarnos
e impedir que el oficial Smith siguiera sin castigo.
Estaba claro que «el otro» había recibido
contraorden y que nosotros tendríamos que proceder por nuestra cuenta. El día 3
de noviembre a eso del mediodía montamos nosotros la guardia de los docks de la
Panamá Pacific Line. Eramos cuatro y estábamos decididos a terminar en seguida.
Todos conocíamos a Brai, y yo incluso le debía mi puesto en la South Bethlehen,
y en La Habana había vivido en casa de mi familia.
Una hora después hablábamos con el aduanero de
turno. No conocíamos al oficial Smith, pero sabíamos que tendría que mostrar su
carnet al salir y que eso lo pondría en nuestras manos. Al miembro de acción de
la célula neoyorkina —“el otro”— tampoco lo conocíamos personalmente, y aunque pensamos
en darle una paliza si se nos ponía a tiro, desechamos la idea por no complicar
las cosas y provocar una posible delación.
Pasadas las cuatro atracó el «Monte», y dos
horas después, cuando el aduanero fue relevado, aún no había desembarcado nuestro
hombre. A las ocho las cosas seguían lo mismo. Ya a partir de esa hora
únicamente los oficiales podían dejar el barco y nosotros comenzamos a temer
que el nuestro no lo hiciese. Teníamos la seguridad de que se hallaba a bordo, y
aunque no estaba «chequeado», parecía difícil que, acabado de llegar a puerto,
no se decidiese a saltar a tierra. A lo mejor lo tenía demorado alguna
reparación y a nosotros no nos parecía mal que escogiera la noche avanzada para
salir, siempre que lo hiciera, aun a riesgo de hacernos sospechosos con tan larga
estancia en los muelles. Habíamos acordado esperar hasta las once, y ya pasaban
unos minutos de esa hora cuando sentimos pasos y distinguimos el uniforme
blanco de un oficial de la Marina.
—Buenas noches, amigo: oficial William Smith —dijo,
alargándole al aduanero su carnet de identificación.
A mí se me enfriaron las manos como cuando
tuve que tirar de la manivela del transportador aéreo para dejar caer una
tonelada de hierro sobre... sobre... Nos había traicionado.
No olvido su ademán de terror cuando mirando
para lo alto se vio bajo la lluvia de raíles. Pero ese fue otro caso.
Cuando William Smith salió, dos de los
nuestros ya habían comenzado a andar; yo y mi otro compañeros esperamos unos instantes
antes de seguir al hombre. Bajamos los cinco por South Street hasta llegar a la
estación de los ferries de Brooklyn, y allí el oficial atravesó diagonalmente
la explanada hacia Battery, en donde nosotros lo alcanzamos.
El hombre se paró en seco, interrogante y muy
nervioso.
—¿Te acuerdas de Etanislao Brai, compañero? —preguntó
el que había hecho pareja conmigo.
El de pronto se echó a reír estrepitosamente,
como si se considerase entre amigos:
—¿Compañero, eh? Caramba, costó un trabajo del
demonio,
pero
ese pañol de máquinas vale un capi...
No dijo más; el black-jack trabajó unos
instantes. Después el oficial con su uniforme impecable, se balanceaba en el
farol.
Hasta el día siguiente, es decir, el cinco de
noviembre, la noticia sensacional no cimbreó en el aire como una espada sacada
violentamente de su vaina: por segunda vez apareció el cadáver del oficial
maquinista William Smith, esta vez el verdadero, en el pañol de máquina del
«Monte». Por error ajusticiamos a nuestro compañero, que se había disfrazado de
oficial para poder salir de los muelles después de la hora reglamentaria, una
vez ejecutada la misión que se le había confiado.
La aversión que desde entonces le tomé a la
justicia terrorista hizo que se me
expulsase de la I.W.W.
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