Fernando Tarrida del Mármol
Ven,
muerte, tan escondida
Que no
te sienta venir,
Porque
el placer de morir
No me
torne a dar la vida.
Cervantes
La muerte en sí no existe. La cantidad de
materia, la cantidad de movimiento, son constantes; no sólo no mueren, sino que
también son invariables. Lo único que ha hecho, hace y hará eternamente la
materia del mundo infinito, es transformarse por efecto de las infinitas
combinaciones de que son capaces los elementos que constituyen el mundo
material.
Al pasar un cuerpo de orgánico a organizado,
se produce la vida; al pasar de organizado a orgánico o mineral, se produce eso
que llaman muerte.
Si no estuviéramos profundamente convencidos
de que Dios no existe, creeríamos en él sólo por el hecho de existir ese
benéfico fenómeno que los sabios filósofos ignorantes designan con el
terrorífico nombre de muerte.
¡Loada sea la muerte! Ella pone fin a
nuestros sufrimientos, ella preside a las transformaciones incesantes de la
materia, ella hace desaparecer los seres vetustos para dar origen a los nuevos,
ella es el instrumento de la selección natural, fuente de todo progreso, ella
es la dulce amiga que nos hace desaparecer del rudo combate cuando ya ansiamos,
o cuando menos necesitamos un reposo relativo. ¡Loada sea la muerte!
Bendecimos a la muerte, y no deseamos morir.
Deseamos, al contrario, vivir largos años
para seguir luchando y ser un soldado más en el momento de la pelea. Pero no
nos hacemos ilusiones. Comprendemos que cuando el sufrimiento físico aniquila
nuestro organismo, sería terrible que este sufrimiento no tuviera un término
determinado precisamente por la intensidad del dolor, y la idea de la muerte
nos consuela. Comprendemos que cuando los órganos ya gastados de nuestra
máquina animal se hallan estropeados por el uso, sin más esperanza que el estropearse
más cada día, sería terrible que una eternidad inflexible nos atara a esa rueda
infernal de podredumbre. Comprendemos que ínterin no venga la igualdad social
durante la vida, la dulce amiga lleva ya resuelto el problema sociológico desde
largos años, igualando bajo su rudo golpe a nobles y a plebeyos, a parias y a
magnates.
Cuando al cabo de un día pesaroso, el cuerpo
fatigado descansa en brazos de Morfeo, es aquel sueño una delicia tal que al
despertar y entrar de nuevo en posesión de nuestras penas, sentimos hondo pesar
porque aquel feliz estado de reposo no se ha prolongado. ¡Loado sea el sueño!
¿Y la religión, que pretende eternizar el yo, quiere que se la llame consuelo?
¿Y Dios, que eternizaría el sufrimiento en los infiernos, ha de ser reconocido
como archivo de bondad?
La muerte es el sueño para no despertar.
¡Loada sea la muerte!
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