Arístides Fernández
¡Las cosas raras! Me acuerdo cómo murió Samuel Grant, fue algo extraño, inexplicable.
Samuel era inglés y bebía como un bruto; siempre estaba borracho.
Por desgracia para él aquella noche nos encontramos en un bar; aquella noche fue la última de Samuel Grant.
De pie ante el mostrador estuvimos tomando copa tras copa, insensibles al tiempo. A las tres, hora en que cerraban el bar, nos pusieron en la puerta. Los dos, borrachos como cubas, una borrachera alegre, risueña.
Cogidos del brazo anduvimos por los dormidos portales. La noche había refrescado y no se veía un ser por las calles, acaso algún somnoliento policía.
La luna, de color de queso, seguía nuestros movimientos con algo trágico en sus rayos apagados por la neblina que caía sobre la ciudad.
Las bombillas eléctricas jugaban ante mis ojos. Caminamos largo rato, vagando por intrincadas callejuelas hasta que nos extraviamos, tan borrachos que de nada nos dábamos cuenta.
La aurora comenzaba a teñir el cielo cuando fuimos a dar en una plaza -así lo creía yo al principio—. Algo así como un patio inmenso, cruzado por líneas férreas.
Vagamente pensé que estábamos cerca de la estación del ferrocarril; pero en aquella maldita noche yo no podía pensar mucho.
El silbido de una locomotora sonó lejano. A lo lejos el reflector de un tren iluminó el terreno; el punto luminoso marchaba hacia nos otros, el ojo eléctrico se acercaba; un estremecimiento, un jadeo de bestia monstruosa llenaba el aire.
En la semiclaridad que precede a la mañana, vi que Samuel caminaba unos quince pasos delante de mi vacilante persona. En ese momento me senté en el suelo con la intención de abrochar los cordones del zapato izquierdo, que en mi dudoso andar los iba pisando. Verdaderamente, no me acuerdo si fue el izquierdo o el derecho; pero para el caso es lo mismo. La tarea era difícil dado mi estado.
La locomotora se acercaba despacio, Samuel caminaba en la misma dirección, dándole las espaldas al monstruo de acero. El suelo era una red intrincada de vías, una maraña de cintas de acero.
Samuel Grant caminaba por los polines de la línea paralela a la que ocupaba el tren; de eso estoy seguro. En los momentos en que yo recogía los cordones de mi zapato vi cómo Samuel volvió la cabeza y se cercioró de que la locomotora pasaría muy cerca, pero sin peligro para su persona. Yo juro por todos los dioses que vi claro, a pesar de mi borrachera, que la vía ocupada por mi amigo estaba libre de todo peligro. ¡De eso estoy seguro!
Lo que después pasó fue obra del diablo.
En los momentos en que el tren iba a cruzar por el lado de Samuel bajé la cabeza, intentando hacer el lazo de mi zapato. No había aún terminado de bajar la cabeza cuando míster Grant lanzó un grito desgarrador; sentí que un cuerpo era lanzado contra el suelo primero y triturado después, por las poderosas ruedas; sentí los frenos de aire chirriar sobre las llantas; sentí la imprecación que lanzó el maquinista; sentí el resoplido de la bestia detenida en su carrera. En el aire vibraron gritos y maldiciones. Varios hombres corrieron, parecían fantasmas con los faroles colgados y bamboleantes en las manos.
Samuel Grant era un pingajo, un ser descoyuntado, informe, entre las ruedas salpicadas de sangre y residuos blancos.
El maquinista juraba que aquel hombre caminaba por la otra vía; yo también lo juré y me llamaron borracho. Y hoy sigo jurando que todo fue obra del diablo, que quiso me encontrara aquella noche, para su perdición, con Samuel Grant.
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