Virgilio Piñera
Uno se levanta todas las mañanas diciéndose
que ya no puede más con esos artistas, con esas pláticas, con esas
exclamaciones, con uno mismo; que basta ya de Arte, de Belleza, de Sacrificio,
de Rigor, de Seriedad; que no hay tal predestinación, tal éxtasis, tal
destino...; que somos fracmasones del arte, ¡qué horror!: yo te muestro y tú me
muestras, y todos se muestran; que la meta está próxima, que llegaremos, ¡cómo
no!, ¡no faltaba más!
Finalmente me digo que se nos ha hecho una
sucia jugada, que no hay tal arte, y estamos condenados por saecula saeculorum
a seguir una sombra, cuyo cuerpo real y propio, nada tiene que ver con el
triste uso y mistificación que hacemos de la misma.
Bueno, me digo todo esto y mucho más, me pongo
en sumo grado enérgico. ¿Y qué ocurre entonces? El resto del día me lo paso en
artista, sacrificado, como un perro, buscando y diciendo que encuentro, gozando
y extasiándome, y creyendo y esperando, sustituyendo los gastados ídolos por
otros relucientes, enviando cartas, estando al corriente, pensando en la mente
universal, en las obras de arte ya escritas (conservadas o perdidas) y en las
por escribir. Toda una vasta red de comunicaciones: No estamos solos. / Nos une
la mente universal. / Seguiremos informando. Después, los pequeños paréntesis:
por ejemplo, cuando nos burlamos del artista que está un grado por debajo del
nuestro. Lo consideramos perdido sin remisión, pensamos "que no llegará",
hasta decimos que "es delicioso", medimos la distancia que nos
separa de él, y con crueldad nos ufanamos de los pasos que aún le faltan. El
día transcurre disfrazado de artista.
El arte se parece a las piedras preciosas.
Creemos que tiene un valor en sí, que es moneda corriente y cheque al portador;
creemos que abre puertas, perspectivas, que nos salvará del hambre de belleza o
nos otorgará la posteridad. Es entonces que lo perseguimos, nos lo pasamos de
mano en mano, creemos ver ladrones por todas partes y lo encerramos en una
vitrina o en una caja fuerte. He ahí lo terrible, nuestro mortal error: hemos
encerrado al arte dentro de nosotros mismos. Nadie lo considera por un instante
como la piedra que en la selva pierde su condición de preciosa y se queda
solamente en piedra; piedra que, no obstante, es preciso conservar como peso
muerto, pero que podrá ser valiosa en cualquier momento, sin que sepamos cuándo
ni dónde, sin que nos propongamos tal valor ni por él nos sacrifiquemos. Una
piedra que, no tiranizándonos en nada, podremos hasta trocar por un puñado de
arroz.
Todos sabemos que el arte es el primero de
entre los grandes y nobles mitos del hombre; pero muchos ignoran que ese mito
vivificante, que puede adoptar la forma de un poema, que puede ser música,
puesta de sol, cuerpo, canto de pájaro, tela de pintor, y tantas y tantas cosas
más, tiene hoy un nombre propio: Arte, y que por dicho nombre y en dicho
nombre, y no por lo que encierra, se vive y alienta hoy; se vive y alienta por
un nombre que depara el destino menos artístico de los destinos, la obra más
extrartística de todas las obras.
Y es que nuestro siglo se ha envenenado tanto
con lo "artístico" que sólo mira del arte su valor
convencional. Hoy el arte es una letra de cambio que se hace efectiva. Así como
los diamantes significan mucho más para el joyero que para la dama que los luce
o el ávido que los contempla tras el vidrio, así también el arte es más valioso
para los "artistas" que para el simple público. Hoy
el arte es una criatura sagrada, se le protege, se habla de él con unción,
temor y esperanza; consideramos al arte como una especie de Abraham que va a
darnos la suprema oportunidad de convertirnos en un hijo suyo, que deberá
sacrificar... Nos hemos preocupado tanto con el arte, a tal grado de excitación
hemos llegado que ya no nos percatamos (¿nos percatamos?) de algo gravísimo:
nuestros desvelos por el arte lo han convertido en algo personal y manejable;
hoy el arte es una persona más en el mundo de las personas, una potencia en el
mundo de las potencias; con él hay que pactar, discutir; le hemos erigido sus
palacios, creado su lengua propia, su telégrafo de señales, y levantado
capillas de las que somos los oficiantes. Y pregunto: ¿nadie se da cuenta de
que la mutación del arte en escenografía supone automáticamente la muerte del
mito? Pero he hablado de escenografía y no nos queda otro remedio que entrar en
la casa del pintor.
Es allí donde el arte ha sido obligado a
causar mayores estragos (vean los lectores que digo "ha sido obligado").
No bien hemos traspuesto sus umbrales, nos vienen a la cabeza dos viejas
expresiones de la jerga teatral. Son éstas: mise en scène y deus ex machina.
Así es la casa del pintor: a) una decoración fija y sucesiva; b) cuatro o cinco
efectos (hoy diríamos trucos) durante la representación. Si al final usted no
ha vomitado, psíquica o físicamente, es debido a esas viejas nociones de
educación y respeto, o pura y simplemente porque también está usted inficionado
del mal.
Enseguida comienza la farsa. Se "pasa" el primer cuadro y los actores entran en juego. Aquellos que
"ven" la obra lanzan exclamaciones. Exclamaciones que obedecen a
toda una convención. Si alguno de los asistentes dice una ya archivada, hará el
ridículo; otro se "lucirá" si dice a tiempo la de moda. A
su vez le llega el turno al pintor, que además de pintar, sabe también
departir: explica su cuadro, la técnica que siguió en su ejecución, los juegos
de luces, la distribución de masas, el espacio ganado y el espacio perdido, los
planos... Con los planos el pintor tiene una brillante oportunidad; se detiene
en los planos, cree extasiar a sus oyentes, a su vez los oyentes creen que se
extasían porque todos ellos pertenecen al País del Arte. Entonces se llega a
los detalles. Y los detalles hacen multiplicar y quintaesenciar las
exclamaciones: ¡Ah! ¡Oh! ¡Estupendo! ¡Estupendísimo! ¡Qué cosa! ¡Notable!
¡Maravilloso! Y como el pintor sigue encontrando detalles, y como ya también
los encuentran los invitados, ocurre que el cuadro se vuelve un detalle; y como
el detalle lleva al detalle, todos se dan a encontrar un detalle en lo que les
rodea; la casa se hace detalle, detalle los seres allí reunidos, la vida
detalle y... ¡horror!, el arte, un detalle, lleno él mismo de graciosos y
suculentos detalles.
Perdonadme este exabrupto del humor: lo hago a
fin de evitar las lágrimas... ¿Es que nadie percibe que el arte no resiste la
simulación? ¿Es que alguien puede –como dice Gombrowicz– conmoverse sin
conmoverse y decir que comprende sin comprender? Y cuando tales equívocos se producen
¿no debemos pensar que ciertos artistas se arrancan su cara real y propia para
ponerse la cara del arte?
A estos enmascarados el arte se les vuelve más
y más importante, más y más imperioso, pues sólo queda al que perdió el hilo de
su existencia, la pasividad de la adoración. En la base de todo sentimiento
religioso está la adoración, pero el arte no es adoración sino acto. ¿Cómo
podría hablarse, pues, de la religión del arte? No sé si está claro que las
fronteras que separan el arte de la religión, son las mismas que separan la
existencia inmediata del hombre –la que vive con los años que va a tener de
vida– de esa otra existencia mediata, problemática que es la inmortalidad del
alma y la vida eterna. La religión es un dios que exige creciente adoración;
ahora bien, toda adoración es ciega, abismal y pasiva. Pero lo contrario del
arte es ser lo menos adorable: allí donde se le erige un altar, donde se le
rinde culto, se presenta como todo menos como arte. Él no quiere que el artista
lo adore –esto lo convertiría automáticamente en sujeto pasivo– sino que quiere
adorar, esto es, devenir sujeto activo, mediante, podría decirse, una
hipóstasis. Porque el que adora olvida que pierde soberanía. La pierde el que
acepta un jefe, el que se anega en Dios, el que adora el arte... La vida, en
general, es pérdida constante de soberanía: dependemos siempre de alguien, algo
nos limita y conforma en algo que está fuera de nosotros. Y lo único que puede
hacernos soberanos es la medida de nuestra propia existencia, lo que podemos
sacar de dentro a afuera y administrar como propio. Ahora bien, el arte sólo es
tal en cuanto refleja nuestro paso por la tierra. Quisiera dejar grabada en la
mente de los habitantes del País del Arte esta sencilla verdad: no es el arte
quien nos hace artistas sino que somos nosotros quienes ponemos sobre un plano
artístico nuestra propia existencia. Y otra verdad inobjetable: el arte de los
demás –el del vecino, como el del clásico o el del autor de moda– poco tiene
que ver con nuestro íntimo problema humano. No es leyendo a un artista que voy
a volverme artista, no es por estar a tono, por estar al tanto, por imitar o
ser sutil, por hablar el lenguaje del arte, que seré artista. La aspiración
–muchas veces secreta, otras expresa– de estos habitantes del País del Arte, es
el llegar a escribir o a pintar como un Kafka o un Picasso. La obra de los
grandes artistas se les ha convertido en una meta, pero meta trágica: el
demonio de la imitación se hace pagar con el alma del que imita.
Decía antes que el arte es acción y la
religión adoración. En tanto que el hombre actúa, no está sujeto a la
imploración. Se implora porque se quiere algo que no está en nuestras manos. El
hombre que acude ante su dios, lo hace movido por la impotencia de obrar ante una
situación que se le resiste. Por eso, cuando los artistas se preocupan
demasiado del arte, cuando le imploran y a él se abandonan, hablan
constantemente del mismo y de su importancia, en fin, cuando se convierten en
súbditos suyos –súbditos del País del Arte– es que han perdido la facultad de
actuar por sí mismos, el problema a resolver ya no está en sus manos y tienen
que implorar al arte que se los resuelva. Pero contrariamente a la religión, no
está en ese Arte con mayúscula la posibilidad de resolver tales problemas,
siendo, como es, un movimiento engendrado por la facultad creadora del hombre.
Entonces, ¿a qué imploran estos adoradores? Al fantasma del arte, al antimito
que ellos han engendrado con sus convenciones, sus señales, sus códigos, sus
genuflexiones y malentendidos.
Consecuencia natural de esta postura es el
desdén y horror que experimentan estos súbditos por todo lo que, en materia de
arte, se presenta como extrartístico. A los ojos normales, lo extrartístico es
noción bien difícil de concebir. ¿Se puede conocer lo artístico y lo que no lo
es, por otro camino que no sea el del proceso creador? Ellos afirman que sí, y
con infalible ciencia separan la paja del grano... Tienen una zona que
llamaríamos en términos un poco militares "zonas
de seguridad": en ellas está lo
que se puede tomar y decir del arte sin despertar graves sospechas; en dicha
zona nadie, por ejemplo, utilizará para la factura de un verso la palabra luna
o la expresión al claro de luna, como tampoco ninguno será tan infantil o poco
avisado para insertar en una de sus composiciones, digamos, la palabra chivito
o la frase un chivito saltarín. En el primero de los dos ejemplos se le
acusaría de arcaico; en el segundo, de ingenuo, o lo que sería mucho peor, de
poco artista. De esto se sigue que, para los habitantes del País del Arte, la
materia requerida para sus obras se convierta en uno de los problemas más
difíciles. Si no pareciera una paradoja, se podría decir que deben buscar una
materia previamente artística para sus creaciones artísticas. Esto es el colmo
de la locura o de la desdicha; pero es una amarga realidad en nuestros medios
cultos. Hasta un ensayista, formalmente el menos artista de todos los artistas,
se preocupa tanto por la forma artística de su ensayo, que sacrifica el asunto
en sí a la mera palabra. Podréis matarlo, pero no descender de la "altura" en que se encuentra cómodamente instalado. ¡Tan
cómodamente...! Como que parte de ese dudoso presupuesto que es toda misión. "Yo soy un misionero del arte". "Yo deberé plantar la bandera del arte en aquel picacho..."
Jamás el verdadero artista habló de una misión
que cumplir, pues: ¿no era él mismo dicha misión? El artista es una persona
privada que pasa a ser pública, en virtud de una universalización. Pero los
adoradores, los misioneros pasan, como consecuencia de su apostolado expreso,
de personas públicas a privadas. Esto es, se da en ellos una progresiva
reducción de los elementos vitales. En ese momento se han convertido en el
anónimo vecino de la anónima calle.
Y punto final. Temo que haya muchos vecinos y
muchas calles. Sin embargo, no quedaría fuera de lugar esta inocente
terapéutica: "No es el arte
quien nos enriquece, sino que somos nosotros quienes lo enriquecemos a él". Teniéndola muy en cuenta,
eludiremos soberanamente la estéril residencia en el País del Arte.
Buenos Aires, 1947
Tomado de Poesía y crítica, México, D. F., Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 135-140.
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