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domingo, 12 de agosto de 2012

El arte de graznar





 Rolando Sánchez Mejías


 1

 En 1957 el poeta y crítico cubano Cintio Vitier escribió un grueso libro: Lo Cubano en la poesía. El libro había nacido de una vehemencia moral: era un estudio acerca de las relaciones entre poesía y patria.
La tesis del autor, según sus propias palabras, puede resumirse así:

1. La poesía va iluminando al país;
2. lo cubano se revela, por ella, en grados cada vez más distintos y luminosos;
3. primero fue la peculiaridad de la naturaleza de la isla;
4. muy pronto, junto con la naturaleza, aparece el carácter: el sabor de lo vernáculo, las costumbres…;
5. luego empiezan a oírse las voces del alma;
6. y finalmente, y sólo en momentos excepcionales, se llega a vislumbrar el reino del espíritu: del espíritu como sacrificio y creación.

El libro acomete su larga empresa de crear el Canon Poeticus Cubensis. Y lo logra. Casi lo logra, entre otros argumentos, ejerciendo la exclusión.
En la décimo cuarta lección, al referirse a uno de los poetas estudiados, dice que éste no había sabido captar “el gnomon o número invisible de la forma”; que sólo había sabido captar Las destrucciones; y que había convertido a Cuba en “una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera para festín de existencialistas”.
Se refería a Virgilio Piñera.

2

Todo hombre grande está condenado a lanzar su anzuelo en aguas que no ve. Y si las aguas son oscuras, la grandeza del hombre grande se multiplica.
Lezama era un escritor tan pero tan grande que cuando lanzaba el anzuelo traía de todo: vasijas griegas, numerologías, manatíes atolondrados, Eras Imaginarias, sillones de mimbre, cerveceros bávaros, puestas de sol, gatos térmicos, francesas zarandeadas por chinos chillones…Y también: la Patria.
Pero la Patria siempre le quedó chiquita a Lezama. Y esa fue su suerte. (En el fondo, Lezama aspiraba más a la Matria que a la Patria.)
Lezama tenía algo de domine: todo hombre grande tiene algo de domine. Lezama trató de organizar la idea de Patria –de edificar su propio constructo patriótico, el lugarcito donde todos queremos morir– según su Sistema Poético.
Entonces organizó el fenómeno (grupo y revista y estado-del-alma) Orígenes. Allí se escribieron grandes páginas literarias. Y se pergeñaron, también, tesis como las de Cintio Vitier.

3

No hay mejor enemigo para un poeta que sus propios poetas contemporáneos. Tal vez “la angustia de las influencias” no se viva de forma tan angustiosa en relación con el pasado que con el presente. Se puede soportar con ganancia estoica una influencia que se sostenga en el tiempo. Se dirá que es en nombre de la Literatura o de cualquier otro ardid platónico. Pero el peso de un contemporáneo se lleva con ingratitud masoquista. Y este tipo de influencias tiene más la impronta de una batalla que se celebra en el caótico paréntesis  de la vida que en los majestuosos órdenes de la Cultura.
Lezama y Virgilio. El Gordo y el Flaco. El escritor y el anti-escritor. El hombre de letras y el bufón de barrio. El primero: un tonel jadeante que gozaba con el viaje de la sala a la cocina. El segundo: un aguilucho feo que picoteaba lo que se encontraba a su paso. Lezama amaba citar a los griegos. Virgilio hacía el elogio de los tuertos. Lezama escribió una novela enorme, barroca, descomunal en sus propósitos. Virgilio cuentos muy breves, casi sin énfasis literario (entre ellos dos o tres de los mejores cuentos cortos que se han escrito en América). Se odiaron en público y en silencio. Fueron grandes amigos. Y cada uno se dejó influir ladina, secretamente por el otro.

No creo que Lezama, al final de su vida,  hubiera podido escribir estos versos sin Virgilio:

Cuando el negro come melocotón
tiene los ojos azules.

Y Virgilio rozó el “gnomon” lezamiano en fragmentos así:

vi a Casal
arañar un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo con tal vehemencia
que sus uñas se rompían,
y a mi pregunta ansiosa respondió
que adentro estaba el poema.

Cuando Lezama murió, Piñera quedó sin su Enemigo. Entonces escribió:

Por un plazo que no puedo señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.

4

Si un prosista escribe poemas siempre se sospecha de él. La sospecha tiene su fundamento: que la prosa no es poesía. Y este fundamento -por otra parte banal-, es precisamente lo que hace que un prosista escriba poesía en vez de prosa.( Decía Valéry que el poeta es aquel que multiplica todo lo que separa al verso de la prosa. Pero el movimiento contrario –simplificar las diferencias– no carece de misterio.) Y que la escriba bien, tan bien como la prosa, como es el caso de Lezama, Goethe y  Jorge Luis Borges.
Pero de los tres mencionados pudiera decirse lo mismo: que poseían, en general, una mente poética. Una mente que se servía del lenguaje, en cualquier caso, para propósitos sublimes.
Que tras el mundo más o menos organizado de su prosa se alzaba una abstracción mayor.
Piñera carecía de sublimación lírica. Por eso no podía ver “el gnomon”, el “número invisible de la forma”.
Tampoco poseía ese oído especial con el que se han escrito los mejores (y los peores) versos en español.
Un feo aguilucho desafinaría horriblemente en medio de la magnificencia del idioma español. En cualquier caso graznaría, graznaría como un cuervo.
Y eso fue lo que hizo el aguilucho: graznar.

5

Cuando en 1961 en un salón de la Biblioteca Nacional de Cuba un Comandante le dijo a la intelligentsia cubana lo que podía o no escribir se hizo silencio.
Alguien se levantó y dijo que tenía miedo. No era un intelectual. Nunca le había interesado ser un intelectual. Si hubiera sido un intelectual hubiera tenido palabras para erigir su miedo en nombre de alguna redención.
Dijo. O graznó:
–Tengo miedo.
Y sí que tenía miedo. ¡Cómo temblaba el pájaro de cuentas! Y cuando dijo que tenía miedo, él, tan poquita cosa para aquellos nuevos tiempos, se fue derrumbando, despacio, muy despacito, y no volvió a abrir el pico en lo que le quedó de vida.

6

Para exponer su miedo, Lezama hubiera apelado a la civilitas o al credo qui absurdum. Lezama no era tampoco un intelectual en el sentido bélico del término pero hubiera razonado como un intelectual, al menos como un intelectual de la Edad Media. Supongo que la ciudad, la polis, tenía para él algo de ludus sacra. Pero Lezama no iba a ese tipo de reuniones. Era demasiado gordo como para moverse al compás de las aceleraciones históricas en la ciudad. Y además, demasiado astuto para cometer errores de mala ubicuidad.
Piñera, ligero como una pluma, se movía a toda velocidad. Pero era la velocidad del eterno desplazado. No tenía esa prestancia tan francesa o latinoamericana –Sartre, Octavio Paz, García Márquez—como para querer colocarse en la vorágine de la historia. La historia nunca acepta tratos con hombres tan ligeros, a no ser para llevárselos por carambola, por pura equivocación, en alguno de sus remolinos.
Virgilio era un chismoso como Lezama; pero ejercía la maledicencia de otra manera. Lo que veía y oía era materia directa para su espíritu, qué digo para su espíritu, para su carne. Lezama era un guasón, un gordo asmático y burlón y seguro que le preguntó a Piñera al día siguiente de la monserga en la Biblioteca Nacional:
– Querido, (jadea) dicen, (jadea) que lo vieron, (jadea) en el foro, (jadea), defenestrado (jadea)  manu militari (jadea).
Y Piñera seguro que le contestó:
–Sí, Lezama. Y me cagué en los pantalones.

7

Lo que veía y oía era materia directa para su carne. Pero no era un escritor “realista” (en el sentido más estrecho del término). Su cuento “En el insomnio” aparenta haber sido escrito desde alguna “voluntad de realidad”:

El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarro. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revolver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

Un escritor “realista” hubiera podido escribir todo el cuento excepto las últimas dos líneas.
Líneas que, por otra parte, no asegurarían la inclusión de Virgilio bajo las nominaciones del “absurdo” o de “lo fantástico”, como han hecho en general los críticos al referirse a su obra.
No creo, tampoco, que esas dos últimas líneas sean producto de alguna “voluntad de estilo”: Piñera no era precisamente un estilista en el sentido burgués del término.
Si Piñera hubiera sido un escritor “realista” la “escuela realista cubana” lo hubiera utilizado sin dilación. Pero los narradores “realistas” cubanos de estos últimos treinta años nunca han dicho estar influidos por Piñera. Y cuando lo han dicho, ha sido para confundirse todavía más a sí mismos.
Los escritores “realistas” cubanos introdujeron en su estilo mecánico la realidad investida de Historia que se celebraba afuera: suponían que empleando las frases cortas de Hemingway, o dilapidando a los rudos cosacos de Babel en sus murumacas narrativas, la historia les daría el espaldarazo redentor. Y este fue su error: hacer de la realidad una extensión de la Historia.
En manos de un escritor “realista”, a un cojo o a un manco de Piñera no creo que le falte la misma pierna o la misma mano.
Respecto a la poesía, cualquier ingenuo pudiera pensar que eso se logra cortando la prosa como si fueran versos. Los versos de Piñera dan la idea de que pueden ser escritos por todos. Son los versos más democráticos del mundo. Parecen los versos de un niño. Pero de un niño malvado. Pero de un niño esencialmente malvado.



8

Un miércoles de 1954 Witold Gombrowicz anota en su Diario:

«Virgilio Piñera (escritor cubano): – ¡Vosotros los europeos no nos tenéis ninguna consideración! No habéis creído jamás, ni por un momento, que aquí pueda nacer una literatura. ¡Vuestro escepticismo en relación con América es absoluto e ilimitado! ¡Inamovible! Está oculto tras la máscara de la hipocresía, que es una clase de desprecio aún más mortífera. En este desprecio hay algo despiadado. ¡Desgraciadamente nosotros no sabemos responder con el mismo desprecio!»

Sigue observando Gombrowicz:

«Un arrebato de ingenuidad americana; los tienen las mejores mentes de este continente. En cada americano, aunque haya tragado todas las sabidurías y haya conocido todas las vanidades del mundo, siempre queda oculto el espíritu provinciano que en cualquier momento puede estallar en una queja infantil». Y le recrimina a Virgilio: «–Virgilio, no sea usted niño. Pero si estas divisiones en continentes y nacionalidades no son más que un desafortunado esquema impuesto al arte. Pero si todo lo que usted escribe indica que desconoce la palabra «nosotros» y que sólo la palabra «yo» le es conocida. ¿De dónde le viene entonces esta división entre «nosotros, los americanos», y «vosotros, los europeos»?»

En esos años Gombrowicz se halla embarcado en una lucha difícil: por un lado, recrimina a los escritores argentinos que escriben como «buenos alumnos». Se burla de Borges y de Sur en general: les adjudica la condición de «hombres de letras», rebajando la condición a la categoría de amanuenses aristocráticos. Asegura que Borges pudo haber nacido en cualquier parte del mundo. No advierte que Borges, en realidad, nació en cualquier parte del mundo. Si la literatura es la verdadera Patria del escritor, veremos que Borges creó una Patria donde se podía mover libremente. Inventó una escritura «clásica» que era como un pasaporte en regla para moverse libremente por la República Internacional de las Letras. Que lo enterraran en Suiza corrobora la intención de su programa. Programa que hoy prosigue la Kodama divulgando con ejemplar pathos y dedicación la obra y personalidad de Borges.

9

Gombrowicz había nacido en Polonia. Que se ensañara con la «forma nacional » polaca explica parte de la incomodidad que sentía siendo polaco. Le recrimina a la literatura polaca su fe, su civismo, su patriotismo y entrega… Su falta de realismo. Sobre todo: su falta de realismo, realismo que sólo encuentra entre las hilachas de la mala literatura polaca. La mala prosa polaca no soporta por mucho tiempo la mentira. Gombrowicz escribe mal. No escribe como Borges. Escribe sudando, trastabillando con la realidad. Escribe como quien corta la prosa en irregulares longanizas, como en el inicio de Kosmos:

«Sudor. Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Polvo. Nos arrastramos. Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más.»

Se parece un poco a Beckett en el sentido de que para ambos la realidad es el lugar donde la lógica libra su campo de batalla. Si Joyce quiso restaurar la realidad de la literatura –Joyce es el gran Restaurador de la Literatura: lo vemos corriendo de un lado para otro, restaurando las grietas que deja la realidad en el lenguaje, edificando su Muralla China del Lenguaje–, Beckett y Gombrowicz adoptan la devastación, la despoblación, como emblema. Abren huecos por donde pasó el irlandés enloquecido.

10

Piñera también escribe «mal». Lleguemos a tal conclusión antes de que los restauradores de la República de las Letras de Cuba se salgan con la suya diciendo que, de tanto escribir «mal», Piñera es un buen ejemplo para escribir «bien». Ya andan imitando a Piñera en Cuba y el experimento no funciona. Porque para escribir tan «mal» como Piñera hace falta algo más que escribir «mal». Incluso para escribir tan «mal» como Piñera, y como Roberto Arlt, hace falta un endemoniado talento, y eso lo confunden los advenedizos a Piñera: confunden la pose con la lengua, el chisme con la literatura, la digresión con Proust. Como confunden de la misma manera a Lezama sus advenedizos, simulando algunas propiedades del hombre: la demasía verbal, la gordura o la insularidad.
El poeta cubano Antón Arrufat (un restaurador de Piñera) dice en su prólogo a los Cuentos completos de éste:

«Es mediante el lenguaje que Piñera naturaliza sus ficciones. Parece en esto seguir el consejo de Stevenson de narrar con inalterable naturalidad los más fantásticos argumentos.»

¿Y quién dijo que Stevenson y Piñera narran con inalterable naturalidad los más fantásticos argumentos? Dejemos esa naturalidad a los escritores clásicos, que por otra parte no existen: no hay estilo perfectamente natural. Ni Dante, ni Shakespeare ni Balzac son clásicos. Ya Chesterton, refiriéndose a Stevenson, comparándolo con Poe, había descrito su técnica como pobre, débil, tensa y activa. Y prosigue: «Si da la impresión de que sus palabras son elevadas, de que cuida su estilo, es porque ante todo está muy despierto, muy vigilante… En resumen, las cosas que le gustaban eran casi siempre cosas verdaderas y, por regla general, se evidenciaban por sí mismas bajo la luz del sol.»

A Piñera parece que le gustan las cosas verdaderas pero en realidad no es así: no le gusta la verdad que hay bajo la luz del sol. La realidad, para Virgilio, es fea, y ridícula. Es fea y ridícula por naturaleza; por inclinación intrínseca de la naturaleza hacia el mal; fea y ridícula porque sí. Porque le da la gana, diría Piñera, eludiendo algún régimen ontológico como respuesta; porque Piñera no sabe pensar, para eso tiene a su hermano el Filósofo, Piñera Llera, para que piense. El afeamiento y ridiculez de la realidad, para Piñera,  no proceden de la política. La política no la haría más fea y ridícula de lo que es. Un cuento como La carne puede ser leído de igual manera en cualquier escenario cubano: lo cursi cubano, en sí mismo, es tanto republicano como totalitario.  Tampoco las palabras de Virgilio, en sus cuentos, son palabras elevadas, ni siquiera vigilantes. En un mundo de fealdad y ridiculez total la vigilancia es un gasto. Los feos personajes de Stevenson siempre son salvados por detalles estimulantes que redondean su figura y la verdad especial que representan. Dice Chesterton:

«Durante largo tiempo la muleta de John Silver se presenta en el preciso momento y es casi demasiado verdadera para ser genuina.»

Demasiada verdad estropea la verdad de la literatura. Pero una verdad dicha a medias, esbozada, secreteada, marca el territorio de la literatura como un perro marcaría el suyo sin pensar en las consecuencias morales de su gesto. Virgilio no narra con inalterable naturalidad. Virgilio orina en su territorio, para que no entren Lezama, Guillén, Carpentier, los realistas cubanos, los otros, incluso los que hoy quieren penetrar en su territorio sin saber lo que han de perder como intrusos. Virgilio es un provinciano, como lo era Macedonio Fernández, pero desprovisto, Virgilio, de argumentos ontológicos siquiera para darnos literatura por metafísica. Virgilio le tira trompetillas a la metafísica y por eso parece natural. Cuando un personaje de Virgilio se presenta a escena, lo hace con muleta y nunca más la abandona, de ahí que necesite pequeños reductos literarios como el cuento y el poema, y no espacios mayores como la novela, donde sostener una muleta durante mucho tiempo puede costar caro. Virgilio escribe mal porque es provinciano, vitalmente provinciano. No encajó ni en Sur, ni en Orígenes, ni totalmente en Gombrowicz por las mismas razones que Reinaldo Arenas no encajó en ninguna parte, ni en la Habana ni en Miami. Su provincianismo les hizo escribir páginas memorables dentro de la literatura en castellano, y también les hizo escribir páginas deplorables. Estaban partidos no tanto por el hermafrodismo como por el provincianismo. Fueron escritores inconsistentes, necesariamente inconsistentes. Las peores páginas de Arenas son las páginas en que imita los juegos de palabras de Cabrera Infante. No hay peor cosa que un escritor «provinciano» imite a otro escritor «provinciano». Entonces sí se produce mala literatura. Mientras Cabrera imitó a Joyce y a Nabokov  todo fue bien (más o menos bien, leyó “mal” a Joyce y a Nabokov y uno se ríe, un poco, con el tropiezo), pues un escritor «provinciano» explota con sabiduría la lengua de un hombre de letras, como hizo Lezama con Góngora y Severo con Lezama. Pero el procedimiento tiene sus límites. La provincia tiene sus límites. Lo peor que le está pasando a la literatura cubana, hoy, es el uso inútil, ñoño, del provincianismo. Restringir a Lezama y a Piñera a una lectura nacional tout court es parte del desastre nacional del cual su literatura es sólo una mínima expresión. Imaginar una provincia como salvación o utopía. Qué horror, diría Piñera, el provinciano irrepetible.

11

La posibilidad de contar una historia, sin embargo, sugiere la posibilidad de ser feliz. Nadie que no pretenda ser feliz, aunque sea en la oscuridad de su infelicidad, se dispondría a contar una historia, a alzar su voz para un auditorio. Tolstoi prefirió las formas breves –La muerte de Iván Ilich, Amo y sirviente, El padre Sergio– para su tarea didáctica con la (in)felicidad. Se habla de Chéjov como del gran cuentista ruso del XIX, y se olvidan las terribles formas breves con que Tolstoi trató de reconfortar a su auditorio imaginando las formas felices de la muerte y la desesperanza. Piñera eligió las formas breves porque su fealdad y ridiculez eran las formas de la felicidad. Sus cojos son felices. Portan sus muletas como quien entra a la felicidad dando muletazos de alegría. También el infierno es el lugar de la posibilidad:

«Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos.» (El infierno).

Si la novela postula lo inconmensurable de la vida, como quería Benjamin, el cuento no es lo contrario, como podría suponerse: pues el cuento no le concede tregua al tiempo, el cuento no deja que se viva de él, el cuento, como el poema, es la sublimidad absoluta, la abolición de cualquier distancia, incluidas las vitales. Nadie puede vivir a la altura de un cuento, como nadie puede vivir a la altura de un poema; y sin embargo, aunque su gesto estuviera marcado por la imposibilidad eterna de la empresa, se puede vivir en términos de una novela.
El cuento es lo inconmensurable en sí mismo. No tiene marco propicio para existir. Está condenado al fracaso como género porque en un futuro será imposible pagar algo por un cuento. La muerte de Ana Karenina pesa más que la muerte de Iván Ilich en el mercado literario de valores.  Ambos pertenecen a la literatura pero de modo distinto. Los cuentos de Piñera –excepto dos o tres, los más programáticos, los más perfectos, como En el insomnio– no pertenecen a la literatura. Sólo en esto pueden parecer naturales. Como los de Macedonio Fernández, Ror Wolf, Felisberto Hernández, Lezama Lima, Calvert Casey, Robert Walser, no pertenecen al Mercado Literario de Valores. Nadie puede vivir a la altura de esos cuentos. No sirven ni para el metro ni para la oficina. Ni para los suplementos dominicales ni para las lecturas escolares. No pertenecen tanto al fracaso de la literatura como al fracaso de las vidas de aquellos que los escribieron. Y ese fracaso se huele cuando se leen. Robert Walser no puede contar una historia porque no hay historia que contar, porque la naturaleza, en sí misma, carece de historia que contar, y Robert Walser no es distinto a la naturaleza. Alrededor de la muerte de Iván Ilich ronda el propio fracaso de Tolstoi. Ese cuento huele a chamusquina, es el pellejo del propio Tolstoi Ilich el que arde, el que suda su muerte, como es el propio Piñera el que se corta una nalga para que todos comamos de ella en La carne.

(La literatura debe estar en otra parte, dice el lector asustado y huye de la barbería donde le afeitan el pescuezo.)

12

Un cuento de Piñera demora en ser leído un tiempo medio de 6 minutos. Los más largos, como El conflicto y El caramelo, unos 30 minutos. En el insomnio, tomado por el reloj, unos 25 segundos.  Pero por lo general uno lo lee por segunda vez: entonces 1 minuto. 1 minuto no es mucho tiempo.

13

En la literatura cubana hay varios antecedentes de Piñera: el poeta Zequeira, el novelista Miguel de Marcos, algunas páginas de Ramón Meza, una cuarteta de Martí y la Otra Parte de Lezama Lima: Lezama el Malo, Lezama Mr Hyde, Lezama el Guasón, Lezama desprovisto de su Sistema Poético. La prosa de Miguel de Marcos es la más cercana a la prosa de Piñera:

«Succionaba un pirulí. Absorto, silencioso, una lumbre de codicia y de euforia en el agua estancada de sus ojos, parecía extraer todos los éxtasis y todos los jugos de aquel empeño de su lengua y de sus labios, con el cual redondeaba el vasto caramelo insertado en una varilla.»

Es Fotuto, en la novela homónima, el que lame indolentemente el caramelo, y el doctor Borges (¡el doctor Borges!) le dice: «–Es inútil, muchacho. Tienes la edad del siglo. Estás aquí, en mi farmacia, hace tres meses, y no adelantas un paso. –Y añadió con aire de infinita compasión–: No te censuro. Es la lombriz solitaria que te consume.»

14

Hay la buena y la mala alegoría. De la segunda entendemos todo. De la primera también lo entendemos todo pero necesitamos que nos lo expliquen una y otra vez. Finalmente, todas las ficciones son comprensibles. Ningún embrollo puede pasar por buena literatura. El Finnengans Wake, de Joyce, podría entenderse perfectamente si le dedicáramos una o varias vidas a su lectura. Como nos recomendara un cabalista judío, sólo tendríamos que posar la vista con fijeza en las letras de las palabras todo el tiempo que se pueda –horas, siglos– y el sentido aparecerá. Alguna vez aparecerá. Brotará de golpe, como una fuente en medio de un parque yermo. Si uno fija la vista en la prosa barroca de Lezama un tiempo indefinido, las palabras se pondrán en movimiento. Con los cuentos de Piñera pasa todo lo contrario: su prosa no admite que la miren. Podría aplicarse a la prosa de Piñera la denominación de Poe sobre la alegoría:

«Una cosa es clara: si alguna vez una alegoría obtiene algún resultado lo obtiene a costa del desarrollo de la ficción, a la que trastrueca y perturba. Allí donde el sentido alusivo corre a través del sentido obvio en una corriente subterránea muy profunda, de manera que de no interferir jamás con lo superficial a menos que así lo queramos, y de no mostrarse a menos que la llamemos a la superficie, sólo allí y entonces puede ser consentida para el uso adecuado de la narrativa de ficción.»

Una a una, no cuentan sus palabras. Carecen de sentido, de espesor, como dicen los franceses. Juntas, en hilera, en prosa, producen peor impresión. Ningún heroico Flaubert podrá enmendarlas. Las que más brillan (caca, zapato, Coco, payaso, Monona, orinal, Pepito, pelos de punta, excretas, Belisario, hecatombizó, cake, igualito, bañadera…) brillan para nada. Son las marcas de un territorio para nada, lo cual responde a su singular estética del cuento.

15

Virgilio Piñera murió en 1979. Murió pobre. Se lo merecía. Había nacido y había vivido en la pobreza y nada hace suponer que la pobreza no fuera su hábitat. Apenas se le volvió a publicar mientras vivió. Su miedo le permitió seguir escribiendo pues aseguran que dejó unas veinte cajas de manuscritos. Apenas modificó su estilo. Un estilo menor, irregular, inconfundible. Algo así como un estilo patriótico si la patria nunca hubiera tenido nombre.


 Fotografía: Mario García Joya (Mayito). Virgilio repartiendo croquetas. 


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