José Lezama Lima
El nombre de Lydia Cabrera está unido para mí a ciertas mágicas asociaciones del Iluminismo. A las comisiones de botánicos franceses clasificando en los jardines bogotanos. A los doce de la piedra cúbica, en los sellos del Cagliostro. A los egiptólogos del período napoleónico, estableciendo las variantes de la clave veintiuna del Tarot. Al Barón de Humboldt, saboreando como filólogo y naturalista, la “Diomedea glabrata”, “flor de aquellas islas de corales, que sirven para fijar las arenas movibles enredándolas en sus raíces”. En aquella región donde el ceremonial se entrecruza con el misterio, desde el punto de vista de la morfología de las culturas, tiene la misma importancia, la recepción de Horace Walpole en casa de Madame Du Deffand, que la hecha en la Villa San José para recibir a Don José de Calazán Herrera, el Moro, gran babalawo abacuá.
El nombre de Lydia Cabrera está unido para mí a ciertas mágicas asociaciones del Iluminismo. A las comisiones de botánicos franceses clasificando en los jardines bogotanos. A los doce de la piedra cúbica, en los sellos del Cagliostro. A los egiptólogos del período napoleónico, estableciendo las variantes de la clave veintiuna del Tarot. Al Barón de Humboldt, saboreando como filólogo y naturalista, la “Diomedea glabrata”, “flor de aquellas islas de corales, que sirven para fijar las arenas movibles enredándolas en sus raíces”. En aquella región donde el ceremonial se entrecruza con el misterio, desde el punto de vista de la morfología de las culturas, tiene la misma importancia, la recepción de Horace Walpole en casa de Madame Du Deffand, que la hecha en la Villa San José para recibir a Don José de Calazán Herrera, el Moro, gran babalawo abacuá.
El refranero allegado por Lydia Cabrera tiene
la imprescindible nobleza de aclarar el cuestionario que debe situarse en la introducción
a nuestra cultura. La sabiduría de los dioses debe espejear en la de los
efímeros. Modelos en perspectivas imposibles son por lo mismo apetecidos desde
la infinitud, desde la no comprobable querencia. “Cuando Dios quiere mata al
brujo”. La raíz de ese espejeo es una esperadora ternura. Para salirle al paso
a la angustia existencialista, hay una misión, una marcha que se obliga a
extender como alfombra su propio método viandante, desde la gracia hasta la
paz. Aquí la sabiduría criolla coincide con la parábola oriental de la muerte
dormida a la orilla del mar, y el califa, que por huir de la muerte llega a los
confines playeros, donde aquella adormecida lo mantea y lo acoge. “Pájaro que
huyó morir por la mañana, por la tarde cayó”. No huir para no caer, deriva de
ahí un espléndido sentido criollo. Penetrar lo resistente, prueba de lo mayor,
es la alejadora señal sudorosa, pues la muerte teme ahogarse en el agua
trabajada que el hombre proyecta sobre la maldición.
El primer teocentrismo del refranero nos lleva
al sentido mágico del cuerpo, al animismo que exhala una sola sustancia
evaporada. Lleva el hombre al nivel de la hoja el sueño. En el jeroglífico botánico
la palma es el supremo dictado en la perspectiva. Crecida para dar el agudo del
valle, tiene que ser oída por encima de los guerreros, pero la ceiba es la
cintura horizontal, nuestro más profundo sentido de la anchura. “El que sacude una
ceiba, sólo sacude su cuerpo”. Cuerpo básico de hecatonquero, en los días de
excepción, se le supone un horno de transmutaciones incorporativas que requiere
el delirio de la divinidad posesionada, el crecimiento lento de los cantos y el
colorín rápido del gallo. Entre el paralelismo de la sabiduría de los dioses y
el refrán, del cuerpo como red de los prodigios, el hálito se lleva la palabra
con el acentón, con el porque sí de la sentencia, ganada por el grave de la
voz. “El pobre llora solo”, es como cuando el súbito de una oquedad se cruza
con un manteo vegetativo, donde rebota la palabra asegurando su validez. Es el
acentón. La gravedad de un refrán se iguala aquí con el de una sentencia de
Pascal. “Todo el mundo muere solo”. Grave de la soledad que cubre a la pobreza o
la muerte, ganada la sentencia por la lanza del acentón.
Habita el refrán un descubrir lentamente, sin
secuestrar el asombro. Nuestra curiosidad invade con lentitud la frase
sentenciosa, se extiende con reojo y timidez, al término de esa dimensión le vuelve
la regalía del asombro. “Tanto como sabe la codorniz y duerme en el suelo”.
Pero no el asombro vuelto sobre su identidad, sino el asombro de raíz, teocrático,
que ve en todo nacimiento un milagro como de respirada sorpresa. En el mundo
contemporáneo, el asombro se logra por el rápido a fondo de la intensidad, pero
el que necesita la sentencia refranera es aún más mágico, pues deriva de aquel
lento descubrir, como el diario asombro del despertar. “Buey que no tiene rabo,
Dios espanta su mosca”. Acerca con los ángeles y con Dios, pues asegura la
certeza y cariñosa vigilancia de nuestros días. Un distingo muy rápido con el aforismo
de William Blake, “Dios nutre al león”. En el de nuestro refranero queda más
alzada la querencia criolla, pues se cuida con exquisitez la escasa altanería
del buey. Blake disminuye su efectividad, en su aforismo, por darle paso a un
linaje de excepción, hecho de antemano por la principalía.
Después iremos otra vez a buscar excepción en
los aforismos de W. Blake. Pero ahora tenemos que llevar la delicia de nuestro
refranero a los monasterios de las más viejas sabidurías. Inclusive a “Las leyes
del Manú”. ¿Por dónde llegaba esa sabiduría, que parecía aunar lo eritrero y la
tradición taoísta? “Todo el cuerpo duerme, menos la nariz”. Qué delicia
encontrar en ese refrán de nuestra cultura, idénticas comprobaciones y
prudencias que en textos milenarios, que nos revelaban que en el sueño el Am,
el aliento vital, del sánscrito, se refugia en la nariz. Es buena marca del
linaje refranero, encontrar semillas en los comienzos, que es como si llevase entrañado
su secularidad y ecumenismo.
El refrán de todos y el aforismo firmado
conllevaban una hechura de gracia. Adquieren entonces como un relieve plástico,
y son los ojos, sopesando como ejercicios manuales, los que comprueban el
fruncimiento de la gracia en la sentencia. Una alegría inunda a la ligera
sorpresa, sin llegar nunca a las inopinadas agresiones del susto, pues estaba como
en duermevela para cumplimentar su aparición, y bastó un soplo pequeñísimo… “La
gallina bebe agua y le da gracias a Dios”. Si glosamos nos sorprende el
acierto, pues todo venía como a su costumbre. No nos sorprende que la gallina
se remoje, y entregue con elegancia su acción de gracias. Pero nos da una alegría
como si la hubiéramos visto y una visión risueña empapa la gloria de la
sentencia. Igual en William Blake, “el pavorreal es la gloria de Dios”. Sabemos
que ese esplendor va mucho más lejos que la gloria del ave de Juno, pero ese
orgullo ingenuo parece divertir las contemplaciones de Júpiter.
El refrán gusta de sumergirse en el légamo
estable de una época. Así estos refranes son una constancia de sabiduría en la temporalidad,
tirando de la línea que separa las edades y las estaciones. Un proverbio de La
Rochefoucauld es como un sello que aclara al gran siglo. El refrán, por el
contrario, parece unir las bocas de los que lo entonan. “El que ve su defecto
lo sabe disimular”. ¿Es esa sentencia de un moralista del período de Luis XIV,
de un mandarín letrado de la era de las recopilaciones, o un circunspecto recado
de Goethe? Es tan sólo una prudencia crítica de nuestro refranero negro.
Incorporado a la cultura americana por la mágica y ceremoniosa curiosidad de Lydia
Cabrera. Apegada a la tradición de los etnógrafos que afirmen en las tribus
americanas la obtención del fuego no por dureza de pedernal, sino por la
colaboración acompasada de la cola del zorro, las luciérnagas y la astilla del
cedro.
Marzo 10, 1956
Fotografía: Sumner W. Matteson, Cuba, 1904.
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