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lunes, 28 de mayo de 2012

¿Y Lydia?




 Eugenio Florit


 Cuando llegué a La Habana, ¡válgame Dios! en 1918, entré, como era natural, a formar parte de la familia de mi madre, uno de cuyos hermanos estaba casado con la hija de la gran mujer puertorriqueña y antillana, Lola Tió. Tía Lola, como la llamábamos, me tomó gran cariño, y en su salita-despacho de la calle de Aguiar, pasé largos ratos escuchándola contarme sus destierros y viajes y sus actividades independentistas. Allí conocí, por lo menos en libros y retratos, a los más destacados hombres de letras de Puerto Rico y de Cuba. Y allí, sobre su mesa de trabajo, vi por primera vez tres libros que me llamaron la atención: Cuba y sus jueces, Mis buenos tiempos y Mis malos tiempos, de aquel notable escritor y gran caballero que se llamó Raimundo Cabrera. La familia Cabrera fue muy amiga de mis tíos, y en su casa conocí a las hermanas de Lydia, sobre todo a Graciela, casada con el doctor Ortiz Cano. También traté a los hijos de este matrimonio, Elisita y Carlos, que más tarde fue compañero mío en la Secretaría de Estado, y luego en el Consulado General de Cuba en Nueva York.
 ¿Y Lydia? ¿Dónde estaba Lydia? Pues en París, desde 1922 a 1939, pasando sólo breves temporadas en La Habana, que le sirvieron para redondear sus recuerdos de la infancia, cuando escuchaba con la boca abierta, los relatos, cuentos y leyendas que le contaban sus tatas y la negra costurera Adela. Lydia, en París, tenía puesta su atención en el Oriente; pero yo imagino que un buen día se dijo que hay en estos tiempos un gran interés en las culturas negras. En las Antillas, Puerto Rico y Cuba, se escribían hermosos poemas sobre temas negros —“La danza negra” de Palés Matos; los cubanos Tallet, Guirao, Ballagas y otros más, que aunque por fuera, como blancos que eran, dejaron perdurables ejemplos de lo que podía hacerse con temas y personajes negros o mulatos. Y, desde luego, Nicolás Guillen, que por negro sacó de su dentro toda el alma de su raza. Yo siempre recordaré su “Sensemayá”, su “Balada del güije” dichos con la voz y el gesto de la inimitable Eusebia Cosme, fallecida hace pocos meses en esta ciudad de Miami.
 Pues bien, repito que yo imagino que Lydia Cabrera se dijo: ¿Por qué yo, que tanto sé de estas cosas, y además por ser cuñada de Fernando Ortiz, no he de poder escribir esos recuerdos y enseñanzas? Y manos a la obra. Así salieron sus primeros Cuentos negros de Cuba, publicados en 1936 en francés, en la traducción de Francis de Miomandre, y luego, en 1940, en castellano con un prólogo de don Fernando Ortiz. Pienso también que la ausencia de Cuba durante esos años le sirvió de tamiz para recibir la onda de aquellos recuerdos, que escribió juntando la buena literatura con la esencia más alquitarada de lo negro.
 Ya, pues, estaba Lydia en su seguro camino, animada, además, por el éxito de su primer libro. Lo demás tenía que llegar, y fue llegando en obras como ¿Por qué?, de 1948; El monte (ígbo finda) de 1954, maravillosa colección de relatos y anécdotas en los que se reúnen naturaleza, religión, fetichismo, plantas y animales, que los negros consideran como su Biblia, así como hace siglos se formó el Popol-Vuh, la Biblia del pueblo maya-quiché. Libro éste de varios cientos de páginas, que él sólo serviría para dar gloria a su autora. Desde la cumbre de este monte, al que hay que entrar apartando lianas y bejucos que nos cierran el misterio que hay en él, va ofreciéndonos Lydia sus Refranes de negros viejos (1955), Anagó, vocabulario lucumí (1957), La sociedad secreta Abakuá (1959) el extraordinario libro sobre las piedras preciosas y sus poderes mágicos (Otan Iyabiyá), de 1970; y al año siguiente Ayapá (Cuentos de Jicotea), recientemente traducido al sueco.
 Hay otros libros más en este tono serio de investigación enamorada. Pero a mí se me ocurre pensar, como pensé al comienzo de la carrera, mejor dicho, el camino sin prisa pero sin tregua de nuestra homenajeada, que otro día se dijo esta extraordinaria mujer que sí, que todo estaba bien; que ya tenía en su haber una larga lista de libros serios, pero que si en ellos había sonrisa, faltaba acaso la risa, y para que el lector supiera que Lydia Cabrera sabía reír, y hacer reír, nos entregó este mismo año, su Francisco y Francisca en donde está la gracia, muchas veces con sinvergüenzura, con picante y desplante de solar. Y aquí también está el estilo, la persona, la gran escritora que es Lydia Cabrera a quien ofrecemos ahora este tan merecido homenaje.

 Eugenio Florit: "Merecido homenaje", Noticias de Arte, Gaceta de las artes visuales, escénicas, musicales y literarias, número especial, mayo de 1982, Nueva York.

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