Eugenio Florit
Cuando llegué a La Habana, ¡válgame Dios! en
1918, entré, como era natural, a formar parte de la familia de mi madre, uno de
cuyos hermanos estaba casado con la hija de la gran mujer puertorriqueña y
antillana, Lola Tió. Tía Lola, como la llamábamos, me tomó gran cariño, y en su
salita-despacho de la calle de Aguiar, pasé largos ratos escuchándola contarme
sus destierros y viajes y sus actividades independentistas. Allí conocí, por lo
menos en libros y retratos, a los más destacados hombres de letras de Puerto
Rico y de Cuba. Y allí, sobre su mesa de trabajo, vi por primera vez tres
libros que me llamaron la atención: Cuba
y sus jueces, Mis buenos tiempos
y Mis malos tiempos, de aquel notable
escritor y gran caballero que se llamó Raimundo Cabrera. La familia Cabrera fue
muy amiga de mis tíos, y en su casa conocí a las hermanas de Lydia, sobre todo
a Graciela, casada con el doctor Ortiz Cano. También traté a los hijos de este
matrimonio, Elisita y Carlos, que más tarde fue compañero mío en la Secretaría
de Estado, y luego en el Consulado General de Cuba en Nueva York.
¿Y Lydia? ¿Dónde estaba Lydia? Pues en París,
desde 1922 a 1939, pasando sólo breves temporadas en La Habana, que le
sirvieron para redondear sus recuerdos de la infancia, cuando escuchaba con la
boca abierta, los relatos, cuentos y leyendas que le contaban sus tatas y la
negra costurera Adela. Lydia, en París, tenía puesta su atención en el Oriente;
pero yo imagino que un buen día se dijo que hay en estos tiempos un gran
interés en las culturas negras. En las Antillas, Puerto Rico y Cuba, se
escribían hermosos poemas sobre temas negros —“La danza negra” de Palés Matos;
los cubanos Tallet, Guirao, Ballagas y otros más, que aunque por fuera, como
blancos que eran, dejaron perdurables ejemplos de lo que podía hacerse con
temas y personajes negros o mulatos. Y, desde luego, Nicolás Guillen, que por
negro sacó de su dentro toda el alma de su raza. Yo siempre recordaré su
“Sensemayá”, su “Balada del güije” dichos con la voz y el gesto de la
inimitable Eusebia Cosme, fallecida hace pocos meses en esta ciudad de Miami.
Pues bien, repito que yo imagino que Lydia
Cabrera se dijo: ¿Por qué yo, que tanto sé de estas cosas, y además por ser
cuñada de Fernando Ortiz, no he de poder escribir esos recuerdos y enseñanzas?
Y manos a la obra. Así salieron sus primeros Cuentos negros de Cuba, publicados en 1936 en francés, en la
traducción de Francis de Miomandre, y luego, en 1940, en castellano con un
prólogo de don Fernando Ortiz. Pienso también que la ausencia de Cuba durante
esos años le sirvió de tamiz para recibir la onda de aquellos recuerdos, que
escribió juntando la buena literatura con la esencia más alquitarada de lo
negro.
Ya, pues, estaba Lydia en su seguro camino,
animada, además, por el éxito de su primer libro. Lo demás tenía que llegar, y
fue llegando en obras como ¿Por qué?,
de 1948; El monte (ígbo finda) de
1954, maravillosa colección de relatos y anécdotas en los que se reúnen
naturaleza, religión, fetichismo, plantas y animales, que los negros consideran
como su Biblia, así como hace siglos se formó el Popol-Vuh, la Biblia del
pueblo maya-quiché. Libro éste de varios cientos de páginas, que él sólo
serviría para dar gloria a su autora. Desde la cumbre de este monte, al que hay
que entrar apartando lianas y bejucos que nos cierran el misterio que hay en
él, va ofreciéndonos Lydia sus Refranes
de negros viejos (1955), Anagó, vocabulario lucumí (1957), La sociedad secreta Abakuá (1959) el
extraordinario libro sobre las piedras preciosas y sus poderes mágicos (Otan Iyabiyá), de 1970; y al año
siguiente Ayapá (Cuentos de Jicotea),
recientemente traducido al sueco.
Hay otros libros más en este tono serio de
investigación enamorada. Pero a mí se me ocurre pensar, como pensé al comienzo
de la carrera, mejor dicho, el camino sin prisa pero sin tregua de nuestra
homenajeada, que otro día se dijo esta extraordinaria mujer que sí, que todo
estaba bien; que ya tenía en su haber una larga lista de libros serios, pero
que si en ellos había sonrisa, faltaba acaso la risa, y para que el lector
supiera que Lydia Cabrera sabía reír, y hacer reír, nos entregó este mismo año,
su Francisco y Francisca en donde
está la gracia, muchas veces con sinvergüenzura, con picante y desplante de
solar. Y aquí también está el estilo, la persona, la gran escritora que es
Lydia Cabrera a quien ofrecemos ahora este tan merecido homenaje.
Eugenio Florit: "Merecido homenaje", Noticias de Arte,
Gaceta de las artes visuales, escénicas, musicales y literarias, número
especial, mayo de 1982, Nueva York.
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