El gallo es uno de los animales más
belicosos; entra en un combate, por desigual que sea, sin temor, y solo se
retira después que sus fuerzas se han agotado enteramente; muchas veces se deja
matar sin perder una pulgada de terreno.
Estaba
reservada a la barbarie del hombre civilizado la invención de convertir a tan
hermoso animal en asesino de sus semejantes. Pero ¿qué no inventa el hombre
cuando trata de satisfacer sus placeres? Por gozar algunos momentos de un
espectáculo sangriento, adiestra al gallo en el arte funesto de las batallas, y
no bastando a su capricho los fuertes espolones con que le ha dotado la
naturaleza, lo arma de nuevo con agudas puntas de acoco o con cortantes
navajas.
Antiguamente
había también combates de gallos, aunque esta diversión no se hallaba en eI
lujo y refinamiento de que hoy hace alarde. Los griegos y los romanos no se
desdeñaban en asistir a ellos, y aunque Atenas los consintió elevándolos a
fiesta nacional, se fundó en motivos respetables de política. El famoso
Temístocles vio reñir a dos gallos cuando se dirigía contra los Persas, y dijo
a sus soldados:—«¿Los veis? Pues no peleen, como nosotros, ni por la patria, ni
por la gloria, ni por la libertad, ni por sus caras familias, sino por no ceder
el campo a un rival.» El ejército se entusiasmó, hizo prodigios de valor y
triunfó del enemigo. Atenas perpetuó la memoria del incidente que inspiró a su
general aquella memorable arenga.
Es
casi imposible el fijar la época en que se introdujo la costumbre de las riñas
de gallos: unos creen que se debe a los romanos, y otros la atribuyen a los
normandos. Lo cierto es que en Francia existían dichas riñas en el siglo XI, al
paso que no se conocieron en Inglaterra hasta el XII. Sin embargo, esta última
nación es la que más se ha distinguido en una diversión que es la favorita de
sus reyes, de sus lores y de sus estudiantes: llegó a erigirse en pasatiempo
real, se construyó una valla en White-Hall y otra en Drury-Lane para tan
repugnante espectáculo, y a pesar de que Cromwell publicó una ley
prohibiéndolo, sus compatriotas se burlaron de la ley y del viejo puritano que
la había decretado.
Los
ingleses han llegado a organizar lo que se llama la batalla real, que se
efectúa del modo siguiente. Fórmanse dos cuerpos de gallos de a diez y seis
combatientes cada uno: trábase la acción y solo se suspende hasta la muerte del
mártir décimo sexto. En seguida los diez y seis vencedores vuelven a dividirse
en dos mitades enemigas de a ocho, y gradualmente van quedando primero cuatro a
cuatro, luego dos a dos, y por último uno a uno: corre la sangre en abundancia,
y al fin un solo gallo entona el himno de triunfo sobre los 31 cadáveres de sus
contrarios.
En
la isla de Cuba hay asimismo una afición declarada a las peleas de gallos: los hacendados
atraviesan apuestas de gran consideración en favor de los guerreros de su
devoción, y algunos se cuentan reducidos a la pobreza a causa de este placer
tan perjudicial a veces como el del juego.
Revista de teatros diario pintoresco de
literatura, no 189, 18 de junio de 1843, Madrid.
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