Teniendo que
combatir Temístocles con los persas, dice Buffon, y viendo que sus soldados
mostraban poco ardor, les hizo notar el encarnizamiento con que los gallos se
batían: "Ved, les dijo, el valor indomable de esos animales; no obstante
ellos no tienen otro motivo sino el deseo de vencer a vosotros que combatís por
vuestros hogares, flor las tumbas de vuestros
padres…” Estas pocas palabras reanimaron el valor del ejército y Temístocles
alcanzó la victoria: en memoria de este acontecimiento, instituyeron los
atenienses una especie de fiesta que se celebraba con combates de gallos.
Parece que este ha sido el
origen de esta repugnante diversión que los conquistadores introdujeron en
nuestro país, y que hace todavía las delicias de muchos hombres que se creen
civilizados. Son dignas de leerse las siguientes observaciones que hace sobre
este punto el mismo Buffon. Los hombres, dice, que sacan partido de todo para
su entretenimiento han sabido muy bien poner en acción esa invencible antipatía
que la naturaleza ha establecido entre gallo y gallo, los hombres han cultivado
este odio innato con tanto arte, que los combates de las aves de corral se han
hecho espectáculos dignos de interesar la curiosidad de los pueblos cultos, y
al mismo tiempo medios de desarrollar o conservar en las almas esa preciosa
ferocidad, pues según se dice es el germen del heroísmo.
Se han visto y se
ven todavía en más de una comarca, hombres de todos estados correr en tropel a
esos grotescos torneos, dividirse en dos partidos, enardecerse cada uno de
estos partidos por su combatiente; añadir el furor de las más viles ganancias
al interés de tan bello espectáculo, trastornarse la fortuna de muchas familias
con el último piquete del gallo vencedor. Esta era en otro tiempo la
locura de los Rhodios; y lo es en el día de los Chinos, de los habitantes de
Filipina, de Java, del istmo de la América y de algunas otras naciones de los
dos continentes.
También en
Méjico las peleas de gallos son por desgracia una de las más bárbaras diversiones
en que el pueblo deprava su corazón como sucede en todos los espectáculos de
sangre. Si fuera cierto que estos espectáculos encendían el valor inicial en
los que acostumbran presenciarlos, ningunos serían más valientes generales que
los carniceros que derraman sin cesar la sangre de las bestias; los que
desempeñan el infame oficio de toreros, los galleros de profesión y aun los
verdugos cuyo execrable oficio les hace ejecutar un asesinato sin conmoción ni
repugnancia. Afortunadamente no es así. Los combates de gallos predisponen el
ánimo del pueblo para esas riñas sangrientas que tan frecuentemente vemos y en
las que no faltan muchas veces numerosos espectadores que presencian esas
escenas de inmoralidad y de barbarie con la misma frialdad con que verían una
pelea de gallos.
Es honroso para el hombre el
haber domado al toro y haber puesto bajo el yugo a un animal tan fiero y
vigoroso, pero es indigno del hombre mismo, el depravar a la naturaleza en sus
más bellas criaturas, abusando de la antipatía que existe entre los gallos para
enseñarlos a pelear con encarnizamiento armándoles con instrumentos que no les
dio la naturaleza porque jamás en ella ha habido el designio de que los seres
sensibles de una misma especie combatan entre sí de una manera tan sangrienta.
No debemos extrañar el ver principalmente en la clase más miserable del pueblo,
esas funestas propensiones a la riña, y aun al asesinato, cuando tan malévolas
inclinaciones se comienzan a desarrollar en los niños con el espectáculo de las
peleas de gallos, y se enardecen todavía más con nuestro combate de toros, que
son el oprobio de la civilización de nuestra patria.
A los inconvenientes de las
peleas de gallos, consideradas como un espectáculo de atrocidad y de estulticia
se agregan los que tiene por sí todo juego de azar, en el que se aventura a la
ciega casualidad, la fortuna y el bienestar de las familias. Aun se debe
agregar a estas reflexiones, que no hay un juego de apuesta en el que sean más
frecuentes y casi inevitables los fraudes y las trampas. En este juego es en el
que una gran parte de nuestro pueblo adquiere ese carácter fraudulento y
pendenciero, tan opuesto a la buena fe y a la honradez (…)
Joaquín José García: Protocolo de antigüedades, literatura,
agricultura, industria, t-I, Habana, 1845, pp. 142-46.
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