Manuel Gutiérrez Nájera
La galantería francesa acaba de cometer un acto de injusticia,
condenando a Gabriela Bompard a veinte años de trabajos forzados. Eso es
injusto, muy injusto; merecía que la ahorcaran.
Eyraud va a sufrir la pena de
muerte. Y ese pobre hombre no ha sido más que una víctima de la desvergonzada
mujerzuela, que por vestirse de pieles no hizo ascos a la piel humana. En
resumen, lo que hizo Eyraud fue comprar a la Gabriela un vestido de piel de
Gouffé, que él va a pagar con su pellejo.
Yo disculpo a ese canalla que ni siquiera es
un gran criminal. Lo considero incapaz de sentir el placer del crimen. Un
hombre que mata porque le gusta la sangre, es más disculpable que el que mata
porque le gusta el dinero. En Eyraud todo es bajo: sale del alcohol, del fango,
de las enaguas sucias. Dobla el cuerpo de Gouffé, y lo mete, arrugado y
hediondo en la maleta, de igual modo que dobla y guarda la camisa usada.
Asesina por llevar un trapo a esa perdida y por beber algunas copas de cognac.
No es hermosamente malvado; no es artista, no es inventor ni original como homicida.
Se le debe pinchar, como a pingajo, con el gancho del trapero. Su cabeza estará
mejor en el canasto de la basura que en el cesto de la guillotina.
Pero ese hombre enlodado; ese hombre cuyo ser
moral sale del proceso, como salen de la atarjea los que limpian albañales; ese
huérfano de la vergüenza, a quien mató al nacer, tiene una disculpa en su
favor: amó a Gabriela.
Me horroriza haber estampado esta verdad
asquerosa pero, es verdad. Amó a Gabriela! La vendía, la entregaba, se
prostituía con ella; pero la vendía para comprarla; la entregaba para que no se
le fuera; se prostituía con ella para hacerse amar de esa prostituida. ¿Y esto
es amor? A primera vista repugna llamarlo así. Es como si a un sapo lo
llamáramos Romero. Pero es amor, es amor en el sentido bestial de la palabra.
Así aman los cerdos en la piara. Poco importaba a Eyraud que esa mujer
perteneciera a todos, con tal que entre esos todos estuviera él. Se habían
confundido esos dos cuerpos en una misma inmundicia y tenían el color del mismo
estercolero. Iban, no abrazados voluptuosamente como Paolo y Francesca, sino
abrazados brutalmente, a veces como quien besa y a veces como quien muerde, por
los círculos tabernosos de su infierno.
Ya había consentido él en que ella no tuviera
vergüenza, con tal de que toda su desvergüenza fuera suya, a ratos. Ya habían
celebrado un pacto para robar juntos y gastar lo robado en compañía. Pero con
esta cláusula: Gabriela robaba para sí, y en circunstancias apretadas para él:
Eyraud robaba siempre para ella, y a veces para él.
Repito que da asco llamar amor a este
ayuntarse de dos enamorados impudores. Pero no hay otra palabra que exprese la
invencible tendencia de un ser a otro ser.
Veamos ahora cuál de esos dos amores tuvo un
minuto de ser amor, dentro del mismo fango. Cuando Eyraud mata a Gouffé obedece
a su hembra, la complace, le lleva el puñado de monedas que le pide y le
entrega su vida. Es un monstruo; pero es un monstruo que monstruosamente
quiere.... me resisto siempre a decir amar....
Eyraud comete un homicidio por Gabriela.
Gabriela no fue capaz siquiera de callar para salvar al hombre a quien había
perdido. De ese bellaco hizo ella un asesino. Y cuando él no tenía ya nada que darle,
tiró su cabeza al canasto, como se tira un sombrero viejo al cajón de la
basura. No obró por celos; no por arrepentimiento, ni por venganza. Quiso
exhibir su desfachatez y su descaro en el banquillo de la justicia, como antes
lo había exhibido en la butaca del teatro.
¿Cómo ha de tener excusa esa mujer? Por mujer,
le perdonan la vida los jurados. Y porque pertenece al sexo femenino, porque es
hembra, la considero más culpable. No habría pedido la pena de muerte para
ella, porque no la pido para nadie: pero sí habría demandado que se le impusiera,
cuando menos, pena igual a la de Eyraud. Este fue su perro de presa; ella, la que le
dijo: Sus! a él!
¿Cuándo fue mujer, verdaderamente mujer, esa
Gabriela? Toda mujer agradece que la amen o que la soliciten, a menos que odie a
quien la solicita. Gabriela no odiaba a Gouffe. Lo cita, lo llama, lo ve llegar
convulso de pasión, y en los momentos en que toda mujer es mujer, ella es
hiena. Todo lo ha preparado, como haciendo un guiso. Ya está la salsa, y solo
falta el pavo para torcerle el pescuezo. Lava ella sus brazos para que sea más
corredizo el nudo. En el momento oportuno, llama al mozo a su amante para que
la ayude; y luego vuelve a lavarse, con absoluta naturalidad, como la mujer que
vuelve de hacer en la cocina una ommelette soufflé.
Ni siquiera es supersticiosa esa mujer, como
lo son generalmente las mujeres; ni siquiera es cobarde. Duerme cerca del
cadáver como cerca de un ebrio. Y luego ayuda a plegarlo en tres dobleces, lo
ata y lía como si fuera almohada, hace con su cabeza lo que haría con una
capota para hacerla caber en la sombrerera; cierra la maleta, y marcha al
paradero del ferrocarril cantando coplas de la última opereta.
¿Esto es mujer? Cuando más me ha repugnado es
cuando la he visto desde aquí sonreír y hacer la comedia en el jurado.
¡Engañando hasta el fin, para ser consecuente consigo misma! ¡Siempre novelera, siempre usando de
embustes y trapacerías, siempre en busca de aplausos y miradas! ¿A qué apeló? A
decir que había sido hipnotizada, y que durante la hipnosis Eyraud le sugirió
la idea del crimen. Casi, casi, intenta presentarse como una víctima de la
ciencia o como una sensitiva.
Por supuesto que en este asunto hay un
hipnotizado; pero el hipnotizado es Eyraud. Todos cual más, cual menos, estamos
hipnotizados por alguno o por algunos, y, sobre todo, por alguna o por algunas.
No es nuevo que hagamos muchas veces la voluntad ajena, ni necesito decirlo en
griego para que lo crean; así como las cocineras no necesitan conocer la ley
económica de la oferta y la demanda, para saber que cuando en el mercado hay
muchos chícharos, los chícharos valen menos. Todo hombre enamorado es un
fenómeno de hipnotismo. Todo hombre nace con la sugestión de conseguir dinero. Los
honrados trabajan, y los picaros roban. Y como Eyraud es un miserable, y como
quería a Gabriela bestialmente, cuando ésta le pedía dinero, él lo robaba. Hubo
un momento en que para robarlo necesitó matar, y asesinó.
!Medrados quedaríamos con esta
irresponsabilidad de los criminales, que, en defensa de la Bompard, ha
proclamado la escuela de Nancy! Esa doctrina debe haber sido sugerida por algún
criminal.
Pero si un hombre sugiere a otro que cometa un
crimen, la sociedad sugiere a los jueces que castiguen a ambos criminales.
En todo caso, como ya lo dije, si en este caso
hay un hipnotizado, naturalmente hipnotizado, ese es Eyraud. El tiene una
disculpa: amó a su modo, como el bruto. Su hembra nunca amó.
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