Julian del Casal
Una gran curiosidad se ha despertado, en los
últimos años, por todo lo que respecta a los criminales. El asesino que sube al
cadalso inspira más interés que el ciudadano agonizante en brazos de su
familia. Desde que cae en poder de la justicia, el público experimenta el deseo
de conocer la causa del crimen, la manera de
cometerlo y los mil incidentes relacionados con él.
El recuerdo de la víctima se va borrando
lentamente de la memoria de los supervivientes. Y mientras el reo permanece en
la prisión, antecámara demasiado larga a veces para llegar a la tumba, el
público está pendiente de todos sus actos, de todas sus ideas y de todas sus
palabras.
¿A qué obedece esta curiosidad? A la compasión
natural que inspira todo infortunado y al deseo insaciable de experimentar
sensaciones nuevas. Muerta la víctima, el público le consagra un lamento y se
olvida pronto de ella, porque abriga la creencia de que la muerte es la gran
consoladora, fijándose luego solamente en el acusado, porque vive todavía, porque
está arrepentido quizás y porque sufre tal vez, por un resto de corazón, las
torturas del remordimiento, la afrenta de su delito y las crueldades de la
justicia. Dado el caso de que no sea ésta la causa de tal curiosidad, la vida moderna
es tan monótona, tan igual, tan desesperante a veces que nos interesa cualquier
suceso que ponga en movimiento los resortes oxidados del aparato de nuestra
sensibilidad.
Además de estas razones, si se escucha la voz
de la ciencia, se debe sentir profunda piedad hacia los criminales. La ciencia
moderna es la gran sacerdotisa que absuelve todos los crímenes contemporáneos.
Reconociendo en los individuos, por medio de signos convencionales, la
inclinación irresistible al mal, justifica la conducta de esos, declarándoles irresponsables
de sus actos. Ahora bien, por un hombre que no tiene conciencia de lo que hace
¿se puede sentir algo menos que compasión?
Todavía hay otra razón para justificar este
sentimiento piadoso que los seres felices, los satisfechos de la vida, los que
no han sufrido jamás, calificarán de sensiblería ridícula o enfermiza: los
primeros psicólogos del mundo aseguran que, en estos tiempos de neurosis, de
incertidumbre y de agitación, todos estamos más o menos enfermos de la
voluntad. Si esto es cierto, como parece, a juzgar por algunos fenómenos
inexplicables ¿quién puede saber de fijo, al saltar del lecho, lo que, en el
curso del día, si no logra resistir los acontecimientos, llegará a hacer?
Leyendo varias reseñas del proceso Gouffé, me
ha parecido que Eyraud, de quien se ocupa, en estos momentos, la prensa
universal, pertenece al número de criminales que son dignos de compasión.
Repruebo el asesinato del viejo huissier, pero el asesino inspira ya lástima.
El crimen ha sido horroroso y las circunstancias que lo han acompañado más
horrorosas aún. Pero ha habido tal saña en la persecución del delincuente, ha
arrostrado tantos peligros y se han desencadenado tantas tormentas sobre él,
que se presenta medio redimido por un sufrimiento largo, intenso, doloroso,
cruel. Y, ahora que está domado, humillado y abatido ¿por qué no creer que
deseaba entrar, como ha manifestado, por la vía del olvido, en el camino del
bien?
Viéndolo, estos días, en húmedo calabozo,
adormecido por el eco monótono del paso de los centinelas, sin pensar más que
en la belleza perdida de Gabriela Bompart, varias personas se han horrorizado
primero, al recordar los detalles de la muerte de Gouffé, pero luego se han apiadado
de Eyraud. Las fieras enjauladas inspiran idéntica compasión.
Desvanecido el recuerdo del crimen, han
pensado en la vida angustiada del delincuente a través de diversos países... Y
lo han visto salir inquieto, en compañía de Gabriela, del país natal; abandonar
la maleta en la estación; llegar a Londres; volver a Francia; embarcarse para
América; sentir el abandono de Gabriela primero; la perfidia de la misma
después; llegar finalmente a La Habana y caer prisionero en el momento más
inesperado de todos. ¡Qué instantes tan amargos ha debido pasar ese hombre en
todas partes, sabiendo que se le perseguía a todas horas! ¡Qué pensamientos tan
horrendos cruzarían por su mente en algunos días! ¡Qué noches tan agitadas en
las cámaras de los navíos, oyendo la queja incesante de las ondas y esperando
la llegada al puerto de su dirección!
—Todo no ha sido más –dice a menudo– que por
haber amado demasiado a las mujeres. Las mujeres han sido siempre la causa de
mis desgracias. Todo lo he perdido por ellas: honra, dinero, juventud. Ahora voy
a perder la vida; pero no lo siento... ¡He gozado tanto con ellas...! El que no
haya sido nunca víctima de pasiones violentas no me comprenderá jamás. Nadie
sabe a dónde nos puede arrastrar una mujer...
Y así monologuea, en alta voz, sin darse
cuenta de las gentes que entran, que lo asedian a preguntas y que no lo dejan
reposar, recordando de vez en cuando a su hija, hasta que lo rinde el sueño, el
cansancio o la desesperación.
A pesar de todo, no ha expiado su crimen
todavía. Después de algunos días de prisión, dentro de la cual tendrá que
sufrir las miradas de sus carceleros, responder a las preguntas de los jueces y
devorar en silencio sus pesares, será arrojado como fardo humano, al interior
de un navío, para ser conducido a su país. El día de su llegada será un día de
feria, de alborozo, de regocijo
popular. Más tarde subirá al cadalso, para obtener allí, no el perdón de su
crimen, sino el desprecio, el olvido, la execración..... . . . . . . . . . . .
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¡Oh, La Bruyère, cuánta razón tenías al decir:
ante la vista de ciertas desgracias, uno se siente avergonzado de haber sido
feliz, de serlo todavía y hasta de poderlo ser!
Hernani
La
Discusión,
miércoles 28 de mayo de 1890, año II, No 285.
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