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jueves, 16 de febrero de 2012

A través de la vida: Miguel Eyraud


 

 Julian del Casal


 Una gran curiosidad se ha despertado, en los últimos años, por todo lo que respecta a los criminales. El asesino que sube al cadalso inspira más interés que el ciudadano agonizante en brazos de su familia. Desde que cae en poder de la justicia, el público experimenta el deseo de conocer la causa del crimen, la manera de cometerlo y los mil incidentes relacionados con él.
 El recuerdo de la víctima se va borrando lentamente de la memoria de los supervivientes. Y mientras el reo permanece en la prisión, antecámara demasiado larga a veces para llegar a la tumba, el público está pendiente de todos sus actos, de todas sus ideas y de todas sus palabras.
 ¿A qué obedece esta curiosidad? A la compasión natural que inspira todo infortunado y al deseo insaciable de experimentar sensaciones nuevas. Muerta la víctima, el público le consagra un lamento y se olvida pronto de ella, porque abriga la creencia de que la muerte es la gran consoladora, fijándose luego solamente en el acusado, porque vive todavía, porque está arrepentido quizás y porque sufre tal vez, por un resto de corazón, las torturas del remordimiento, la afrenta de su delito y las crueldades de la justicia. Dado el caso de que no sea ésta la causa de tal curiosidad, la vida moderna es tan monótona, tan igual, tan desesperante a veces que nos interesa cualquier suceso que ponga en movimiento los resortes oxidados del aparato de nuestra sensibilidad.
 Además de estas razones, si se escucha la voz de la ciencia, se debe sentir profunda piedad hacia los criminales. La ciencia moderna es la gran sacerdotisa que absuelve todos los crímenes contemporáneos. Reconociendo en los individuos, por medio de signos convencionales, la inclinación irresistible al mal, justifica la conducta de esos, declarándoles irresponsables de sus actos. Ahora bien, por un hombre que no tiene conciencia de lo que hace ¿se puede sentir algo menos que compasión?
 Todavía hay otra razón para justificar este sentimiento piadoso que los seres felices, los satisfechos de la vida, los que no han sufrido jamás, calificarán de sensiblería ridícula o enfermiza: los primeros psicólogos del mundo aseguran que, en estos tiempos de neurosis, de incertidumbre y de agitación, todos estamos más o menos enfermos de la voluntad. Si esto es cierto, como parece, a juzgar por algunos fenómenos inexplicables ¿quién puede saber de fijo, al saltar del lecho, lo que, en el curso del día, si no logra resistir los acontecimientos, llegará a hacer?
 Leyendo varias reseñas del proceso Gouffé, me ha parecido que Eyraud, de quien se ocupa, en estos momentos, la prensa universal, pertenece al número de criminales que son dignos de compasión. Repruebo el asesinato del viejo huissier, pero el asesino inspira ya lástima. El crimen ha sido horroroso y las circunstancias que lo han acompañado más horrorosas aún. Pero ha habido tal saña en la persecución del delincuente, ha arrostrado tantos peligros y se han desencadenado tantas tormentas sobre él, que se presenta medio redimido por un sufrimiento largo, intenso, doloroso, cruel. Y, ahora que está domado, humillado y abatido ¿por qué no creer que deseaba entrar, como ha manifestado, por la vía del olvido, en el camino del bien?
 Viéndolo, estos días, en húmedo calabozo, adormecido por el eco monótono del paso de los centinelas, sin pensar más que en la belleza perdida de Gabriela Bompart, varias personas se han horrorizado primero, al recordar los detalles de la muerte de Gouffé, pero luego se han apiadado de Eyraud. Las fieras enjauladas inspiran idéntica compasión.
 Desvanecido el recuerdo del crimen, han pensado en la vida angustiada del delincuente a través de diversos países... Y lo han visto salir inquieto, en compañía de Gabriela, del país natal; abandonar la maleta en la estación; llegar a Londres; volver a Francia; embarcarse para América; sentir el abandono de Gabriela primero; la perfidia de la misma después; llegar finalmente a La Habana y caer prisionero en el momento más inesperado de todos. ¡Qué instantes tan amargos ha debido pasar ese hombre en todas partes, sabiendo que se le perseguía a todas horas! ¡Qué pensamientos tan horrendos cruzarían por su mente en algunos días! ¡Qué noches tan agitadas en las cámaras de los navíos, oyendo la queja incesante de las ondas y esperando la llegada al puerto de su dirección!
 —Todo no ha sido más –dice a menudo– que por haber amado demasiado a las mujeres. Las mujeres han sido siempre la causa de mis desgracias. Todo lo he perdido por ellas: honra, dinero, juventud. Ahora voy a perder la vida; pero no lo siento... ¡He gozado tanto con ellas...! El que no haya sido nunca víctima de pasiones violentas no me comprenderá jamás. Nadie sabe a dónde nos puede arrastrar una mujer...
 Y así monologuea, en alta voz, sin darse cuenta de las gentes que entran, que lo asedian a preguntas y que no lo dejan reposar, recordando de vez en cuando a su hija, hasta que lo rinde el sueño, el cansancio o la desesperación.
 A pesar de todo, no ha expiado su crimen todavía. Después de algunos días de prisión, dentro de la cual tendrá que sufrir las miradas de sus carceleros, responder a las preguntas de los jueces y devorar en silencio sus pesares, será arrojado como fardo humano, al interior de un navío, para ser conducido a su país. El día de su llegada será un día de feria, de alborozo, de regocijo popular. Más tarde subirá al cadalso, para obtener allí, no el perdón de su crimen, sino el desprecio, el olvido, la execración..... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 ¡Oh, La Bruyère, cuánta razón tenías al decir: ante la vista de ciertas desgracias, uno se siente avergonzado de haber sido feliz, de serlo todavía y hasta de poderlo ser!

                             Hernani


 La Discusión, miércoles 28 de mayo de 1890, año II, No 285.


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