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sábado, 14 de enero de 2012

Enrique José Varona: El base ball en La Habana




 Así como la madurez en el hombre se caracteriza porque en su conducta disminuye el predominio de las impresiones y aumenta el de  las ideas; así también cuando los pueblos han salido de la infancia, van demostrando ser cada vez menos esclavos de los impulsos del  momento y sujetarse cada vez más al imperio de una idea o propósito general. El niño recibe las solicitaciones de cuanto lo rodea, del aire fresco que le dilata los pulmones, de la luz que le baña la retina, de los perfumes que vienen del jardín vecino, del campo extenso que lo  invita a correr; y se entrega a su bulliciosa actividad sin objeto, hasta que se rinde fatigado sin saber a punto fijo de qué. El hombre recibe los mismos estímulos, pero reserva sus fuerzas, escoge el momento, dispone sus acciones, y cuando emplea su energía, emplea la necesaria, la dirige convenientemente, y realiza su plan con la menor suma de fatiga.

 Un pueblo que se deja deslumbrar por la pasión que de momento lo domina, y solo atiende a ir tras ella, para gozar de la satisfacción de su deseo, sin atender a lo que en realidad significa, ni lo que le cuesta en esfuerzos, sin subordinar su afición, ni los actos que provoca, a un fin superior y más comprensivo, hace lo que el niño, corre por correrse, fatiga y se rinde sin objeto. Y puede suceder que la afición sea provechosa; el fin inmediato, útil; el esfuerzo, sano y fortificante; mas por falta de una idea directriz y de la disciplina necesaria de la atención, se abandonará esa afición, como se han abandonado otras porque surgió un obstáculo, o se entibió el entusiasmo, o un objeto más brillante atrajo los ojos y se ganó la voluntad. Entonces la pérdida es mayor. Tan grande como la del que va por buen camino, y lo desanda para tomar un camino errado.

 Por un concurso feliz de circunstancias, en los momentos en que Cuba, desfallecida y desangrada, había perdido la flor de sus mancebos, casi aniquilados los recios montañeses de Oriente, los infatigables jinetes del Centro, los ágiles monteros de las Villas; la juventud de Occidente, la de las ciudades más populosas, se apasiona por el ejercicio físico, aprende y practica con entusiasmo uno de los sport más útiles, se organiza en sociedades para extenderlo y propagarlo, e introduce en nuestras costumbres un elemento precioso de regeneración física y progreso moral. Con el ejemplo del base ball cunde la afición a otros ejercicios corporales, y se comprende la conveniencia de la organización para dirigirlos con pericia y verdadera utilidad. Los especialistas fundan clubs y periódicos profesionales que los representen; y así todo nos auguraba una reforma duradera, que había de combatir victoriosamente algunos de los mayores peligros de la vida urbana, la falta de vigor corporal, la pobreza fisiológica, producida por la molicie, y el enervamiento moral que trae consigo la disipación. El joven a quien la carrera y el manejo del bate obligan a respirar ampliamente, se siente luego sofocado en la atmósfera caliginosa del café; y no hay nada que afirme la independencia del ánimo, ni que vigorice la conciencia del propio valer, como una musculatura de acero. Quien dice hombres fuertes, dice hombres libres. 




 A dificultar, si no a estorbar estos progresos han venido recientemente algunos hechos que dependen, en parte de las condiciones inherentes a todo sport, en parte de los vicios de nuestro modo de ser social. Es preciso conocerlos; porque a todos importa combatirlos. Somos propensos al desfallecimiento, y éste es otro producto de nuestra educación. Pero para vencer estas flaquezas súbitas del ánimo, no hay nada como la clara idea de que el fin propuesto es digno de todos los esfuerzos, y si es preciso —y no parece fuera de lugar la palabra— de todos los sacrificios.

 Las ventajas que acompañan a los ejercicios corporales sobre todo en la forma colectiva, que es precisamente la que mejor les cuadra, no van sin ciertas desventajas. De los varios sentimientos que provocan uno es el de la superioridad sobre el rival. Dentro de ciertos límites, este sentimiento puede ser útil, porque estimula y da carrera a la emulación necesaria para mantener el esfuerzo. Si se le deja cobrar cuerpo y prevalecer sobre los otros menos egoístas, como el placer del ejercicio por sí mismo, y la satisfacción de realizar el fin que se anhela, es decir, la agilidad, la robustez, la serenidad, la pericia en el sport que se practica, entonces se convierte en verdadero disolvente social.

 No hemos de cambiar la naturaleza humana; pero podemos modificarla. Sin la perspectiva del triunfo es difícil realizar ningún esfuerzo; y el anhelo de la victoria es tan grande en el hombre, que llega a justificar a sus ojos peligros verdaderamente inútiles. Habiéndose preguntado el cazador de fieras Baldwim, una vez que estuvo a punto de perecer entre las garras de un león, por qué el hombre arriesga su vida sin ningún interés, se contestó: «Es un problema que no trataré de resolver; todo lo que puedo decir es que encontramos en la victoria una satisfacción interior que compensa todos los riesgos, aun cuando no haya nadie para aplaudirnos.» La observación es profunda, y nos descubre que estamos en presencia de un sentimiento radicalmente egoista. Como no podemos vencerlo en lucha franca, hay que dominarlo,  subordinándolo a otro sentimiento igualmente poderoso, el de la sociabididad. Si más allá del placer del triunfo sobre el adversario colocamos un bien social que obtener, se moderarán a la par el regocijo del vencedor y la mortificación del vencido. Y en este caso moderar es modificar. Si de la lucha se destierra el ensañamiento y del triunfo la jactancia, las condiciones morales de la derrota se modifican naturalmente, y desaparece de los ánimos el dejo amargo, que mientras existe impide toda cordialidad.



 Entre nosotros, impresionables, sensibles a lo que trascienda aun de lejos al menosprecio, arrebatados en nuestras aficiones, sin hábitos de moderación y dominio sobre nosotros mismos -sentimientos muy distintos de la sumisión y el disimulo-, se ha apoderado fácilmente de las diversas sociedades de pelota el espíritu de rivalidad extremada que ha producido los recientes disturbios, y el encono mal disimulado con que se miran, los que en realidad no compiten o no debían competir por obtener mayor o menor número de carreras, sino por proporcionar a sus miembros la mayor suma de vigor físico y de distracción y esparcimiento moral. No se trata ya de formar mancebos robustos; sino de obtener un champion. Y como los juegos y desafíos de los clubs han sido públicos y han alcanzado inusitada popularidad, sus divisiones han penetrado en la masa popular, pronta a afiliarse en torno de distintas banderas, por obedecer al espíritu de disgregación que la caracteriza, y han llegado a adquirir la importancia de bandos civiles. Lo que hay para la sociedad cubana de riesgoso y aún vergonzoso en este hecho, hoy es más que nunca grave, ha sido perfectamente puesto en claro por el autor de un patriótico folleto que anda de mano en mano, con el título de Rojos y Azules.

 Naturalmente hay quienes se han asustado con los rápidos progresos de esta nueva dolencia de nuestro cuerpo social, y han comenzado a pedir la disolución de los clubs y el abandono del juego de pelota. Por nuestra parte, hemos tomado la pluma para contrariar esta resolución extrema, si es que ha llegado a pensarse en ella. El mal exige remedio; pero no tal que sea peor que el mal mismo. Es útil a los jóvenes cubanos el base ball; debe subsistir. Lo que importa es que le den su verdadero lugar, como diversión favorable al desarrollo físico, a la salud y al vigor mental; y no conviertan lo que debe ser solo un medio en el único objetivo de sus esfuerzos. Pongamos más allá, en lo alto y bien visible, la idea superior que comunica todo su valor a estos ejercicios: la necesidad suprema, para un pueblo que ha perdido buena parte de su juventud, de sustituirla con otra igualmente robusta, sana y emprendedora.

 Como remedios particulares deben recomendarse la introducción de otros sport, la formación de sociedades gimnásticas, de clubs de esgrima y tiro, que compartan la afición de los jóvenes y aun la curiosidad pública. Todo esto debe vivir al aire libre, como las sociedades de pelota, exhibirse. Su objeto es eminentemente social, y deben tomar su porción de la atmósfera social. Nuestro progreso será cierto, indiscutible, el día en que entre nosotros el buen sportman haya destronado al buen bailador.

 Si se necesitan ejemplos para confirmar lo que parece tan claro, tenemos a la mano uno decisivo. Reseñando hace poco un corresponsal irlandés de la revista neo-yorkina The Nation los progresos del espíritu público en Irlanda, aduce, como muestra evidente, la reaparición de las antiguas sociedades de pelota, que se han esparcido por todo el país. Señal de que progresa el espíritu del pueblo, dice, es el establecimiento general de los clubs de foot-ball y de hurling (también una especie de juego de pelota) y de las sociedades atléticas gaélicas. . . Era de ver en Cork los millares de personas que acuden todos los domingos a presenciar los juegos entre los clubs de los distritos vecinos. Apartados de toda disciplina militar, en general, y del manejo de nuestros asuntos, somos, de todos los pueblos que conozco, el más indócil, el menos acostumbrado a reunirnos, y a contender y discutir sin perder el aplomo. El aumento de estos ejercicios varoniles en el pueblo debe considerarse como una ganancia positiva y una disciplina moral. Parecen escritas para nosotros esas frases.

 Y si fuera lícito —¿por qué no ha de serlo?— comparar nuestra pequeñez con la grandeza de otros, ¿cómo no recordar que la Liga de los Patriotas en Francia ha ejercido su principal influencia estableciendo sociedades gimnásticas y de sport, donde se vigorizan y disciplinan las  nuevas generaciones de franceses. Únicamente con haber subordinado el provecho inmediato al objeto superior y más distante, la educación física de la nueva Francia, ha logrado esta famosa sociedad apagar en su seno toda chispa de rivalidad mal sana, y ha podido inscribir como lema, al frente de su periódico oficial Le Drapeau estas hermosas palabras: «Republicano, bonapartista, legitimista, orleanista, estos, entre nosotros, no son sino los nombres de pila. Nuestro apellido es Patriota”.  

 Mediten el lema nuestros jóvenes y entusiastas sportmen; y comprenderán que lejos de haber llegado la hora de disolver los clubs, lo que ha llegado es el momento de infundirles un espíritu superior, que les haga considerar muy pequeñas las rencillas y divisiones que los enemistan, puesto que embarazan y ponen en peligro la obra provechosa, la obra patriótica en que están empeñados. Nos basta con media docena de atletas; pero necesitamos muchos, muchos jóvenes vigorosos y duros a la fatiga. Si no los formamos con el bate, el remo, las palanquetas o las barras, ¿con qué los formamos? Podemos cerrar los clubs; pero ensanchemos entonces la vallas y los garitos. 


Revista Cubana, t.VI, 1887, pp. 86-88.

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