Una afición enloquecedora por el baile cunde
en ciertas épocas del año, como una epidemia de satiriasis, en el seno de la
sociedad cubana. Por todos los ámbitos de la ciudad, resuena el penetrante
alarido del cornetín, reclamando al macho y a la hembra para la fiesta
hipócritamente lúbrica. Desde el modesto estrado hasta el amplio salón de la
más encopetada sociedad pública, acuden todos confundidos y delirantes a
remedar sin pudor ni decoro escenas sáficas de alcoba, bautizadas con los
nombres de danza, danzón y yambú.
Músicos y compositores -por lo regular de raza
de color- rotulan con el dicharacho más expresivo recogido de la calle o del
tugurio, sus abigarradas composiciones, cuyo ritmo son la expresión musical
imitativa de escenas pornográficas, que los timbales fingen como redobles de
deseos, que el ríspido sonsonete del guayo, como titilaciones que exacerban la
lujuria, y que el clarinete y el cornetín en su competencia estruendosa y
disonante, parecen imitar las ansias, las súplicas y los esfuerzos del que
lucha ardorosamente por la posesión amorosa.
Al son de esa música alborotosa y lasciva, que
flagela con sus bruscas agudezas la sensibilidad más adormecida, provocando una
reacción de espasmo lúbrico, muévense las parejas con voluptuosa indolencia.
El cuerpo de una mujer —quizá honrada y
virtuosa— se enlaza confiada al del mancebo bailador. Parecen dos estatuas
fundidas al calor de la lujuria. Él siente sobre su pecho la dulce presión del
alto relieve del seno ondulante y a veces hasta la turgecencia de los pezones
eréctiles de la bailadora, y ella en su mejilla acalorada por el deseo, el vaho
de la respiración entrecortada del varón.
Ambos giran, se adelantan y retroceden
graciosamente, proyectando en un mismo plano, cortado tan sólo por la arrugada
falda, las caderas y los muslos que se rozan fuertemente, siguiendo las
ondulaciones y peripecias del baile. Ella siempre flexible, arqueando
provocativamente el talle, se desliza, al parecer, serena, fingiendo candor en
la lubricidad, y él, excitado, atormentando su virilidad exaltada, pretende
aparecer correcto bailador, ajustando sus afeminadas actitudes a los
desordenados compases de la música.
Son seres refinados que apuran la
voluptuosidad, mortificando las funciones del sexo, como pudieran hacerlo, al
son de la guzla, los eunucos en los serrallos o al triste plañir de la cítara
griega, las apasionadas histéricas de Lesbos.
El clarear del día, después de seis horas de
incesante baile, viene a sorprender a los trasnochadores. Ellos, la generación
del mañana, se alejan satisfechos, como
los viejos verdes que se contentan con el ardor genésico, incapacitados ya para
la consumación; y ellas absueltas de antemano por la sociedad, el cura o el amante, que toleran
semejantes transgresiones del pudor femenino, desfilan también con los pies
mutilados, las caderas adoloridas, enrojecidos los ojos. Entraron alegres con
la frescura juvenil en el semblante y se retiran de la fiesta como de una
orgía; con la faz clorótica alargada por el rictus de la fatiga sensual y la
agitación interior de los deseos contenidos. Detrás de ellas van los viejos
cabestros, con sus caras serias de padres formales, y sus ojos papujos cargados
de sueño, guardando cuidadosamente la virginidad de sus hijas, de esas vestales
ya iniciadas en los eróticos misterios de la Venus Ficatrix.
Benjamín de Céspedes: La Prostitución en la ciudad
de la Habana, 1888, pág. 140.