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jueves, 30 de mayo de 2024
miércoles, 29 de mayo de 2024
domingo, 26 de mayo de 2024
Salomón de la Selva
Las Novedades desea no dejar sin mención el reciente triunfo del poeta Salomón de la Selva. Aunque nació en Nicaragua (hace apenas veintiún años) y aunque maneja con elegancia el castellano, su verdadera lengua literaria es el inglés. Se le conocía ya y se le estimaba en los círculos literarios de los Estados Unidos; pero el triunfo que le coloca en la primera fila de los poetas norteamericanos es el que acaba de obtener con la publicación, en la aristocrática revista The Forum, de su poema “A Tale from Fairyland” (“Cuento del País de las Hadas”).
El poema ha sido comentado con gran aplauso en todos los cenáculos neoyorquinos. El distinguido antologista Mr. Braithwaite, que recoge en un volumen las mejores poesías de cada año, ha decidido darle sitio de honor en la colección de 1915.
El “Cuento del País de las Hadas” es un poema de exquisito corte
prerrafaelista. El poeta narra cómo tuvo una visión deslumbradora, y tejió con
palabras una tela maravillosa. “Y había palabras como rosas; y palabras
resonantes, como el vuelo súbito de multitud de pájaros. Y palabras de selvas,
como hojas, que, siempre trémulas, hacían murmurantes los versos. Y una palabra
era luna: una sílaba argentada, y casta, y plena de conjuros. Y una palabra era
sol: y era redonda, y era cálida, y tenía sonido de oro. Y una palabra suave
era como carne de doncella y como rosa blanca, y de venas delicadas: contenía
el día y la noche. -Y tejí con todas estas palabras un cantar, una tela de
palabras, que alegró mi corazón triste”. Y cuando concluyó, dijo: el rey la
comprará. Y la tela lírica sería famosa, y su fama llegaría hasta los santos
ermitaños; y éstos dirían: “Debe de ser más hermosa que el nacer del día. Dios
bendiga las manos que la tejieron, y Dios bendiga el alma del hombre que soñó
tanta belleza”. El poeta llegó a la puerta del palacio real con su tela. El
crítico le detuvo en la puerta, y juzgó desdeñosamente la tela. El poeta,
entonces, la vendió por cobre, y se fue adonde van los parias. Pero un día la
Cenicienta vistió la tela, y ésta fue famosa, y peregrinos iban a verla. Y
Jasón, por amarla mucho, realizó proezas. Y pasó de mano en mano, y nunca
perdió su encanto. Y cuando murió Jesús, José de Arimatea lo envolvió en ella.
Tres días vistió Jesús la tela, y era digna de él. Y la vestirá en el día del
juicio, y los Santos Patriarcas dirán: “Dios bendiga las manos que la tejieron,
y Dios bendiga el alma del hombre que soñó tanta belleza”.
Las Novedades, 22 de julio, 1915, p. 7; OC, 5, 1911-1920, Editorial Nacional, Santo Domingo,
2013, pp. 266-65.
viernes, 24 de mayo de 2024
Alice Meynell
Pedro Henríquez Ureña
Ninguna mujer ocupa hoy en las letras inglesas puesto igual al de Alice Meynell. Es uno de los mejores poetas de Inglaterra y al mismo tiempo uno de los mejores prosistas. Su poesía asciende a las cumbres de la inspiración mística (la poetisa es católica) o canta con los más suaves tonos íntimos. Poesía de técnica exquisita, de ideas sutiles, de emociones hondas, tiene todas las virtudes que hacen definitiva y clásica, des de su aparición, a la obra artística.
En la prosa, nadie quizás maneja actualmente el inglés con más fina precisión, con más impecable gusto en la selección de palabras, en la combinación de cadencias verbales. Sus ensayos, -pues nunca ha intentado la novela ni otros géneros de prosa-, son también clásicos. De ellos ha publicado la casa de Scribner una selección (Essays) que contiene las mejores páginas de sus libros anteriores: El ritmo de la vida, El color de la vida, El espíritu de los lugares, Los niños, La huida de Ceres.
Ninguna página suya tan famosa como la intitulada El color de la vida, que figura ya entre los cien mejores ensayos ingleses de la excelente Biblioteca Everyman. El color de la vida, para Alice Meynell, es el de la blanca piel humana, a través de la cual se adivina la roja corriente de la sangre.
Los ensayos que traducimos en seguida, Los descivilizados (palabra con que designa, no a los incivilizados, sino a los hombres en quienes la civilización ha descendido por influencia de la mediocridad) y Los honores de la mortalidad (donde celebra el triunfo del arte efímero pero realmente vivo mientras dura, el arte que prefiere los honores de la mortalidad a las responsabilidades de la inmortalidad) son, si más cortos, no menos interesantes. Los descivilizados encierra una grave lección sobre las orientaciones de la cultura en los pueblos nuevos, -colonias como Australia o naciones como los Estados Unidos-, y los nuestros debieran oírla.
Hay en torno de Alice Meynell una aureola romántica. Los poetas de las nuevas generaciones, para quienes son sagrados el nombre y la obra del intenso y majestuoso Francis Thompson, ven en ella a la que fue admirable protectora y amada ideal del poeta largo tiempo oscuro y hoy divinizado. A través de toda la obra de la poetisa y del poeta, mientras él vivió, se entabla un largo y delicado coloquio espiritual, de que forman parte la colección Amor en el regazo de Diana, de Thompson, y los mejores sonetos de Alice. El epílogo está en los dolorosos versos de Parted (Separados…).
Además, la madre es en Alice Meynell no menos admirable que la artista, como lo revelan sus preciosos ensayos sobre Los niños y los frutos recogidos de la educación de sus hijos Everard y Viola, hoy escritores de valer y de porvenir.
LOS HONORES DE LA MORTALIDAD
ALICE MEYNELL
La brillantez del talento artístico que hoy se dedica a las labores del día o de la semana, en los periódicos ilustrados, es, seguramente, una confesión de que los Honores de la Mortalidad son apetecibles. Hace cincuenta años, los hombres trabajaban por los Honores de la Inmortalidad; ésta era el lugar común de sus ambiciones; desdeñaban poner belleza en las cosas de diario uso, destinadas a romperse o a gastarse, y aspiraban a sobrevivirse pintando más cuadros. Así, la acumulación de sus malos cuadros unidos a los nuestros de hoy, ha llegado a constituir problema para las naciones no menos que para los dueños de casa. Hoy los hombres principian a darse cuenta de que sus hijos preferirían heredar pocos recuerdos fantásticos. “El arte, al fin, consiente en trabajos sobre la porcelana y sobre las telas condenadas al término natural y necesario, la destrucción; y se lanza con decoroso empeño a dar de sí, día por día, cuanto puede, sin más estímulos que el proceso y el olvido.
Sin duda que este abandono
de esperanzas tan vastas, y a la vez tan fáciles, cuesta algo al artista; es
más, implica una aceptación de lo inevitable que mucho tiene de heroica. El
premio de este sacrificio está en el singular y ostensible aumento de vitalidad
que se advierte en esta labor hecha para vivir vida breve. La vida recompensa
bien la aceptación de la muerte; puesto que morir es haber vivido. Hay
verdadera circulación de sangre, -rápida actividad, belleza momentánea,
abolición, recreación. El triunfo de un día es en verdad el triunfo de ese día.
Entra en el tesoro de las cosas que honrada y completamente han terminado y
desaparecido. ¿Acaso podría decirse igual elogio de un cuadro sin vida? ¿Quién,
entre los prudentes, ha de vacilar? ¿Triunfar por sólo un día, -día especial,
con nombre y fecha, distinto de todos los demás en todas las épocas-, o
producir, para tiempos ilimitados, el fastidio?
LOS DESCIVILIZADOS
ALICE MEYNELL
La mayor dificultad, cuando hay que tratar, críticamente, con el hombre descivilizado, es ésta: cuando se le acusa de vulgaridad, -omitiendo, sin duda, la palabra-, se defiende como si se le imputara barbarie. Especialmente el de suelo nuevo, -remoto, colonial-, os afronta, bronceado, temeroso en el fondo, como convencido a medias de su salvajismo, y en parte persuadido de la juventud de su propia raza. Escribe, y recita, poemas sobre ranchos y sierras, con los cuales pretende sugerir su naturaleza impetuosa y revelar el bien que se esconde bajo las rebeldes costumbres de una sociedad joven. Allí está para explicarse, voluble, con un glosario de su propia jerga incongruente.
Pero su colonialismo no es sino provincialismo que habla con exuberancia. Los nuevos aires hacen parecer más viejas aún las antiguas decadencias; el suelo joven no logra sino colocar en condiciones nuevas lo repetido, lo manoseado, lo barato, los sentimientos mediocres de una raza que se desciviliza. El mismo personaje que asume el parlero papel juvenil se apresura a daros seguridades, con cara sincera negación, de que no usa penachos de pluma ni se pinta el cuerpo para salir en son de guerra; y así, resulta doblemente difícil explicarle que nunca se sospechó de él sino el uso (metafóricamente hablando) de trajes de segunda mano. Y cuando no se trate de censura, sino de elogio, aun los norteamericanos quedan descontentos ante las palabras de los juiciosos que les elogian sus finos triunfos en la literatura de tradición inglesa, en el arte de tradición francesa; preferirían el aplauso que les estimule a escribir poesías en forma de prosa o a pintar paisajes con aspecto de panoramas, después de educarse a prisa en academias nacionales. Aun hoy, voces inglesas piden a la América que comience; que comience, porque el mundo está en espera. Cuando en realidad no hay comienzo para ella, sino continuidad, hermosa y admirable continuidad que sólo el constante cuidado puede llevar a sostenido avance.
Pero el hombre descivilizado no es peculiar del suelo nuevo. El pueblo, la aldea, en Inglaterra, lo conocen también en toda su vulgaridad cotidiana. En Inglaterra, también, tiene su literatura, su música, suyas propias, derivada de muchas y muy diversas cosas de precio. La basura artística, en la plenitud de su baratura y su falta de sencillez e imposible sin un pasado hermoso. Su característica principal, que es la inutilidad, no el fracaso, no podría alcanzarse sin el largo abuso, la reproducción multiplicada. El diario rebajamiento de las expresiones del arte, especialmente la expresión por palabras. La alegría, el vigor, la vitalidad, la coordinación orgánica, la pureza, la sencillez, la precisión, todas estas cualidades se hallan entre los antecedentes de la basura. Esta viene después de ellos; y procede ¡oh desgracia! de ellos. Nada más triste que esta prueba de lo que puede constituir el fracaso de las cosas derivadas.
No podamos escoger nuestra posteridad. Volviendo atrás sobre los pasos del tiempo, podemos, sí escoger entre lo que nos precede. Po demos dar a nuestros pensamientos antepasados nobles. Bien concebidas, bien nacidas, sí deben serlo nuestras ideas; y pueden tener ilustre abolengo. Tenemos voz para decretar la herencia que aceptamos; no solo en cuanto a las cosas heredadas, sino además en cuanto a su procedencia. Nuestro espíritu puede marchar hacia atrás y llegar a los más ricos pozos y fuentes de las artes. Los hábitos mismos, de nuestros pensamientos pueden irse, sin advertirle, por las vías que les señala su historia artes del nacer. Y sus compañeros deben ser hermosos, aunque no más que sus antecesores; y así engendrados, y así hermanados, nuestros pensamientos -confiamos- sabrán seguir las sendas nobles de la literatura.
Tal confianza tenemos en la herencia que recibimos y aceptamos. Pero ¿de la descendencia, quién está seguro? ¿Quién está a cubierto de los peligros de la posterior depreciación? Y más aún, ¿quién de nosotros señalará las corrientes actuales, una que va hacia el triunfo, otra que va hacia el deshonor? ¿O quién descubrirá por qué la derivación se vuelve degeneración, y cuándo y cómo se inicia bastardía? Los descivilizados tienen todas la perfecciones de la gracia entre los antecedentes de sus vulgaridades, todas las distinciones entre los precedentes de sus mediocridades. Para toda canción de café-concierto, ya sea que finja suspiro, risa o juego, existe la excusa de que la ficción fue sugerida, fue precedida, por una belleza, viva en otra época. Ni hay que condenar a los descivilizados como si hubieran en sí mismos poseído la civilización y la hubieran rebajado. No; nunca la poseyeron; nacieron con la tendencia a la mediocridad, con la inclinación hacia las cosas intelectualmente baratas. Y la tendencia no puede hacer otra cosa sino continuar.
Nada se ve más terrible que el futuro de este mundo de segunda mano
que se multiplica. Los hombres no tienen que ser vulgares solo porque son
muchos; pero cuando la infección de la vulgaridad ataca la multitud, ¡qué
porvenir de insignificancia! Los ojos que a desgana, descubren esta verdad, -los
vulgares no son incivilizados, y que no hay progreso para ellos-, no les
auguran ningún verdadero porvenir. ¡Más canciones de café, más lenguaje
curioso, más voces estruendosas de barítonos, más pinturas de cromo, más poesía
colonial, más naciones jóvenes con tradiciones deslustradas! Sin embargo, ante
esta perspectiva levantan su voz los provincianos de allende los mares, con
alarde o promesa no raros, entre los jóvenes incapaces, pero sólo perdonable en
los viejos. Prometen al mundo una literatura, un arte, que serán nuevos ¡sólo
porque sus bosques no están medidos y su ciudad acaba de construirse! Pero en
qué consistirá la novedad no saben decirlo. Ciertas palabras fueron terribles,
un día en boca de la vejez desesperanzada. Terribles y lamentables como amenaza
de un rey impotente (Lear), ¿cómo se oirán cuando sean las promesas de un pueblo
incapaz? Haré cosas tales, lo que son, no lo sé.
Las Novedades,
9 de septiembre, 1915, p. 7. OC, 5, 1911-1920, Editorial Nacional, Santo Domingo, 2013, pp. 295-99.
jueves, 23 de mayo de 2024
Carta a Alice Meynell
Señora dilectísima
que por tu sentido recto de la vida
y tu soberanía sobre las letras eternas,
y tu maravillosa visión de las cosas,
y tu larga intimidad con el amor y la belleza,
has sido para mí Diótima de Mantinea:
¡Que mi carta te encuentre entre tus libros,
rodeada de inmortalidad,
o en medio de los álamos de tu jardín, en Sussex,
recordando el Lilium Regis de Francis Thompson!
La biblia de la sangre, oh maestra,
en edición estupenda,
única, incunable, costosísima,
te regalo para
tu biblioteca.
Lee en ella el futuro inminente,
y piensa en mí que no negué la tinta
imperecedera de mis venas.
Dile a los inmortales de tu círculo,
que del hilo fluyente de la vida,
la tierra se ha tejido mantos púrpuras
y se ha vestido, emperatriz, de aurora
gracias a que en el mundo casi no hay sangre inédita.
¡Rojo está el mundo, rojo
de tanta sangre publicada!
¡Ay de quien no sepa leer!
¡Peor de quien no quiera!
¡Peor aún de quien intente borrar aunque sea una línea!
lunes, 20 de mayo de 2024
Dos poemas de Dylan Thomas
Apostilla del traductor
Traducir, ya resulta pueril y ocioso
recordarlo, es un arte difícil. Traducir a Dylan Thomas es doblemente difícil, porque
en una poesía como la suya, en la que cada vocablo puede encerrar tantas tan
misteriosas sugerencias, y decir mucho más de lo que expresa, hay que traducir
primero el alcance esotérico que es fuerza descubrir en la concatenación de las
palabras; y después traducir de un idioma a otro el significado de las palabras
mismas, que no siempre es el más usual y vulgar.
Me he entretenido, a título de mero ensayo, en trasladar al idioma
español dos breves poemas de Dylan Thomas. He querido ajustarme con estricta
fidelidad al original, sin olvidar en un tanteo de equivalencias, el ritmo
interior que da categoría de versos a los renglones de Dylan Thomas. Que la
fidelidad rigurosa de los vocablos no conspire, al hacinarlos en otra lengua, contra
la interna armazón rítmica: tal ha sido mi mayor empeño.
Max Henríquez Ureña
Amor en el asilo
Alguien, extraño, ha venido
a compartir mi alcoba en la casa que no está precisamente
en la cabeza,
una muchacha loca como los
pájaros
echando el cerrojo a la noche de la puerta con su brazo,
su plumaje,
rígida en el envuelto lecho
mistifica con nubes fugaces la casa hecha
a prueba de cielo,
y también mistifica con sus
paseos la alcoba de pesadilla,
sin límite como el vacío,
o cabalga los imaginados océanos de hacinamientos
masculinos.
Llegó aquí posesa,
como que recibe la ilusoria luz a
través del fuerte muro,
poseída por los cielos
duerme en la estrecha artesa, aunque también pasea
el polvo
delira con su voluntad
sobre los tablados del manicomio desgastados
por mis lágrimas ambulantes.
Y elevado a plena luz en sus brazos por tiempo
duradero y grato,
podré sufrir infaliblemente
la primera visión que incendió
las estrellas.
Y yo me siento mudo
La fuerza que armada de verde cuchilla se lleva la flor
se lleva mi verde edad;
la que hace volar en trozos las raíces
de los árboles,
me aniquila y destruye.
Y yo me siento mudo para decir a
la rosa hecha trizas
que mi juventud se quiebra con la
misma helada fiebre.
La fuerza que hace pasar agua al través de las
rocas
se lleva mi sangre roja;
la que agota y deja secos los
estruendosos torrentes,
convierte el mío en cera.
Y yo me siento mudo para gritar
dentro de mis venas
cómo en aquel arroyuelo de la
montaña se sacia la misma
sedienta sed.
La mano que remueve las aguas en la alberca,
agita la arena movediza;
la que echa su amarra al viento
tempestuoso
se lleva mi vela desplegada, mi
mortaja.
Y yo me siento mudo para decir al hombre que está
frente a la horca
cómo de mi propia arcilla se hizo
el barro del verdugo.
Los labios del tiempo van en busca del
manantial;
el amor destila y recoge, pero en
la sangre vertida
calmará ella sus desgarraduras.
Y yo me siento mudo para decir al
viento
cómo el tiempo ha marcado con un tic-tac un cielo
en torno a las estrellas.
Y yo me
siento mudo para decir a la tumba del amante
cómo en mis propias sábanas se retuerce el mismo
abyecto gusano.
Orígenes, 38, pp. 30-31.
domingo, 19 de mayo de 2024
El niño que duerme
Charles Péguy
Nada es tan bello como un niño que se duerme haciendo
su plegaria, dice Dios.
Yo os lo digo: nada es tan bello en el mundo.
Yo no he visto jamás nada tan bello en el mundo.
Y no obstante yo he visto todas las bellezas del mundo.
Y yo me conozco. Mi creación reboza de bellezas.
Mi creación rebosa maravillas.
Son tantas que no se sabe dónde colocarlas.
Yo he visto millones y millones de astros rodar bajo mis
pies
como la arena del mar.
Los días estivales de junio, de julio y de agosto.
Yo he visto las noches de invierno posadas como un manto.
Yo he visto las noches de estío calmas y dulces como una
caída
del paraíso,
Consteladas de estrellas.
Yo he visto los collados de Mosa y las iglesias que son
mis propias casas.
Y Paris y Reims y Rouen y las catedrales que son mis
propios palacios
y mis castillos.
Tan bellos que los guardaría en el cielo.
Yo he visto la capital del reino y Roma capital de la
cristiandad.
He oído cantar la misa y las triunfantes vísperas.
Y he visto los llanos y valles de Francia
Que son más bellos que todo.
Yo he visto la profunda mar, la foresta profunda, y el
corazón
profundo del hombre.
Yo he visto los corazones devorados de amor durante vidas
enteras.
Perdidos de caridad,
Ardiendo como llamas.
Yo he visto a los mártires henchidos de fe
Tenerse como una roca sobre el potro,
Bajo los dientes de hierro
(Como un soldado que se mantuviese firme toda la vida,
Por la fe,
Por su general (aparentemente) ausente).
Yo he visto a los mártires flamear como antorchas
Preparándose así las palmas siempre verdes.
Y yo he visto brotar bajos las garras de hierro
Gotas de sangre que resplandecían como diamantes.
Y yo he visto brotar las lágrimas de amor
Que durarán más tiempo que las estrellas del cielo
Y yo he visto las miradas de súplica, las miradas de
ternura,
Perdida de caridad,
Que brillarán eternamente en noches y noches.
Y yo he visto las vidas enteras, del nacimiento a la
muerte,
Del bautismo al viático,
Desenlazarse como una bella madeja de lana.
Y yo lo digo, dice Dios, no conozco nada tan bello en
todo el mundo
Como un niño que se duerme haciendo su plegaria.
Bajo el ala de un ángel guardián.
Y que sonríe a los ángeles comenzando a dormirse;
Y que ya confunde todo y no comprende más nada;
Y introduce las palabras del Padre Nuestro, revueltas y
extraviadas
en las palabras del Te Saludo, María.
Mientras que un velo desciende ya sobre sus párpados,
El velo de la noche sobre su mirada y sobre su voz.
Yo he visto los más grandes santos. Pues bien, yo os lo
digo,
No he visto jamás nada tan gracioso y en consecuencia no
conozco
nada tan bello en el mundo
Como ese niño que se duerme haciendo su plegaria
(Como ese pequeño ser que se duerme de confianza)
Y que mezcla su Padre Nuestro con su Te Saludo, María
Nada es tan bello, y es al mismo tiempo un punto
En el que la Santa Virgen está acorde conmigo.
Y bien puedo decir que es el único punto en que estamos
de acuerdo.
Pues generalmente tenemos pareceres opuestos,
Porque ella está hecha para la misericordia.
Y está bien que yo sea para la justicia.
Fragmento de “El misterio de los Santos Inocentes”,
en Clavileño, núm. 2, septiembre de 1943.
Traducción de Gastón Baquero
viernes, 17 de mayo de 2024
El cálido corazón de Gerardo Diego
Gastón Baquero
El hombre realmente valioso,
reserva siempre a sus semejantes grandes sorpresas. La apariencia puede engañar
mucho, y lo más frecuente es que la imagen generalizada o corriente de ese
hombre cree a su alrededor un mal entendido, un desenfoque que impida ver al
hombre verdadero.
La persona “civil” de Gerardo no daba a
primera vista la imagen real del poeta Gerardo Diego. Hombre capaz de silencios
y hasta de mutismos, mantenía un talante tan sereno y reposado que no se le
asociaba nunca al hombre expansivo, comunicante fácil, presto a mostrar sus
poesías a la primera provocación, que es casi siempre la marca de fábrica de
los poetas.
Decía Nietzsche que el poeta quiere siempre
tener un público, aunque sea de rinocerontes. Gerardo Diego no quería asomarse
al balcón, no se exhibía, no era un peligro público. Seguro estoy de que jamás
dio lata a nadie. “Latoso”, según Croce citado por Ortega, es el que nos quita
la soledad y no nos da la compañía”. Hasta en la clase imagino a Gerardo
comedido y medido, transmitiendo sus conocimientos a sus alumnos como quien sin
elevar la voz sabe hacerse oír y entender personalmente por cada uno.
Un poeta que no grita es un papemor, un ave
rara que dijera Darío; pero un poeta en lengua castellana silencioso, es casi
un milagro de rareza, una sorpresa. De Gerardo Diego es frecuente decir que era
impávido, frío, cerrado como una ostra. Porque no se advertía que su manera “natural”
de guardar silencio, de ahorrar cháchara y palabrería, no se debía a
retraimiento ni a inapetencia de diálogo con sus semejantes, sino que obedecía
a una auténtica e inevitable manera de ser, de estar pon el mundo un hombre
lleno de equilibrio y de luz. La contemplación preferentemente muda de ese
mundo –persona, idea, paisaje, emociones– era connatural a él. Cuerpo y alma
suyo eran estos absortos, contemplativos para lo activo que el poeta transmite
y manifiesta en la poesía. Su contemplación alerta y muy viva del orbe poético
le permitió producir en el momento genésico, en la hora augural de la nueva
poesía española, su inmejorable “Antología”, que sigue siendo la partida
bautismal de la generación del 27, madre a su vez de nuevas generaciones. Para
la América hispanohablante la “Antología” de Gerardo Diego, fue exactamente lo
que la antología de Federico de Onís para sacudir el árbol exhausto del post-dariismo.
Todos aprendimos mucho de Gerardo Diego, todos le debemos, allá y aquí, mucho
más de lo que confesamos.
El dinamismo interior suyo hizo posible su
adelantamiento en tantas zonas de lo más nuevo, desde los días semilúdicos,
semiprecursores del Creacionismo, las hélices y los paracaídas del Huidobro de
Altazor y de las “extravagancias” de Guillermo de Torre y todo el grupo.
Gerardo Diego que parecía que nunca había roto un plato, hacía saltar por los
aires las viejas vajillas esqueléticas ya.
Porque dentro y detrás del señor inalterable, palpitaba un muy cálido
corazón. Personalmente quiero contribuir a la férvida evocación, tan merecida,
que en el Centenario del nacimiento de Gerardo Diego se está haciendo, con la
impertinencia de una anécdota personal. Mantuve con él, en La Habana y luego
aquí, una amistad apropiada para el estilo de Gerardo Diego: amistad serena,
sin estrépitos, sin golpecitos en la espalda y sin abrazos (hay en la comedia
de la vida mucho abrazo que es puro “abraso”). En el primer día de Navidad de
mi nueva vida como exiliado en Madrid de un régimen que por entonces era visto
como la resurrección de Cristo y la consumación de la Utopía, cuando casi nadie
me dirigía la palabra por no ser confundido con los cubanos malos, enemigos de la
renovación “salvadora de Cuba y del mundo”, se presentó de súbito en mi casa el
poeta Gerardo Diego: “Vengo a invitarlo, dijo, para que pase esta noche de
Navidad en mi casa con mi familia. No quiero que se quede solo”.
No me fue posible aceptar aquella conmovedora
invitación. Pero sí pude tocar natural y nítidamente el cordial corazón de un
hombre que parecía lejano y remoto, indiferente y frío.
¡El cálido corazón de Gerardo Diego! Quisiera
que ese sentimiento de su verdad verdadera, presidiera y preludie hoy la
lectura de sus nobles poemas.
ABC, 16 de febrero de 1996.
miércoles, 15 de mayo de 2024
Desdoble y despliegue de Gastón Baquero
Gerardo Diego
El equívoco de las palabras “desdoble” y “desdoblamiento” consiste en que suponen en el corriente uso, que un uno se hace dos, siendo así que lo que nos dicen es que las dos mitades plegadas, coincidentes como las alas de una mariposa, se separan y se extiende visible la unidad del ser, al que antes no veíamos, ni acaso conocíamos, sino por una de sus caras.
Por otra parte, no hay sólo el caso binario, sino el ternario o múltiple indefinidamente. No es morboso que un ser rico de alma pueda aparecérsenos o descubrirse ante su propia conciencia, multiplicado por dos o por más de dos “sin dejar de ser uno”, sin perder su unidad. Y esto es lo que sucede naturalmente con los artistas, con los creadores -poetas, pintores, músicos-, capaces de albergar en sí mismos varios hombres, varias almas disimuladas en el habitual repliegue de su vida vulgar. Pero ese repliegue se abre en despliegue y el primer maravillado es el mismo ubicuo y anacrónico o sincrónico imaginador y sentidor.
Un poeta puede así ir atesorando testimonios en un memorial de esa su vida soñada y profunda. Rafael Alberti cantó en inolvidable cantar: “Si Garcilaso volviera, yo sería su escudero: qué buen caballero era”.
Otro poeta, Gastón Baquero, poeta y periodista también
magistral, se siente, siendo él mismo, viviente en otras vidas. Y hemos de
darle crédito, aprobar su fantasía romántica, hoffmanesca, juanpaulina, fantasía
que levanta y cuaja fantasmas que podemos tocar con los dedos. Basta que él lo
diga -con tanto talento como emoción acumulada- para que le tengamos que creer.
Si la poesía es acto de fe y no puede ser otra cosa en la comunicación de poeta
y lector, creamos a Gastón Baquero a pie juntillas. Lo mismo si nos asegura que
cuando Juan Sebastián comenzó a escribir la "Cantata del café”, que él estaba
allí, sobre sus hombros, llevándole con la punta de los dedos el compás de la zarabanda. O cuando el “signorino” Rafael subió a pintar las cataratas
vaticanas, él le alcanzaba los distintos colores y se los mezclaba y atenuaba
sutilísimamente. O cuando Mozart simboliteaba (con la lengua entre los dientes
de ratón) los misterios de su "Flauta", él le tendía un alón de pollo y un vaso
de vino.
Sí, hay muchos poetas, muchos músicos en su
poesía. Pero es porque los poetas son los supremos testigos, los menos desmemoriados
memorialistas. Como los músicos son los aburridores del tiempo, los que lo alisan
y lo doman, y nos lo entregan mágico y puro en los barrotes de sus pentagramas.
“Desdoble y despliegue”, ABC, 5 de noviembre de 1968. Caricatura: Méndez-Chacón, ABC, 20 de mayo de 1963.
domingo, 12 de mayo de 2024
La despedida
Coventry Patmore
No fue como tu grande y suave cortesía.
Tú, que estás libre de reproches,
¿nunca, mi amor, te arrepentiste
de cómo, aquel crepúsculo de julio,
te marchaste,
con repentina frase incomprensible
y el miedo entre los ojos,
en ese viaje de tan largos días,
sin un beso siquiera, o un adiós?
Bien supe yo que pronto partirías,
y así esperamos en la tarde leve,
tú susurrándome en tu voz tan frágil
arrasadoras alabanzas.
Pues bien, fue bueno
escucharte decir aquellas cosas,
y muy bien yo sabía
qué dio a tus ojos su amorosa sombra
como el viento del sur a un bosquecillo.
Y fue tu grande y suave cortesía
quien te hizo hablar de cosas cotidianas
alzando el luminoso, triste párpado,
para dejar lucir la risa
mientras yo me inclinaba
porque tu voz apenas ya se oía.
Pero dejarme así en terror de pronto,
por el asombro más que por la pérdida,
con frase vaga, incomprensible,
y el miedo entre los ojos,
para irte al viaje de todos tus días,
sin un beso siquiera, o un adiós,
vacía la mirada final en que te fuiste,
no fue según tu grande y suave cortesía.
It was not like your great and gracious ways!
Do you,
that have naught other to lament,
Never, my
Love, repent
Of how,
that July afternoon,
You went,
With
sudden, unintelligible phrase,
And
frighten'd eye,
Upon your
journey of so many days
Without a
single kiss, or a good-bye?
I knew,
indeed, that you were parting soon;
And so we
sate, within the low sun's rays,
You
whispering to me, for your voice was weak,
Your
harrowing praise.
Well, it
was well
To hear you
such things speak,
And I could
tell
What made
your eyes a growing gloom of love,
As a warm
South-wind sombres a March grove.
And it was
like your great and gracious ways
To turn
your talk on daily things, my Dear,
Lifting the
luminous, pathetic lash
To let the
laughter flash,
Whilst I
drew near,
Because you
spoke so low that I could scarcely hear.
But all at
once to leave me at the last,
More at the
wonder than the loss aghast,
With
huddled, unintelligible phrase,
And
frighten'd eye,
And go your
journey of all days
With not
one kiss, or a good-bye,
And the
only loveless look the look with which you pass'd:
Twas all
unlike your great and gracious ways.
Traducción:
Eliseo Diego
viernes, 10 de mayo de 2024
Coventry Patmore
Eliseo Diego
Si nos guiamos por la arrogancia
de su cabeza de águila, no debió ser muy fácil llamar amigo a Coventry
Patmore. Y sin embargo, sus versos están tramados con hebras de compasión y
ternura.
Su cada día transcurrió a la luz del gas que
iluminó a Victoria, la Reina. O más bien su cada noche, pues el día es siempre
cosa del sol, a quien no interesan mucho los reinados ni los inventos de los
hombres.
Divagaciones, a mi juicio, pertinentes en el
caso de Patmore, ya que los mejores poemas que escribió brotan todos de su vida
inmediata, cotidiana -de sus noches y sus días. Nada más inmediato, por ejemplo,
que la muerte de la mujer de uno.
Los versos titulados “Departure” (literalmente
“La Partida”, si bien en español me pareció mejor “La despedida”), están
dedicados a su primera mujer, Emilia Augusta, muerta el 5 de julio de 1862.
Pasaron varios días solos antes del final, ya que a los niños los habían
enviado a casa de unos amigos. Ni siquiera la más discreta imaginación se
atrevería a perturbar la intimidad de aquellas últimas horas en fuga.
Cruzaremos en silencio junto a la gran casa en penumbra, o corridas las
cortinas, y al otro lado la trémula luz de gas agonizante. Donde pronto
comenzarán a aparecer las palabras terribles de la despedida, que ojalá sirvan
de consuelo a quien reciba un golpe parecido.
De algún modo Patmore debió escandalizar a sus
contemporáneos. Se hizo católico hacia el final de su vida. Trató algunos temas
que sin duda estimarían de dudoso buen gusto, como su “Oda al cuerpo humano”. Y
se valió de palabras y conceptos familiares, no estéticos, incluso para
aproximarse a complejas abstracciones, dentro de estructuras rítmicas de su
propio diseño.
Fue amigo de Gerald Manley Hopkins, el joven
jesuita que escribió para cincuenta años más allá de su tiempo. Comparte con
Robert Bridges, también amigo de Hopkins, el don de haber leído aquellos
manuscritos como desde la posteridad que ahora somos, y el mérito de haberlo
preservado para nosotros.
sábado, 4 de mayo de 2024
Las voces de mis amigos
Eliseo Diego
No sólo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a
diario, o en un de cuando en cuando que es el siempre de toda una vida. Si la
amistad, más que presencia es compañía, también lo serían aquellos otros con
quienes jamás pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo
inexorables. En estas páginas he reunido las voces de algunos de semejantes
amigos. Con unos pocos hubo la posibilidad de que nos encontrásemos, pero la
posibilidad es caprichosa, y no lo quiso. Todos me hablaban en inglés, idioma
muy distinto al nuestro. Sin embargo, ¿no desea uno siempre compartir sus
hallazgos de amistad con los que ama? Y así he pedido a mis amigos distantes
que me permitiesen siquiera un eco en español de los consuelos, alegrías,
deslumbramientos, susurrados por ellos a mi oído.
Toda traducción es
imposible, ya lo sabemos. Pero también la poesía es imposible y no vacilamos en
acometerla con audacia y temor y a veces hasta con no mala fortuna. Mis puntos
de vista en torno al fascinante aspecto del proceso creador que llamamos
traducción no pueden ser más simples, como corresponden al ingenio lego que soy
por naturaleza -perdónenme Dios y nuestro padre Don Miguel de Cervantes.
Trataré de resumirlos.
Si en una
conversación mencionamos Don Quijote de la Mancha, nadie recordará la
obra completa, capítulo tras capítulo, pero experimentará de inmediato la
sensación, y la impresión, el sabor, el aroma Don Quijote de la Mancha, inconfundible,
único, radicalmente distinto al sabor, el aroma, Hamlet o la Metamorfosis.
Una buena traducción, me parece, no puede aspirar a más que evocar una
sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha
encarnado. Vagas nociones por las que no debo ciertamente alabarme, sino al
inglés Walter de la Mare, uno de los amigos a los que debo tanto.
En su novela Memorias
de una liliputiense -mejor que de una enana, como tradujo Cortázar en su
excelente versión al español-, Miss M., la protagonista, una muchacha de
proporciones perfectas aunque la vemos como por el extremo opuesto de un
catalejo, se acoge a la protección de una vieja aristócrata, quien en realidad
sólo desea mostrarla como una curiosidad a sus amigas. Cierta tarde coma a la
hora del té -por supuesto-, una de las invitadas pide a la señorita M. que
recite algún poema -como si se diese cuerda una cajita de música-, y ella
escoge uno de Elizabeth Barrett Browning. “¿Por qué has escogido precisamente
ese entre todos, pregunta una de las señoras?” “No sé”, responde turbada la
señorita M. “No acierto a entender qué sean esas nubes, esas ráfagas… pero me
atrajo él… no sé cómo decirlo, el..” “¿El
aroma?, sugiere rápida la señora. “Eso”, exclama ella, “eso, el aroma”. De modo
que debo al poeta inglés cuanto me importa saber de este enigma -o mejor, a su
criatura, la ágil señora viva en los muertos de la página.
Si bien no todo, a Dios gracias. ¿Por qué se me concedió la
posibilidad de traducir el poema dedicado por Coventry Patmore a la muerte de
su esposa, y no el que dedica a su pequeño hijo, a quien, luego de un fuerte e
injusto regaño, visitó en su cuarto con ánimo de consolarlo y aliviarse así su
propia pesadumbre, hallándolo ya dormido, húmedas aún de lágrimas las pestañas,
y sobre la mesita de noche, dispuestos con cuidadoso arte, los tesoros que
suelen llevar los niños en sus bolsillos: una caja de fichas, un pedazo de
vidrio pulido por el mar en la playa, dos monedas francesas de cobre? ¡Quién
sabe! Pero, ¿por qué escribió Patmore su manojo de poemas y no otros, en la
infinita gama de posibilidades? ¿Cómo encontrar una respuesta? Ojalá no la
hallemos nunca.
Conversación con los difuntos, Ediciones del Equilibrista, Editorial Turner, 1991.