Eliseo Diego
Si nos guiamos por la arrogancia
de su cabeza de águila, no debió ser muy fácil llamar amigo a Coventry
Patmore. Y sin embargo, sus versos están tramados con hebras de compasión y
ternura.
Su cada día transcurrió a la luz del gas que
iluminó a Victoria, la Reina. O más bien su cada noche, pues el día es siempre
cosa del sol, a quien no interesan mucho los reinados ni los inventos de los
hombres.
Divagaciones, a mi juicio, pertinentes en el
caso de Patmore, ya que los mejores poemas que escribió brotan todos de su vida
inmediata, cotidiana -de sus noches y sus días. Nada más inmediato, por ejemplo,
que la muerte de la mujer de uno.
Los versos titulados “Departure” (literalmente
“La Partida”, si bien en español me pareció mejor “La despedida”), están
dedicados a su primera mujer, Emilia Augusta, muerta el 5 de julio de 1862.
Pasaron varios días solos antes del final, ya que a los niños los habían
enviado a casa de unos amigos. Ni siquiera la más discreta imaginación se
atrevería a perturbar la intimidad de aquellas últimas horas en fuga.
Cruzaremos en silencio junto a la gran casa en penumbra, o corridas las
cortinas, y al otro lado la trémula luz de gas agonizante. Donde pronto
comenzarán a aparecer las palabras terribles de la despedida, que ojalá sirvan
de consuelo a quien reciba un golpe parecido.
De algún modo Patmore debió escandalizar a sus
contemporáneos. Se hizo católico hacia el final de su vida. Trató algunos temas
que sin duda estimarían de dudoso buen gusto, como su “Oda al cuerpo humano”. Y
se valió de palabras y conceptos familiares, no estéticos, incluso para
aproximarse a complejas abstracciones, dentro de estructuras rítmicas de su
propio diseño.
Fue amigo de Gerald Manley Hopkins, el joven
jesuita que escribió para cincuenta años más allá de su tiempo. Comparte con
Robert Bridges, también amigo de Hopkins, el don de haber leído aquellos
manuscritos como desde la posteridad que ahora somos, y el mérito de haberlo
preservado para nosotros.
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