Gastón Baquero
El hombre realmente valioso,
reserva siempre a sus semejantes grandes sorpresas. La apariencia puede engañar
mucho, y lo más frecuente es que la imagen generalizada o corriente de ese
hombre cree a su alrededor un mal entendido, un desenfoque que impida ver al
hombre verdadero.
La persona “civil” de Gerardo no daba a
primera vista la imagen real del poeta Gerardo Diego. Hombre capaz de silencios
y hasta de mutismos, mantenía un talante tan sereno y reposado que no se le
asociaba nunca al hombre expansivo, comunicante fácil, presto a mostrar sus
poesías a la primera provocación, que es casi siempre la marca de fábrica de
los poetas.
Decía Nietzsche que el poeta quiere siempre
tener un público, aunque sea de rinocerontes. Gerardo Diego no quería asomarse
al balcón, no se exhibía, no era un peligro público. Seguro estoy de que jamás
dio lata a nadie. “Latoso”, según Croce citado por Ortega, es el que nos quita
la soledad y no nos da la compañía”. Hasta en la clase imagino a Gerardo
comedido y medido, transmitiendo sus conocimientos a sus alumnos como quien sin
elevar la voz sabe hacerse oír y entender personalmente por cada uno.
Un poeta que no grita es un papemor, un ave
rara que dijera Darío; pero un poeta en lengua castellana silencioso, es casi
un milagro de rareza, una sorpresa. De Gerardo Diego es frecuente decir que era
impávido, frío, cerrado como una ostra. Porque no se advertía que su manera “natural”
de guardar silencio, de ahorrar cháchara y palabrería, no se debía a
retraimiento ni a inapetencia de diálogo con sus semejantes, sino que obedecía
a una auténtica e inevitable manera de ser, de estar pon el mundo un hombre
lleno de equilibrio y de luz. La contemplación preferentemente muda de ese
mundo –persona, idea, paisaje, emociones– era connatural a él. Cuerpo y alma
suyo eran estos absortos, contemplativos para lo activo que el poeta transmite
y manifiesta en la poesía. Su contemplación alerta y muy viva del orbe poético
le permitió producir en el momento genésico, en la hora augural de la nueva
poesía española, su inmejorable “Antología”, que sigue siendo la partida
bautismal de la generación del 27, madre a su vez de nuevas generaciones. Para
la América hispanohablante la “Antología” de Gerardo Diego, fue exactamente lo
que la antología de Federico de Onís para sacudir el árbol exhausto del post-dariismo.
Todos aprendimos mucho de Gerardo Diego, todos le debemos, allá y aquí, mucho
más de lo que confesamos.
El dinamismo interior suyo hizo posible su
adelantamiento en tantas zonas de lo más nuevo, desde los días semilúdicos,
semiprecursores del Creacionismo, las hélices y los paracaídas del Huidobro de
Altazor y de las “extravagancias” de Guillermo de Torre y todo el grupo.
Gerardo Diego que parecía que nunca había roto un plato, hacía saltar por los
aires las viejas vajillas esqueléticas ya.
Porque dentro y detrás del señor inalterable, palpitaba un muy cálido
corazón. Personalmente quiero contribuir a la férvida evocación, tan merecida,
que en el Centenario del nacimiento de Gerardo Diego se está haciendo, con la
impertinencia de una anécdota personal. Mantuve con él, en La Habana y luego
aquí, una amistad apropiada para el estilo de Gerardo Diego: amistad serena,
sin estrépitos, sin golpecitos en la espalda y sin abrazos (hay en la comedia
de la vida mucho abrazo que es puro “abraso”). En el primer día de Navidad de
mi nueva vida como exiliado en Madrid de un régimen que por entonces era visto
como la resurrección de Cristo y la consumación de la Utopía, cuando casi nadie
me dirigía la palabra por no ser confundido con los cubanos malos, enemigos de la
renovación “salvadora de Cuba y del mundo”, se presentó de súbito en mi casa el
poeta Gerardo Diego: “Vengo a invitarlo, dijo, para que pase esta noche de
Navidad en mi casa con mi familia. No quiero que se quede solo”.
No me fue posible aceptar aquella conmovedora
invitación. Pero sí pude tocar natural y nítidamente el cordial corazón de un
hombre que parecía lejano y remoto, indiferente y frío.
¡El cálido corazón de Gerardo Diego! Quisiera
que ese sentimiento de su verdad verdadera, presidiera y preludie hoy la
lectura de sus nobles poemas.
ABC, 16 de febrero de 1996.
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