Severo Sarduy
La noticia ha merecido los
honores de la imprenta, por ejemplo la primera página de Le Monde; sin
embargo, no excluyo que algún día comprendamos que merece aún más. Y ello a
pesar de su aparente trivialidad: un enigmático fenómeno de
"moléculas-fantasmas". Sin ir más lejos, Jacques Benveniste, que
ostenta todas las garantías científicas posibles -por ejemplo, es director de
investigaciones del INSERM- apoyado por su laboratorio y por otros cuatro que
están, como se dice, más allá de toda sospecha, ha sostenido en Estrasburgo
que, contrariamente a lo que imponía hasta ahora la ciencia, algo que no
está presente puede actuar. En otros términos: un agua en la que se ha
diluido una sustancia farmacológicamente activa puede tener un efecto biológico
específico aun cuando, a fuerza de disolución, ya no contenga ninguna molécula
de esta sustancia.
Puede verse inmediatamente
lo que esto significa para una práctica como... la homeopatía, considerada por
muchos como una meticulosa construcción de charlatanes o una inofensiva
especulación. Allí donde la física no puede reconocer nada, hay algo que actúa,
que cura.
Para explicar este milagro
-como se ve, la palabra no es una hipérbole-, el sabio recurre a metáforas,
casi a pequeños poemas de estilo japonés. Por ejemplo, dice, se trata de
"un efecto molecular sin moléculas" o de "moléculas-fantasma",
o bien de "marcas o trazas moleculares".
Lo más extraordinario es
esto: el agua -se ha dicho- conserva el recuerdo de las
sustancias con que estuvo en contacto. Si así es, ello significaría un
desmentido a la oposición cara a Bergson: todo lo que es memoria es espíritu;
la materia puede conservar huellas o marcas, pero no recuerdos.
La noticia de Estrasburgo,
ya reveladora en sí, suscita un paralelo con otra igualmente reciente. Como es
sabido, en el Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire (CERN) de Ginebra y
en muchos otros aceleradores de partículas del mundo, los alquimistas de hoy
tratan de saber en qué consiste la materia, cuál es el soporte último de la
materia. Hemos asistido así, en los últimos años, a un fabuloso ballet
de partículas: cada vez más pequeñas, cada vez más ligeras y menos
definibles. Sus mismos nombres son reveladores; primero basculan en la
literatura y luego en una insulsa poesía próxima a la evanescencia: se comienza
con el cuarq, pero pronto se llega a algo muy fin de siglo,
muy romanticoide: la partícula de charme. Luego, a medida que
el proceso se acelera, las partículas van perdiendo
materialidad y hasta energía: son más bien nociones recuerdos de partículas,
pensamiento puro.
La materia, en definitiva
-pero es un descubrimiento occidental, una sorpresa de Ginebra que ya sabía,
desde siempre, el budismo-, no reposa en nada asignable, en nada tangible. Iba
a decir: en nada real.
A pesar de todo esto me
interesa menos el debate científico -y más que de debate, en el caso de la
homeopatía hay que hablar de una verdadera guerra, si no de una inquisición-,
que, por supuesto, es imposible desplegar aquí, que su transposición a lo
simbólico y más concretamente al arte.
Todas las obras que hoy nos
marcan -libros y cuadros, para atenernos a ellos- lo hacen por su relieve
visible, por la sabia o laboriosa organización de sus frases o sus colores; en
resumen, por su materialidad. Algunas inclusive, como las recientes catástrofes
de la llamada nueva figuración, abusan de ese estar ahí, insisten en lo
tangible, casi interpelan o tocan por el hombro al indefenso espectador. Ni
hablar de las novelas: verdaderos coágulos verbales, turbios depósitos -como el
del café o el del vino- de significaciones evidentes.
Benveniste -sería curioso
saber si tiene algo que ver con el otro, el lingüista, revelador a su modo de
algo invisible: la acción a distancia de la estructura de la frase- dice:
"O bien hace tres años que nos equivocamos, y con nosotros los laboratorios
de más renombre, o bien nos encontramos frente a un descubrimiento
extraordinario cuyas consecuencias aún no podemos medir, ni los cambios
espectaculares que implicará".
Se trata, pues, de un
verdadero corte con respecto a la idea de que sólo un elemento presente puede
actuar, aun si se trata de un elemento oculto. Se trata de algo así como una
falla que se abre en el saber, en lo establecido, algo tan inconcebible como el
hecho de que la Tierra no fuera plana o de que girara alrededor del Sol.
Vuelvo al espacio del
reflejo, de la retombée, a las artes -aunque no sé en qué
sentido va el reflejo, quién precede a quién-: ¿dónde están las obras que nos
van a marcar, en este fin de siglo, por sus trazas moleculares de palabras y de
colores, por el recuerdo que han dejado en el soporte blanco: la
página o la tela? ¿Dónde está ese arte de lo imperceptible, de lo inmaterial?
¿Dónde encontrar los signos de lo negativo que sigue actuando, de lo que ya se
ha ido y cuyo efecto es cada vez más radical?
El País, 15 de junio
de 1988.
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