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domingo, 18 de febrero de 2024

La era de lo inmaterial



 Severo Sarduy


 La noticia ha merecido los honores de la imprenta, por ejemplo la primera página de Le Monde; sin embargo, no excluyo que algún día comprendamos que merece aún más. Y ello a pesar de su aparente trivialidad: un enigmático fenómeno de "moléculas-fantasmas". Sin ir más lejos, Jacques Benveniste, que ostenta todas las garantías científicas posibles -por ejemplo, es director de investigaciones del INSERM- apoyado por su laboratorio y por otros cuatro que están, como se dice, más allá de toda sospecha, ha sostenido en Estrasburgo que, contrariamente a lo que imponía hasta ahora la ciencia, algo que no está presente puede actuar. En otros términos: un agua en la que se ha diluido una sustancia farmacológicamente activa puede tener un efecto biológico específico aun cuando, a fuerza de disolución, ya no contenga ninguna molécula de esta sustancia.

 Puede verse inmediatamente lo que esto significa para una práctica como... la homeopatía, considerada por muchos como una meticulosa construcción de charlatanes o una inofensiva especulación. Allí donde la física no puede reconocer nada, hay algo que actúa, que cura.

 Para explicar este milagro -como se ve, la palabra no es una hipérbole-, el sabio recurre a metáforas, casi a pequeños poemas de estilo japonés. Por ejemplo, dice, se trata de "un efecto molecular sin moléculas" o de "moléculas-fantasma", o bien de "marcas o trazas moleculares".

 Lo más extraordinario es esto: el agua -se ha dicho- conserva el recuerdo de las sustancias con que estuvo en contacto. Si así es, ello significaría un desmentido a la oposición cara a Bergson: todo lo que es memoria es espíritu; la materia puede conservar huellas o marcas, pero no recuerdos.

 La noticia de Estrasburgo, ya reveladora en sí, suscita un paralelo con otra igualmente reciente. Como es sabido, en el Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire (CERN) de Ginebra y en muchos otros aceleradores de partículas del mundo, los alquimistas de hoy tratan de saber en qué consiste la materia, cuál es el soporte último de la materia. Hemos asistido así, en los últimos años, a un fabuloso ballet de partículas: cada vez más pequeñas, cada vez más ligeras y menos definibles. Sus mismos nombres son reveladores; primero basculan en la literatura y luego en una insulsa poesía próxima a la evanescencia: se comienza con el cuarq, pero pronto se llega a algo muy fin de siglo, muy romanticoide: la partícula de charme. Luego, a medida que el proceso se acelera, las partículas van perdiendo materialidad y hasta energía: son más bien nociones recuerdos de partículas, pensamiento puro.

 La materia, en definitiva -pero es un descubrimiento occidental, una sorpresa de Ginebra que ya sabía, desde siempre, el budismo-, no reposa en nada asignable, en nada tangible. Iba a decir: en nada real.

 A pesar de todo esto me interesa menos el debate científico -y más que de debate, en el caso de la homeopatía hay que hablar de una verdadera guerra, si no de una inquisición-, que, por supuesto, es imposible desplegar aquí, que su transposición a lo simbólico y más concretamente al arte.

 Todas las obras que hoy nos marcan -libros y cuadros, para atenernos a ellos- lo hacen por su relieve visible, por la sabia o laboriosa organización de sus frases o sus colores; en resumen, por su materialidad. Algunas inclusive, como las recientes catástrofes de la llamada nueva figuración, abusan de ese estar ahí, insisten en lo tangible, casi interpelan o tocan por el hombro al indefenso espectador. Ni hablar de las novelas: verdaderos coágulos verbales, turbios depósitos -como el del café o el del vino- de significaciones evidentes.

 Benveniste -sería curioso saber si tiene algo que ver con el otro, el lingüista, revelador a su modo de algo invisible: la acción a distancia de la estructura de la frase- dice: "O bien hace tres años que nos equivocamos, y con nosotros los laboratorios de más renombre, o bien nos encontramos frente a un descubrimiento extraordinario cuyas consecuencias aún no podemos medir, ni los cambios espectaculares que implicará".

 Se trata, pues, de un verdadero corte con respecto a la idea de que sólo un elemento presente puede actuar, aun si se trata de un elemento oculto. Se trata de algo así como una falla que se abre en el saber, en lo establecido, algo tan inconcebible como el hecho de que la Tierra no fuera plana o de que girara alrededor del Sol.

 Vuelvo al espacio del reflejo, de la retombée, a las artes -aunque no sé en qué sentido va el reflejo, quién precede a quién-: ¿dónde están las obras que nos van a marcar, en este fin de siglo, por sus trazas moleculares de palabras y de colores, por el recuerdo que han dejado en el soporte blanco: la página o la tela? ¿Dónde está ese arte de lo imperceptible, de lo inmaterial? ¿Dónde encontrar los signos de lo negativo que sigue actuando, de lo que ya se ha ido y cuyo efecto es cada vez más radical?

 

 El País, 15 de junio de 1988.


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