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viernes, 16 de febrero de 2024

El reverso del ser

 

  Severo Sarduy 


 De más está decirlo: para realizar este artículo, un amigo filósofo y yo tuvimos que buscar durante toda una mañana el libro Heidegger y el nazismo, de Víctor Farías, que habíamos leído y perdido casi irremediablemente, porque, como es de sobra ignorado, el inconsciente, sobre todo si funciona de a dos, no falla en nada. Y es que nadie que se interese no ya en la estricta filosofía, sino simplemente en la aventura del pensamiento, quiere acreditar, realizar esta verdad ya indiscutible, y más vasta aún -en la medida en que una verdad puede serlo- de lo que se pensó: uno de los más grandes filósofos de la historia, y quizá el mayor develador del ser, quedó como ciego ante la ignominia contemporánea a este develamiento: la de la barbarie nazi.

 En Francia, como era de esperarse, la polémica suscitada por la publicación del libro de Farías ha adquirido una particular intensidad. De todos los países, incluyendo el suyo, es éste donde Heidegger ha tenido una influencia más decisiva, radical incluso en lo que se refiere al renuevo y a la profundización de la poesía -René Char-, de la crítica de tendencia filosófica -Maurice Blanchot- y hasta del psicoanálisis -Jacques Lacan-, sin hablar, por supuesto, de toda la filosofía de él derivada, que es, prácticamente, toda la filosofía no positivista, ya que poco se lidia hoy directamente con el ser, sin pasar por un cuestionamiento o una espectrografía del lenguaje, sin preguntarle a las palabras, de un modo heideggeriano, qué son, de dónde vienen y, sobre todo, adónde nos llevan cuando nos servimos de ellas para saber algo más que eso de que directa e ingenuamente nos informan.

 Digo que en Francia la polémica ha adquirido una particular intensidad; pero esto no es lo esencial, sino que ha cambiado de tonalidad y, si así puede decirse, de textura. En el sentido matemático del término: se ha sofisticado. No se trata ya de saber si -y hasta qué punto- Heidegger se comprometió con el nacionalsocialismo. El libro de Farías, las investigaciones precedentes, el acceso a los archivos de la guerra y hasta un artículo como el de Luis Meana -Héroes sin dioses, en EL PAÍS del 24 de noviembre, página 38-, dan de sobra cuenta de ese error; se trata de saber si - y hasta qué punto- la investigación ontológica del gran filósofo alemán está contaminada, influida, o puede funcionar como una metáfora, una transposición a un terreno completamente alógeno, de lo que fue la ideología nazi.

 Ése es, al menos aquí, el verdadero debate. ¿Podemos seguir utilizando esa estrategia para sitiar al ser, para tener acceso a la Presencia, si está, de cualquier manera que sea, contaminada por la fetichización de la tierra, del pueblo -y de la lengua alemana, por lo que es precisamente la negación, el reverso del ser? ¿Podemos seguir y no sentando al maestro bajo pretexto de que el carné de un Partido -cualquiera que sea- no tiene nada que ver con un análisis de la poesía de Hölderlin o de los templos griegos bajo el ámbito de una precisa luz?

 Todo empieza -en este sentido- en Francia, con un prólogo: el de Christian Jambet al libro de Farías publicado por Verdier.

 Ante todo, Jambet insiste en el hecho de que el sujeto del saber no es, no coincide con el individuo del estado civil. Y añade que Lukacs puede hacernos despreciar a Schopenhauer cuando nos recuerda que éste le prestó sus gemelos de teatro a un oficial para que pudiera enfocar mejor y asesinar a los insurrectos de 1848, pero que la anécdota no tiene nada que ver con El Mundo como voluntad y como representación.

 Sin embargo, añade enseguida Jambet, el nazi no es un partido como los otros, "un régimen más autoritario que el Estado prusiano, una revolución más sanguinaria que el Terror, una utopía más peligrosa que la de More", sino una verdadera visión del mundo. Heidegger, por otra parte, nunca rebaja o descalifica el mundo de la vida concreta, de la experiencia, en nombre de la verdad del ser.

 El prólogo de Jambet es violento. Y es que hay que ver cuál es la significación del libro de Farías para un militante de izquierda, que, no sin razón, no quiere que se confunda su compromiso -que fue esencialmente ético- con otro compromiso, irracional, el de un intelectual que queda capturado en el espejismo nazi y proyecta en él su imagen. El filósofo francés concluye afirmando que es irrisorio tratar de separar el "buen Heidegger" del "malo" como si se tratara de reconocer lo que hay de "vivo" y de "muerto" en la filosofía de Hegel.

  Para Jacques Derrida, que responde en el Nouvel Observateur, lo importante es precisamente que no se confunda la parte renovadora -y, según la expresión de Derrida, des-constructora- de la filosofía de Heidegger con lo que en ella queda de tradición reaccionaria.

 No se trata, por supuesto, de justificar a Heidegger, sino de ver en el nazismo algo que no surge espontáneamente, como un hongo, según la imagen que él emplea, sino que tiene ramificaciones y analogías en otros países de Europa y cuyos ecos se encuentran en pensamientos aparentemente distintos, sin complicidad exterior con esa ideología, pero en el fondo aparentados cuando no equivalentes. Entre los nombres citados está el de Valéry y también el de Husserl.

 Para Derrida, lo que importa es, pues, distinguir en el pensamiento de Heidegger lo que puede comunicar con el exterior mórbido -y que él identifica con la tradición espiritualista y lo que, al contrario, en la cuestión del ser o en la cuestión de la cuestión, funciona por sí solo, en toda autonomía.

 De modo que se trata hoy, como dice con más precisión Derrida en su último libro -De l'esprit, Heidegger et la question, publicado por Galilée-, de una nueva travesía de Heidegger, la cual no es ni un comentario "interno" ni un requisitorio basado en documentos "externos" tan necesarios que permanecen en sus límites.

 Lo que Derrida en última instancia inculpa son las llamadas "políticas del espíritu", de la crisis del espíritu" o de la "libertad del espíritu", que antes como ahora se tratan de oponer a todo lo bárbaro, a todo lo inhumano, ya se llame nazismo, fascismo, totalitarismo, materialismo o nihilismo. Para Derrida las filosofías del espíritu funcionan precisamente como lo contrario de lo que se proponen. La prueba está en el hecho de que a partir del Discurso del rectorado, de 1933, Heidegger eleva un himno al espíritu, ese mismo espíritu que seis años antes había evitado y luego rodeado, cuando se refería a él, de prudentes comillas. Antes como hoy, concluye Derrida, la invocación del espíritu quería hacer una meditación sobre el destino de Europa. De l'esprit es, pues, una reflexión ante todo sobre el hecho de evitar, sobre la palabra evitar en alemán y sobre cómo Heidegger pasa de la prohibición de utilizar la palabra espíritu a su abuso.

 No hay mayor interés en de tenerse en el resto de los ataques de Derrida contra Jambet, y de los cuales más bien se deriva que éste se considera como único detentador de la tradición heideggeriana. La reciente respuesta de Farías es muy neta: "Si Derrida sabía todo esto, ¿por qué no nos dijo nada? Así me hubiera economizado un trabajo de 12 años". Y añade lo siguiente: "Mi libro permite verificar el estatuto propiamente filosófico de los escritos políticos de Heidegger y la dimensión política de numerosos temas filosóficos". Podíamos pensar que, ante la gravedad del problema planteado, este diálogo de personas es marginal.

 Preguntas finales de un simple pero asiduo lector de Heidegger. Su nefasto compromiso no admite ni la menor duda ni la menor disculpa. Si se refleja en su investigación ontológica, ¿hemos pasado años leyéndolo ingenuamente, tomándolo como un modelo de rigor filosófico? ¿Podemos desechar de golpe uno de los ámbitos más lúcidos que se hayan delimitado desde el comienzo de la filosofía para captar lo "dicho del ser", como una sensible cámara de eco? Ese empobrecimiento, ¿no sería como el de los marxistas de vieja chapa, que excluyeron de un plumazo el psicoanálisis bajo pretexto de contaminación burguesa?

 Y finalmente: ¿todo saber, hasta una fórmula matemática que parece ser lo más puro, no sería más que el reflejo de algo que lo sustenta en la ideología, de algo imperceptible pero operante, solapadamente eficaz?

 El debate sobre el compromiso de Heidegger, como puede verse, es como una sombra que pasa entre dos espejos: se prolonga hasta el infinito. No termina jamás.


 El País, 1 diciembre de 1987.


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