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domingo, 27 de noviembre de 2022

El poeta y los actores

 

Diario de la Marina, 14 de marzo 1909, p. 4. 

Catulle Mendès. Final



El Fígaro, 14 de marzo de 1909, p. 137. 

Puestas de sol

 



El Fígaro, 14 de febrero de 1909, p. 6. 

El olor de los baúles: Kostia, Casal, Lezama...


  Pedro Marqués de Armas


 Entre los muchos escritores franceses que introdujo en Cuba, bien portándolo en su célebre baúl, citándolo o traduciéndolo para El Fígaro o La Habana Elegante, e incluso “recitándolo” en el Círculo Habanero, el Conde Kostia tuvo siempre especial predilección por Catulle Mendès.

 Es a través suyo que llega a manos de Julián del Casal, que lo lee con voracidad, pero sólo lo traduce años más tarde, cuando ya siente que domina el francés.

 Es probable, por las fechas, así como por los textos que el propio Kostia tradujo, que entre los libros llegados a La Habana en abril de 1885 viniese, de Mendès, Le Rose et le noir, que acababa de salir en París, y Les boudoirs de verre, publicado un año antes.

 Hay una anécdota, muy bien contada por Amado Nervo en un artículo sobre el París de los escritores latinoamericanos y, en especial, sobre la pasión por los libros de uso y su búsqueda en los estantes del Sena, donde el Conde Kostia aparece como avezado en “el arte de buquinear”, a la vez que como emblema de esa pasión.

 Dice Nervo: “No sé quién me contó (ni si será cierto) que el Conde Kostia, nuestro viejo conocido, llegó en una ocasión a París; entró al hotel, dejó su saco de mano, fuese a los muelles a buquinear todo el día, y al siguiente se volvió a la Habana... Yo comprendo al Conde Kostia...”.

 Ciertamente, poco antes de regresar a Cuba después de su larguísima estancia en España, Valdivia viajó a París a toda carrera. París, ese lugar al que Casal no llega y al que el afanoso literato todavía sin título -“loco sultán de nuestras letras”, según Sanguily-, asoma solo para unas compras a destajo aunque, eso sí, selectas, haciendo un uso en definitiva fictivo, literario, de la ciudad.                         

 En las antípodas de aquel baúl cargado de parnasianos y decadentes, está el de otro conde, el futuro Conde Coveo, al que su creador, Ramón Meza, dibuja a su llegada a esa misma ciudad como pobrísimo inmigrante, sin más credenciales que una boleta a nombre de Vicente Cuevas y una carta para el tío, arrastrando un baúl no menos inmenso pero, en su caso, absolutamente vacío.

 Meza señala que Cuevas llevaba “cogido el mundo por sus dos agarraderas”, pues es así como hacía llamar a su baúl, el mundo, intuición que no pasa inadvertida para José Lezama Lima, quien en su ensayo sobre el autor de Mi tío el empleado asegura que la fuerza del personaje radica “en el nadismo de su baúl”. Sin embargo, esa nada en negativo, como la reducción de Cuevas a la categoría de “personajillo”, hablan más de lo que oculta el “lezámico modo” que de una aprehensión filosófica, incluso kafkiana, del asunto.

 De acuerdo con Lezama, de ese baúl -de ese mundo vacío- no pueden salir “reminiscencias, ni recuerdos de la madre, ni pequeños objetos mágicos de la infancia”. Ese mundo solo puede "verificarse" como teatro -implícitamente como República-, sin que surja de él más que "errancia de muerte". Se trata, a juicio suyo, de la vida simple (por no decir, nuda), de momias, de ciertos inmigrantes españoles, cuya imaginación equipara despectivamente (lo que podría estar bien en Meza) a la obesidad y calvicie de los capitanes generales y a sus ampulosos discursos. 

 Pero no solo eso, sino que, subiendo siempre la nota, en desmesurado paralelo con Tersites y Flaubert, tilda al personaje de "hombre-mujer-hombre" para calificar de "simiesco" (como en las primeras páginas de Megara, barrio de Cartago, en estas portuarias de la novela de Meza) el encuentro del personaje con las divinidades del entorno, cuando es "arrebatado por las turbas en un día de reyes". 

 Todo esto, en una maniobra de vaciado opuesta a la inflación que reserva para los suyos y para su modo de construir el pasado cubensis, con su arcón de maravillas, donde las garduñas se transforman en liebres y los suicidas trágicos de la familia en risueños tarambanas.

 Por su parte Casal, que en su proyectado viaje a París cruza el Atlántico haciéndose acompañar de autores franceses (un ejemplar Les boudoirs de verre, muy probablemente) regresará, en cambio, sin pertenencias, persuadido como nunca de que todo es ilusorio, presentándose ante su amigo Miyares “casi en andrajos, como un obrero y arrastrando una maleta vacía”.

 Si mérito tuvo partir con el dinero del solar, con lo cual liquidaba cualquier vestigio de heredad, más lo tendrá el exponerse al punto de gastar esos estipendios sin pensarlo siquiera, con la misma urgencia adictiva con que leía o experimentaba las sensaciones corporales más diversas para alimentar, mejor aún, la estufa de la neurosis.

 Para pagarse el regreso, después de agotar su peculio en La Cervecería Inglesa y a saber en qué otras aventuras madrileñas, Casal tiene que empeñar el gabán y la chistera, toda la ropa interior y, por supuesto, los libros. A fin de paliar la penuria en que se encuentra al cabo de dos semanas, traduce al menos cuatro prosas de Catulle Mendès, que aparecerán en La Monarquía por mediación de Salvador Rueda.

 De estas, algunas no habían salido sino en revistas, por lo que, con seguridad, tuvo en manos alguna publicación francesa. Es a poco de regresar a La Habana que los textos traducidos en el viaje aparecen en Pour lire au bain (1890). Casal leyó, por esos días, Les oiseaux bleus (1888). Y ya de vuelta, traduce para El Fígaro y La Discusión otras cuatro piezas, estas de Le Confessional. Contes chuchotés (1890).

 De modo que todas las traducciones de Mendès las realiza entre marzo de 1888 y abril de 1890, en su etapa, digámoslo así, de despegue, y en la que, de paso, el traumático viaje resulta esencial. A las de Mendès siguieron las traducciones de Baudelaire y, a continuación, sus mejores crónicas, con resuelta asimilación de los franceses.   

 Valdivia y Casal no intercambian dones, sino roles. Uno importa la biblioteca, exagera su pasado y aquel único día en París, para convertirse, pronto, en el personaje del que todos hablan por su pasión libresca. El otro devora a los modernos con prodigiosa eficacia y, a la vez, y como consecuencia, con incalculable poder de desasimiento.

 El fin último de Casal no está en los libros, sino en su entrega. Su aprendizaje es en todo momento espiritual. Cada libro devorado produce en él “el efecto de una bocanada de éter”, como dice a propósito de Maupassant. Sus sensaciones se intensifican al punto de traspasar esos umbrales, esas intensidades de que hablaba Deleuze.

 Según su amigo Francisco Chacón, que lo conoció de adolescente, a su talento innato -que denotaba hasta en el modo de caminar a pasos desiguales y en una como autística abstracción-, se suman su simpatía y atrevimiento, su ironía y su condición marginal.

 Capaz de separarse de los objetos, tan necesarios para Lezama, Casal no es acumulativo como se le supone, comenzando por el propio Lezama. Y no está nunca de más recordar que ningún escritor cubano necesitó menos para formarse -menos tiempo y mistificación.  

 Por su parte Valdivia, que en su escritura apenas asimila a quienes traduce (quizás más a Gautier que a Hugo, al que tradujo con decoro según Vitier) y que, como se ha dicho, padeció de “desordenada gula literaria”, alcanza justamente con ese baúl y esa escapada a París, su verdadero mítico lugar.

 Bien visto, el suyo era un baúl como otro cualquiera, pero a la vez una metáfora de sí mismo: un baúl multipropósitos. Manuel de la Cruz lo descubre en su abigarrada alcoba, definiéndolo como un mueble más, tan típico como emblemático: “enorme, forrado en cuero carcomido y lleno de calvicies (...) desempeñaba funciones de armario, de velador y de escritorio”.

 Muerto Casal, es el Conde Kostia quien promueve las visitas a su tumba, quien mantiene su memoria, quien da cuenta de esos libros. No es necesario desplegar otra vez la lista. De modo más completo, se la encuentra en sus escritos y cartas.

 Esos nombres suponen más bien una farmacopea, un catálogo de sustancias y sensaciones. A fin y al cabo los baúles conservan más el olor de las cosas que las cosas mismas.

 Como Darío, Valdivia sostuvo hasta el final su admiración por Mendès. Al morir éste, lo califica de “primera gloria literaria de la Francia contemporánea”. Ni el suntuoso Heredia, ni Coppée, ni Lisle, ni Flaubert, dice refiriéndose a los ya muertos, pueden opacarlo. Sólo Hugo y Gautier, cariátides de la poesía y la prosa.

 Se refiere luego a su impecable fecundidad y añade esta frase muy a lo Darío: “París, que se cansa de todo, no se cansó nunca de Catulle Mendès”. Como en todo, exagera. Sucede que esta vez la exageración es compartida.

 

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Catulle Mendès en traducciones

 



Algunas traducciones de Catulle Mendès en revistas cubanas o por autores cubanos 

“El escaparate de espejo”, La Habana Elegante, 17 mayo de 1885, pp. 2 y 3.

Traducción: Como “arreglo de Catulle Mendes”, por Juan Miguel Ferrer.

...

“Maldita”, La Habana Elegante, 8 de noviembre de 1885, pp.3 y 4.

Traducción: Sin referencias.

...

“La hermana pálida”, El Sport, 2 septiembre, 1886, Año I, núm. 47, pp. 5-6.

Traducción: Sin referencias.

“Juana la Flor”, El Sport, 16 septiembre, 1886, núm. 49, p. 5.

Traducción: Sin referencias.

“Las golondrinas”, La Habana Elegante, 20 de marzo de 1887, pp. 2 y 3. 

Traducción: Aniceto Valdivia, Conde Kostia.

“Viejos labios y joven beso”, La Habana Elegante, 25 de marzo de 1888.

Traducción: Julián del Casal.

“La dulce amargura”, El Fígaro, 4 de noviembre de 1888, p. 3.

Traducción: Aniceto Valdivia, Conde Kostia.

“El quebrador de rubíes”, La Monarquía, 1 de diciembre de 1888, p. 2.

Traducción: Julián del Casal.

“El agua que quema”, La Monarquía, 1 de diciembre de 1888, p. 2.

Traducción: Julián del Casal.

“El beso enjaulado”, La Monarquía, 1 de diciembre de 1888, p. 2.

Traducción: Julián del Casal. 

“Una víctima”, El Fígaro, 30 de diciembre de 1888, pp. 3 y 6.

Traducción: Bibelot (seudónimo de Nicolás Heredia). En nota al pie se anuncia el comienzo de una serie de cuentos de Catulle Mendès en traducción de Bibelot.

“Los besos de oro”, La Monarquía, 4 de febrero de 1889, p. 1.

Traducción: Sin referencias. Atribuible a Julián del Casal.

“El ramo de Myosotis”, La Habana Elegante, 17 de febrero de 1889, pp. 5 y 6.

Traducción: Raúl Navarrete.

“Bodas de un ángel”, La Habana Elegante, 24 de marzo de 1889, p. 5.

Traducción: Bibelot (Nicolás Heredia).

“Los besos de oro”, La Habana Elegante, 6 de junio de 1889, p. 4 y 5.

Traducción: “Traducido expresamente para La Habana Elegante”, sin más referencias. No es la misma versión que apareció en La Monarquía atribuible a Julián del Casal.

“Higiene”, La Habana Elegante, 22 de septiembre 1889, p. 6.

Traductor: Sin referencias.

“La domadora”, El Fígaro, 20 de octubre de 1889, p. 3.

Traducción: Julián del Casal.

“Enrique de Kleist”, La Habana Elegante, 10 de noviembre de 1889, p. 5 y 6.

Traducción: Sin referencias. (Sobre Heinrich von Kleist Von Kleits.)

“La estrella”, La Discusión, 25 de abril de 1890.

Traducción: Hernani, Julián del Casal.

“La limosna soñada”, La Discusión, 25 de abril de 1890.

Traducción: Hernani, Julián del Casal.

“El ensueño amargo”, La Discusión, 25 de abril de 1890.

Traducción: Hernani Julián del Casal.

“El amor de una rosa”, El Fígaro, 30 agosto 1891, p. 3.

Traducción: Francisco Hermida (“calco o pastiche”, según el traductor).

“El literato”, Diario de la Marina, 19 diciembre 1893, p. 4.

Traducción: Sin referencias.

“Las golondrinas, Diario de la Marina, 30 noviembre 1894, p. 4.

Traducción: Sin referencias. No es la misma versión del Conde Kostia publicada en La Habana Elegante el 20 de marzo de 1887.

“Los labios rojos”, El Fígaro, 14 de abril de 1895, p. 172.

Traducción: Sin referencias.

“El copo de nieve”, Diario de la Marina, 27 de mayo de 1895, p. 4.

Traducción: Sin referencias.

“Juana”, Diario de la Marina, 2 de julio de 1896, p. 4.

Traducción: Sin referencias.

“Cuento extravagante. El genio y el repórter”, El Fígaro, 6 de septiembre de 1896, p. 389.

Traducción: Sin referencias.

“El humo”, El Fígaro, 1897, p. 65.

Traducción: Sin referencias.

“El jugador honrado”, La Discusión, 11 de enero 1903.

Traducción: Sin referencias.

“Lo que sean las lágrimas”, La discusión, 18 de enero 1903.

Traducción: Sin referencias.  

“Avaricia”, Diario de la Marina, 18 de julio de 1903, p. 8. /sección Novelas cortas, que comenzó a salir en 1902 y en la que aparecieron textos de Dumas, Daudet, Tolstoi, Richepin, de Amicis, Pio Baroja, Alejandro y Miguel Sawa, J. H. Rosny, Mme F. Méaulle y L. Rodríguez Embil, entre otros.

Traducción: Sin referencias.

“La hermana pálida”, Diario de la Marina, 24 de julio de 1903, p. 8. /Novelas cortas.   

Traducción: Sin referencias.

“El peor suplicio”, Diario de la Marina, 20 de mayo y 20 de octubre de 1904, pp. 8 y 8, respectivamente. /Novelas cortas.

Traducción: Sin referencias.

“El tocador de zampoña”, Diario de la Marina, 10, 11 y 12 agosto 1905, p. 8 /Novelas cortas.  

Traducción: Sin referencias.

"La bondad del pecado", El Fígaro, marzo de 1906. 

Traducción: Diwaldo Salom 

“Los tres anhelos”, Diario de la Marina, 24 de octubre de 1906, p. 3. /Átomos

Traducción: Sin referencias.

“Huéspedes opuestos”, Diario de la Marina, 22 de noviembre de 1906, p. 8. /Novelas cortas.

Traducción: Sin referencias.

“La flor que tiembla”, Diario de la Marina, 1 de diciembre de 1906, p. 6. / Átomos.

Traducción: Sin referencias.

“Un alma sobre un hijo”, Cuba y América, vol. 24, núm. 18, 2 de noviembre de 1907, p. 276.

Traducción: Sin referencias.

“La risa de la joven”, Diario de la Marina, 22 de agosto de 1908, p. 3. /Un cuento diario.

Traducción: Sin referencias.

“El León”, Diario de la Marina, 9 junio 1929.

Traducción: Sin referencias.



martes, 22 de noviembre de 2022

La domadora



“La domadora”, El Fígaro, 20 de octubre de 1889, p. 3. 

Traducción: Julián del Casal. 


lunes, 21 de noviembre de 2022

El amor de un rosa

 

     “El amor de una rosa”, El Fígaro, 30 agosto 1891, p. 3.

Traducción: Francisco Hermida.


viernes, 18 de noviembre de 2022

El ramo de Myosotis


La Habana Elegante, 17 de febrero de 1889, pp. 5 y 6. 

Traducción: Raúl Navarrete.


miércoles, 16 de noviembre de 2022

Una víctima



El Fígaro, 30 de diciembre de 1888, p. 3 y 6. 
Bibelot [seudónimo de Nicolás Heredia]. 

martes, 15 de noviembre de 2022

Las golondrinas




La Habana Elegante, 20 de marzo de 1887. 


lunes, 14 de noviembre de 2022

El escaparate de espejo


        La Habana Elegante, 17 mayo de 1885, pp. 2 y 3. 


viernes, 11 de noviembre de 2022

Catulle Mendès, el escritor a traducir. Breve dossier.




  Pedro Marqués de Armas


 Comenzando por Rubén Darío, que más de una vez reconoció su influencia, y siguiendo con Julián del Casal, Justo Sierra y Manuel Gutiérrez Nájera, Catulle Mendès fue uno de los autores franceses más leído y traducido por los poetas hispanoamericanos. Al punto que puede afirmarse que resultó esencial en la conformación de la prosa modernista en lengua española, y, en particular, en la generación del poema en prosa.

 Cuando en abril de 1891 la redacción de La Habana Elegante informó que se habían recibidos tres ejemplares de Azul (uno para Casal, otro para Raúl Cay y el tercero para Hernández Miyares), dando cuenta, de paso, del impacto que estaba teniendo en los predios literarios habaneros, no compararon a Rubén Darío con Théophile Gautier, sino con Catulle Mendès.  

 No se piensa, pues, en los modelos –Baudelaire, Banville o Leconte de Lisle, a los que el propio Rubén, como también Casal, venían asimilando– sino en una copia de éstos: el más prolífico de los decadentes, a quien Léon Bloy definió alguna vez como “el Aníbal de la imitación”.

 Cierto que basta adentrarse en las primeras páginas de Azul para reconocer, tanto por el esplendor de la prosa, como por ciertos topoi (el eros, la crueldad, los imperios caídos), más de una semejanza; pero resulta difícil admitir que los contemporáneos no antepusieran otras influencias.

 Sin embargo, ello tiene su explicación. En las dos últimas décadas del XIX el éxito de Catulle Mendès, a quien llegó a colocársele casi a la altura de Hugo y de Gautier, era enorme y había comenzado a rebasar las fronteras. 

 Como en el soneto de Darío, es el artista por excelencia, atlético y sensual, dómine en el arte y el amor, cuyo “triunfal laurel” hubiera cosechado lo mismo en Grecia que en Roma.

 Como ha ocurrido tantas veces en la historia de la literatura, a menudo ciertos escritores de buen paladar eclipsan temporalmente a otros de más valía, si bien cumplen su rol como trasmisores de gustos o de una mentalidad que los convierte con más facilidad– en intermediarios entre una y otra época, una y otra tradición, etc.

  El fascinado redactor de La Habana Elegante lanzaba esta no menos fascinante observación: “ya corre de mano en mano entre nuestros compañeros en letras, que se extrañan –como D. Juan Valera– de que haya otro Catulle Mendès, con tanta fantasía y tal arte para encerrarla en forma brillantísima, acá, en el seno de un paisillo delicioso de América, en la hermosa Nicaragua, de la que nunca ha salido (el cuerpo, no el alma del poeta.)”

 Así que, reconocido de una vez por todas el tremendo poeta que era Darío (ciertamente hasta entonces poco conocido en la isla), lo definen como el “otro Catulle”. Otro tanto ocurre en México con Gutiérrez Nájera, al que un crítico define como “el Catulle de Ultramar”.


  Hay que reconocer que la copia no carecía de calidad y que, ya desde 1885, en ciudades diversas como Madrid, México, San Salvador, y La Habana, las revistas se pueblan de sus traducciones. Son tantas (al menos en Cuba lo fueron), que puede hablarse de un fenómeno propio: el de la traducibilidad.

 En buena medida, este se vio facilitado por ciertos rasgos de la prosa de Mendès, a medio camino entre la orfebrería y la magia, como su musicalidad y erotismo, pero, sobre todo, su legibilidad. Se suma a ello la brevedad de muchos de sus cuentos. No ocurría lo mismo con la poesía; como tampoco ante escrituras que demandaban mayor empeño.

 Si la imitación, el pastiche, la perífrasis y las traducciones –con o sin firma–, conforman, entonces, sin solución de continuidad, variantes de intercambio, una gama de apropiaciones que hace más porosos los trasvases de una a otra lengua, en el caso de Mendès estos se vieron favorecidos. En el bazar parnasiano, sus producciones cotizan al por mayor. Max Henríquez Ureña llega a decir, décadas después, que el suyo era "un parnasismo de café-cantante". 

 Más que fieles a un estilo particular al que devolver sus esencias, se le reproduce en sentido benjaminiano, acorde con un modo, un estándar, tanto en la serialidad de versiones, como al incorporarlo a las escrituras individuales, a las que los poetas traductores arrastran –con más o menos excelencia– sus frases, giros y tics. Todo ello al tiempo que procuran una identidad, una escritura igual de moderna en español.

 Por eso el redactor de La Habana Elegante (¿Hernández Miyares?), se solaza en la observación de que brote, como de la nada, en un “paisillo” de América Latina, “un depurado modernista parisiense”. Se destila, pues, un doble trasvase, a la vez físico e inmaterial. Un “cuerpo” que se materializa en traducción-escritura, y, alrededor, un “alma” –como la del niño monstruo de Metapa– que se realiza al viajar con la imaginación, al vampirizar a otros espíritus.

 En el lindero de la poesía, con sus frases sinuosas y enjoyadas, la prosa de Catulle Mendès constituyó, para muchos poetas hispanoamericanos, un espacio de trabajo en cierta manera confortable. Absorbieron no solo tópicos y mañas, sino también efluvios, y lo hicieron a través de ellos mismos, de la red que entretejían en una especie de continuado ejercicio.

 Darío recuerda que al principio lo lee “traducido” (sigue sin identificarse en qué revistas, traducido por quiénes), pues su francés era todavía precario. Casal lo devora por mediación de Aniceto Valdivia, el Conde Kostia, en fecha tan temprana como 1885, cuando aún no dominaba el francés, traduciéndolo luego, cuando ya lo domina.

 Viaja a Madrid tres años más tarde presumiblemente con un libro suyo, y al quedarse sin dinero, se busca unas pelas traduciéndolo y hasta (es probable) empeñando el ejemplar. Esas olvidadas traducciones madrileñas aparecieron en la revista La Monarquía y las dimos a conocer en este blog en octubre de 2020.

 Cierto que detrás, menos insinuados, están Gautier y Baudelaire, pero la pasión por Mendès no decae. En carta desde Madrid, de 24 de agosto de 1892, Darío le anunciaba a Casal que Salvador Rueda prometía enviarles –al Conde Kostia, que sigue rigiendo la biblioteca de parnasianos y decadentes, para uso de todos– lo último de Mendès: Le Soleil de Paris.  


 En fin, se le lee y usa. Martí, bien temprano, a su modo rápido. Augusto de Armas, dejando ver sus trazas. Y lo siguen traduciendo, más tarde, el disipado Alejandro Sawa, el amplio Gómez Carrillo y el modernista argentino Carlos Ortiz –en la línea de Darío.

 Entre sus muchos traductores cubanos, empezando por Valdivia, tal vez su introductor en la isla, destacan nombres hoy apenas recordados como Juan Miguel Ferrer y Nicolás Heredia (quien inicia una serie bajo el seudónimo Bibelot); Raúl Navarrete y Francisco Hermida, quienes lo imitan en sus escritos; o Luis R. Baralt y Francisco Javier Pichardo. Sin embargo, la mayoría de las traducciones aparece sin firma.

 A su muerte en 1909, lo recordará el Conde Kostia, su más fiel comentarista; Francisco G. Cisneros, que reportaba desde París; y Fray Candil, entonces de paso por Cuba. 

 Pocos escritores generaron tanta admiración o rechazo, se involucraron en tantas polémicas, y pocos, como él, estuvieron tan cerca de morir trágicamente. Tanto, que lo consiguió, al abrir medio dormido la puerta del tren en una falsa parada poco antes de su destino: la estación de Saint-Germain.


domingo, 6 de noviembre de 2022

El Reloj... Nota a una traducción

 


 Esta excelente -por rara, por fruitiva- y antigua versión de “El Reloj” de Baudelaire apareció, sin referencias al traductor, en el Diario de la Marina, el 16 de febrero de 1899. Cierto que hasta ese momento (justo hasta 1899), la inmensa mayoría de las traducciones de poetas franceses -no solo las de Baudelaire y no solamente las de periódicos, sino también las de revistas literarias- aparecían sin la firma del traductor, estando las realizadas por Julián del Casal y Manuel Reina entre las pocas excepciones. 

 Me pareció que una versión como la aparecida ese año en La Habana bien valía, por su calidad, un rastreo. Y el resultado ha sido el siguiente: se publicó originalmente en La vida galante (núm. 2, 13 de noviembre de 1898), la extraordinaria revista que el escritor hispano-cubano Eduardo Zamacois acababa de fundar en Barcelona, revista de un embrujo gráfico y erótico sin precedentes en el orbe hispánico que, ya para su primer número, había traducido a Baudelaire. 

 Es muy probable que Zamacois mismo fuese el traductor, tanto más si en un breve paseo por sus memorias encontramos estas precisiones: “Yo, diariamente –inventados o traducidos– escribía cuentos, crónicas, biografías, artículos de crítica, informaciones… […] De tantos desvelos, de tan calenturiento bregar con tipógrafos malos, con grabadores que no entregaban su trabajo a su tiempo, con fabricantes de papel que no servían puntualmente las resmas que necesitábamos, de todo nos compensaba el creciente auge de la revista”. 

 En efecto, parece que en los comienzos de la publicación todo el trabajo recayó en Zamacois y en su amigo, el gran editor y pornógrafo, Ramón Sopena. 

 Hay una frase que quizás solo podía traducirla así Zamacois: “el granujilla del Celeste Imperio”. De entonces acá hemos topado con “el chavalito”, “el muchacho”, “el chico”, “el chiquillo”, “el chicuelo”, y seguramente habrá otras tantas…, pero ninguna que le haga sombra. Sea válido para el resto del poema, como en esta línea insuperable: “En cuanto a mí, si me acerco a la hermosa Felina, honra de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu…”, etc., lo que va a dar a esa hora inmóvil de la carne, hora abismal, que ninguna aguja marca.                                                             

                                   Pedro Marqués de Armas