Alfonso Reyes
El simbolismo geográfico es una de las mayores fuerzas de la historia. En la literatura ha dado las narraciones de viajes, la Odisea y el libro de Simbad. Ignoro si habrá ejemplo moderno más seductor que el de Robert Louis Stevenson. Desde la intensa playa de Escocia, llena de terrores bíblicos, como aquellos marineros ebrios que nos describe, Stevenson padecía verdaderas pesadillas geográficas. A solas con su hijastro Lloyd Osbourne y en esos instantes de iluminación que suelen tener los hombres amigos de los niños, pintaba en los muros de una galería mapas irreales, vagos derroteros marinos. Cierta vez, dicen sus biógrafos, dibujó una isla en el estilo de las cartas imaginarias que ilustran las viejas ediciones del Gulliver. Le ocurrió llamarle: La Isla del Tesoro. Más tarde, a instancias de su hijastro y de acuerdo con las estrictas aficiones de éste, de aquella cartografía infantil surgió el libro que conocéis, donde la energía episódica pudiera ser tipo de un clasicismo en la ficción.
En la historia, a la imaginación geográfica
debemos los descubrimientos de África y de América, y los crueles dramas
polares. Los países de Marco Polo siguen dando nombre a los sueños de la
humanidad. ¿Y no se experimenta toda la atracción de la idea geográfica, no se
evoca todo el arrastre de tropeles humanos que ella ha producido o puede
producir aún, cuando se dice: “Paraíso Terrenal”, “Tierra Prometida”?
No sólo la fantasía, mas la realidad
geográfica. Las luchas por la frontera natural son tradicionales. Los pueblos
divididos por un río son —lo acusa la etimología— rivales. El Egipto es un don
del Nilo —se viene diciendo des. de los tiempos de Herodoto. Hay una cuestión
discutida: la constante vecindad del mar ¿hace inmorales a los pueblos? Es
sabido que la gente de costa posee civilización más rica, espíritu más bien
nutrido que la de tierra adentro, y es, en general, menos muelle que ésta. Mas
eso no se debe en absoluto al mar, sino, en mucha parte, a los hombres que
llegan por el mar con su experiencia exótica y la consiguiente voluntad de
confrontación, de crítica. El mar mismo, si no hace inmorales a los pueblos,
desarrolla sus cualidades hasta ciertos extremos que, momentáneamente y ante el
atraso de la inteligencia general, parecen dañinos, desconcertantes. El pueblo
de playa está menos sujeto al “filisteísmo” continental. Así, los griegos
fueron hijos del mar. La dama del mar, de Ibsen, caso eminentemente
inmoral para el filisteo, puede interpretarse como un caso de alucinación geográfica
delante del mar: influencia de aquella grande alma en la otra.
Abierta por todas partes a la sugestión de las
sirenas, a las influencias turbadoras del mar, la isla parece imagen del
riesgo. Mas, por otra parte, parece figura del egoísmo; vive como concentrada
en sí. Tal la Inglaterra. Durante los tiempos modernos, confiesa un historiador
ecuánime, dondequiera se descubre una invencible creencia en el egoísmo y el
cálculo comercial de Inglaterra La frase hecha la declara pérfida. Los
políticos imbuidos en lecturas como la Psicología de los pueblos europeos
suelen contar, de antemano, con la perfidia de Inglaterra Candor e ignorancia!
Inglaterra ha creado un valor nuevo en la política:
la conciencia insular. He aquí cómo se manifiesta, con las palabras del difunto
Lord Grey:
—Aquel interés generoso y elevado que
inmortaliza al héroe no podría justificar los motivos de la conducta política,
porque las naciones no pueden ser caballerescas ni románticas. Su destino
geográfico hace disfrutar a Inglaterra (la primera en la historia moderna) las
ventajas de una autonomía congruente y sólida. Cuando Europa se debate en
oscuras reacciones, bajo el aliento de Metternich —no completamente
extinguido—, el ministro inglés puede sonreír “insularmente”.
La misión de la Gran Bretaña ante los
problemas continentales parece, pues, definida por su conciencia insular. Pero
no hay que atribuir propósitos gratuitos. El editor literario del Times
escribía a fines de agosto:
Nuestros aliados combaten más de cerca que
nosotros. Junto a los franceses o los belgas, casi somos no combatientes. Así,
a la vez que les damos todo el auxilio que podemos, conservamos los deberes
espirituales del no combatiente... Nuestro mayor poder consiste en ser
desinteresados... Mientras velan por nosotros nuestros marinos, y nuestras
tropas se unen a los aliados, queda aquí el gran cuerpo de la nación, en quien
la conciencia nacional debe conservarse alta y pura, para que, después de la
guerra, ella venga a ser la conciencia del mundo.
Amparada en su collar flotante de cañones, la
isla escogida se reserva una misión terrible. El inglés es raro de suyo, amigo
de excentricidades. Como ha sabido ser un pos-griego, es un pre-asiático espontáneo.
El inglés quiere recoger los últimos alientos de Europa, sobre la boca
moribunda, y comunicar ese soplo al que ha de nacer.
París, septiembre de 1914.
Gráfico, La Habana,
septiembre-octubre de 1914. Obras Completas, IV, Letras Mexicanas, FCE, 1956, 2da ed. 1995, pp. 577-79.
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