Pedro Marqués de Armas
En
marzo de 1869 apareció en los “uveros de La Chorrera” el cadáver de una mujer
ahorcada, cuyo cuerpo se mantenía en estado de conservación. Los restos fueron
trasladados de inmediato al cementerio San Antonio Chiquito e identificados
como pertenecientes a Rafaela García, que había desaparecido varios meses
antes.
El propio médico de la necrópolis, presionado por lo insólito del caso, una suicida que se conservaba tan bien, decidió
consultar al Obispo de La Habana, y este determinó que no se procediera al
entierro, sino que se solicitara la opinión de los médicos.
Se designa así una Comisión de la Academia de
Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, para una consulta que no apuntaba tanto
al “estado de momificación”
del cadáver, como a la necesidad de darle sepultura sólo previo pronunciamiento
médico-forense. Esto es, sobre todo por tratarse de una “presunta suicida” que,
además, se resiste a la putrefacción.
El cuerpo no sólo no se había corrompido, sino
que se sostenía, atado al cuello, de par de ramas que apenas habían cedido. “Pendía
casi arrodillada la desgraciada víctima”, como implorante, según uno de los
atestados.
La Comisión debía pronunciarse con celeridad
sobre la naturaleza y responsabilidad del delito; pero la consulta se convirtió
en un largo y erudito debate, siempre más ocioso que, sin embargo, lo salvaban una serie de curiosidades:
Si las auras tenían que visualizar los cadáveres
antes de devorarlos.
Si carecían efectivamente de olfato.
Si comían o no ahorcados, espantadas por sus
ojos de Juda.
Así como alrededor de las supuestas causas de
aquel inusual estado de conservación.
El destacado académico Francisco A. Sauvalle impugnó algunas de las
opiniones de sus colegas médicos, que tildó de erróneas, y realizó un
exhaustivo análisis en el que desmontaba ciertos criterios del reconocido
naturalista norteamericano Audubon, al tiempo que ilustraba con numerosos
ejemplos de esclavos suicidas cuyos cadáveres habían sido respetados por las
rapaces.
Para Sauvalle, “al menos en cuanto a las auras de esta isla”, las opiniones del célebre Audubon no resistían el menor análisis. Y de paso, no perdió ocasión para ironizar, como lo exigía el contexto:
Dirán algunos que procede este fenómeno de
la veneración intuitiva que les infunde la vista de ese rostro que el hombre en
su sacrílego orgullo pretende hacer semejante al de su Dios. Si así fuera, de
este mismo instinto estarían dotados todos los animales de la Creación; lo que
seguramente no sucede ni con las fieras del desierto, ni con las que se han
llegado a domesticar, ni siquiera con los reptiles e insectos, ni las demás
aves de rapiña. A nosotros mismos horror nos infunden, y no respeto, las innobles
facciones de un ahorcado, aun antes de la descomposición, y los
sentimientos que nos inspira su vista no son, por cierto, de los que
hacen recordar los versos del poeta:
Os
homini sublime dedit, coelumque tueru
Jussit et erectos ad sidera tollere vultus.
La
Academia demoró en pronunciarse, pero finalmente confeccionó su informe. En el
mismo, se aseguran cuestiones tan propiamente médico civiles -y, por lo mismo, tan
rutinarias- como que la mujer se había colgado ella misma; que no había habido
intervención de terceros; y que, además, debía de haber perdido el juicio.
No convenció a muchos, sin embargo, la explicación
del por qué no había sido devorada: “la posición del cuerpo y el movimiento del
vestido pudo ser suficiente para alejar a los perros y otros animales” y “las
auras no se dirigen por el olfato”.
Pero, de todos modos, tanto el médico del
cementerio ante el Obispo, como éste ante las autoridades sanitarias, contaron
con una opinión acreditada y procedieron a enterrar a la “falsa momia”. Mientras
tanto, el problema había pasado de uno a otro bando más que nada a la
espera de decisión burocrática.
Hasta el Obispo envío una carta a la Comisión
Médica felicitándola.
En la práctica, claro está, se impusieron cada
vez más los dispositivos médico-sanitarios, ligados de modo inextricable al dictamen de los jueces.
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