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miércoles, 25 de mayo de 2022

Clases y secularización


   Pedro Marqués de Armas


 De paso por Cuba en 1849, el poeta norteamericano William Cullen Bryant visitó el Cementerio Espada y dio cuenta, en una de sus cartas, de las diferencias de clase que allí obraban. Estas eran enormes. Mientras a los más opulentos se les sepulta en el grueso muro que rodea al recinto, donde existen aberturas perfectamente concebidas para colocar los ataúdes, a los pobres se les arroja a los hoyos -es decir, a tierra- sin monumentos ni tumbas de ningún tipo.

 Describe el autor de “Thanatopsis”, ese gran poema magistralmente traducido por Roberto Friol, que sacaban los viejos huesos mezclados con cal para dar sitio a los nuevos cadáveres; y que había a la vista fosas repletas de esqueletos amontonados unos arriba de otros.

 Durante su visita al camposanto trajeron el cadáver de un hombre joven que, según le dijeron, se había degollado “por amor” y que fue conducido hacia uno de los nichos de la pared por provenir de una familia distinguida.

 Suicida de categoría, no se cuestionan las exequias y rituales; sobran ejemplos en este sentido: condes, médicos, hacendados.

 Y ya hacia mediados de siglo, a medida que la voluntad de morir se vulgariza, resulta raro el cuestionamiento a la gente común, si bien algunos terminan en un cuartón especial situado en el extremo norte del cementerio.

 Blancos pobres y libertos encaran los “suicidios pasionales”, desplazando de esta percepción a los comerciantes, cuyos conflictos serán circunscritos a los reveses de la fortuna.

 Si las diligencias médico-legales, siempre las mismas, se mantienen hasta mediados de siglo dentro de un canon judicial, a partir de entonces se observará cada vez más, entreverado en la jerga burocrática, un lenguaje próximo al de la futura crónica de sucesos.

 Un ejemplo de ello lo vemos en siguiente expediente, ya con una prosa que ha incorporado los elementos propios de un discurso indiciario.

 Manuel Calvert, inmigrante catalán, radicado en Santiago de las Vegas. El 21 de mayo de 1859 asesinó a la joven Rita Valdés, quitándose a continuación la vida. Los cuerpos aparecieron en el patio de La Española, la cantina más frecuentada del pueblo.

 “[Él] español, como de 25 años, vestido con pantalón de dril azul de rayas y botines de becerro, con una herida en la sien derecha, una pistola de faltriquera cañón de bronce descargada en la mano, el dedo índice diestro en su gatillo, y en la izquierda un puñal chico cabo de plata alemana, con punta aguzada, labrada su hoja sin filo con una cruz de hierro y dos virolas en sus extremos”.

 “[Ella] cubana, con 31 heridas en el cuerpo, vestida de túnico de muselina de remesón moradas y rosadas, fustán y camisón de género blanco de hilo y algodón, sin medias ni zapatos, suelto y desgreñado el cabello, trigueña, bien parecida y como de trece años”. 

 La Real Audiencia de La Habana concluyó que “todo procedió por celos”, cerrando el expediente de un modo que muestra ya el típico desacuerdo entre lo prolijo del relato y la endeble atribución causal. 

 A diferencia de los escuetos informes que se acostumbran en los suicidios de esclavos, e incluso, en buena parte de los civiles, asistimos a un estilo preciosista, con su pertinente plus estético, como el que invadirá hacia 1880 los diversos rotativos habaneros.

 No sólo los estrepitosos homicidios, sino cualquier suicidio, el más corriente, tendrá su lugar en la crónica de sucesos. Un goteo que ya no cesa revelando la cotidiana fascinación de la muerte voluntaria. 


 

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