Mario Muñoz Bustamante
“Ha muerto René López”.
Así dice la prensa de la mañana; pero no añade
que con él ha muerto también un poeta hondamente sentimental, delicado y
selectivo.
Sus ideas eran luminosas, brillantes.
Sus versos fáciles, sedosos.
Aquel muchacho melancólico tenía un ruiseñor
en el alma.
Valía mucho.
Lució poco.
Una mala estrella le arrastraba al abismo.
Y su talento y su vida marchitáronse
juntamente en el medio tropical, como un clavel y una violeta en el lodo del
pantano.
Juntos empezamos a escribir.
René, burgués de pura cepa, entregóse a la
bohemia, impulsado por un espíritu débil que se acobardaba ante todo.
Yo, bohemio de origen, eché por el camino de
la burguesía, alentado por un temperamento de luchador que se revelaba ante el
infortunio.
La diversidad de caracteres nos alejó pronto.
Pasaban días, semanas, meses, años… y nos
veíamos casi nunca.
Cuando la casualidad nos reunía, peleábamos
invariablemente.
Pero siempre nos queríamos con el gran afecto
de las personas que no se parecen en nada.
Por eso me ha sabido a rejalgar su muerte ilustre…
Por eso he sentido que se me apretaba la
garganta, al leer en un diario que René López ha dejado de vivir, de sufrir y
de cantar.
Una lágrima quiso caer de mis ojos para
brillar en la frente del poeta triste, del amigo noble, del compañero adorable.
En vez de rodar, esa lágrima volvióse adentro,
y me cayó en el corazón como una gota de vitriolo.
René habría llorado sin consuelo junto a mi
cadáver.
Yo me muerdo los labios sobre su tumba.
Y me sujeto el maxilar para que no se me
escape un sollozo.
Diario de la Marina, mayo 18
de 1909, p. 6.
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