Federico
Uhrbach
Melancólicamente, con esa suerte de melancolía intensa y reflexiva que deja en nuestras almas la doliente enseñanza de un fracaso; con esa suerte de melancolía honda y complementaria de todo pensamiento que analiza, con un temblor de llanto, la infinita amargura que en el recuerdo ensancha lo que definitivamente se ha perdido, evoco la romántica figura del pobre René López, de aquel mi gran poeta, de aquel mi buen amigo, adolorido y dulce, que cruzó por la vida –por la humana miseria levemente, pero dejando huellas imborrables en el alma suspensa y afligida de los que se asomaron a su alma…
Lo que huye, lo que
pasa, lo que rueda, todo lo que produce en el espíritu la sensación intensa de
lo eterno, la rauda crispadura de lo definitivo, del pasado perdido para
siempre, es vena inagotable de desaliento y de desesperanza, y así vamos, de
paso por la vida, dejando a cada instante, en todas las revueltas del sendero,
unos más y otros menos, acaso lo mejor de nuestro fardo; el ensueño, el dorado
espejismo de los primeros años, de las inexperiencias que fingen la quimera de
un país de perenne encantamiento.
Y así cuando la muerte se nos lleva a traición y sigilosa –para nosotros siempre es traicionera- un compañero de mejores días, de esos días que, lejanos, tienen el gran prestigio y la dulce tristeza del pasado, parécenos –tal vez así suceda– que con el pobre muerto perdemos para siempre algo también de nuestra propia vida, algo de nuestra historia íntima y concentrada, que siempre en el recuerdo se ligan y se asocian a nuestras emociones los seres y las cosas del momento en que agitaron nuestro mundo interno.
Ahora, cuando se presentan precisos, invariables, exactos,
ante la evocación que de ellos hago, los ojos del poeta, aquellos grandes ojos,
serenos y profundos, como azules remansos siempre absortos en la contemplación
de sus visiones, y su gesto cansado y perezoso, y su tipo romántico y arcaico;
y su sonrisa un tanto dolorosa, y creo escucha su voz bronca y flexible,
paréceme que vivo nuevamente aquellas clara horas de alegre primavera del
espíritu en que juntos alzábamos castillos en la fragilidad de la quimera; todo
el engañoso sortilegio, toda la rara urdimbre que construye el recuerdo, cesa
súbitamente con la idea de la muerte, cual si se desplomasen nuevamente para
jamás erguirse, las arcadas y torres levantadas en la fragilidad de toda vida.
¿Su verso?... ¿A qué ocuparme de su verso si aún no se han marchitado las primeras violetas ni las primeras rosas marchitadas en su tumba? Ahora solo debemos dolernos de su muerte, tan alevosamente prematura y recordar su vida prematuramente desolada: mañana, y luego, y siempre habrá ocasiones de admirar su obra tan admirada desde sus comienzos por los pocos –poquísimos– que en Cuba no sienten el desdén de la impotencia, por todo lo que vuela, por todo lo que aroma, por todo lo que brilla…
Su verso fue su vida, su accidentada vida que él se gozó en mermar constantemente, tal vez por exigencias de su temperamento pasional y enfermizo, tal vez por exigencias de su espíritu, que necesariamente huraño y melancólico en nuestro medio hostil y refractario a toda creación de la belleza, sintióse altivo y solo entre el oleaje de las muchedumbres, y no supo –o no quiso– ceder a las ruindades del ambiente, prefiriendo, tenaz en su aislamiento, el engañoso encanto con que abrevian la vida, fantasmagorizando placeres y dolores, con su cristal de aumento milagroso, los ponzoñosos filtros de los artificiales paraísos.
Así se ha ido del
mundo este poeta, este intenso poeta, casi un adolescente y ya conocedor de
muchas amarguras que cultivó solícito en las comarcas de sus ensoñaciones; así
se ha ido del mundo, como uno de sus barcos cuya lejana fuga miraba
entristecido en la alta noche; como uno de esos barcos que idealizó su mente
prodigiosa bogando por los mares de sus rimas sonoras y brillantes, así se fue
del mundo, con su bagaje de melancolías, para explorar desconocidos mares,
dejando en las riberas tanto blanco pañuelo con llanto humedecido y tanto
corazón acongojado.
Letras, 23 de mayo
de 1909, p. 254.
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