Agustín Acosta
I
Cerró los ojos, de mirar cansados
la sombra de la muerte por su alcoba,
espía que acechaba en los bordados
damascos de su lecho de alcoba.
Quiso bajar hasta el jardín. Decía
cosas tan vagas, que ya nadie sabe
si en su palabra sin matiz había
algo que fuera humano. Limpia y suave
el agua de la fuente discurría
entre hojas secas. Ella, sonriente,
fue más de luz bajo la luz del día.
Y con voz dulce de convaleciente,
mientras su boca blanca sonreía,
pidió que la llevaran a la fuente.
II
Pidió que la llevaran a la fuente,
junto al blanco jazmín de hojas marchitas,
y la envolvieron perfumadamente
las azucenas y las margaritas.
Estaba bella como un taciturno
crepúsculo de sol ágata y lila,
con mucho de sonata y de nocturno
en el piano sin voz de su pupila.
Pálida, como un pétalo guardado
en las hojas de un libro de pecado,
a sus últimos pajes sonreía…
Mientras sobre la linfa de la fuente
la anemia sofocada del poniente
reflejaba su lánguida agonía…
III
Reflejaba su lánguida agonía
la peregrina del amor, en tanto
la fuente insinuadora discurría
como un dolor que se resuelve en llanto.
Dijo después con lentitud: —Deploro
no recordar, para consuelo mío,
el canto aquel en que Rubén Darío
comenta mi cruel risa de oro.
Todos la contemplamos. De repente,
un paje que mirábase en la fuente
volvió su rostro… Y como canto de avemarías
en el jardín callado y vespertino,
vibró en la tarde dolorosa el trino
maravilloso de «Era un aire suave».
IV
En su blando sillón de terciopelo
ella escuchaba la canción querida.
Alguien dijo: —¡Rubén está en el cielo!
Y ella afirmó: —¡Rubén está en la vida…!
Se espaciaron las sombras en la altura,
bajaron al jardín, y sobre ella,
para esconderse en su pupila obscura,
vino la luz de la primera estrella.
No se sabe qué dijo a su pupila
aquella luz que cada vez titila
con más fulgor en nuestro absorto duelo…
Ella quedó como transfigurada,
pálida y sonriente, arrellanada
en su blando sillón de terciopelo.
V
Oh triste tarde, entre tu gasa fría
viste con qué solícitos cuidados
cargó el sillón de Eulalia la sombría
tropa de los alegres convidados…
Cuando dejamos en el blanco lecho
el cuerpo de la dulce soñadora,
vimos que le brillaba sobre el pecho
una medalla de Nuestra Señora…!
La estancia se llenó de los rumores
de la muerte. Piadosas nuestras manos
sobre el lecho de espuma echaron flores…
Y la Marquesa Eulalia parecía
una flor de jardines ultrahumanos
que entre flores del mundo se escondía.
VI
Así murió, junto a la fuente inquieta
en que como un dolor temblaba el agua,
la lírica y romántica coqueta
del inmenso cantor de Nicaragua.
Y pues quiso que al menos una lira
sus últimos instantes relatara,
mi lira es la devota que delira
por dejar esta flor sobre su ara.
Y si queréis saber donde reposa
la que tan alto galardón tenía,
tomad una vereda misteriosa
hacia el jardín aquel, y sabiamente,
arrancadle el secreto a la armonía
melancólica y cauta de la fuente.
Agustín Acosta hizo zafra del gran modernista, en el que se inspiró no solo de joven sino hasta el final de su obra. Comenzó con un “Responso a Rubén Darío” (El Fígaro, 13 de febrero de 1916) escrito en Matanzas a dos días de la muerte del poeta nicaragüense, para seguir un año más tarde con el réquiem “Elegía de las sombras” (El Fígaro, 4 de febrero de 1917). Dedicó además una serie de sonetos a los últimos instantes de cada uno de los tres personajes del poema de Darío “Era un aire suave”, así como siete sonetos a los instantes postreros del propio Rubén, recogidos estos Los últimos instantes (La Habana, La Verónica, 1941). Entre sus muchos versos de miedo recuerdo a menudo éste: “Bajo la pobre manta de su lecho, /desintegrado, mas no desecho, / quedó Rubén Darío.”
Sin embargo, toda esta molienda dariniana no estuvo exenta de sinsabores o pequeños traumas que tal vez se volvieron síntomas. Uno de los primeros en herirle fue Jaime Torres Bodet en un artículo sobre la nueva poesía española que publicó El Universal (1926), y que la prensa cubana no tuvo reparos en reproducir. Allí decía el mexicano: "Todo poeta hace uso de un bazar de imágenes propias. Pero, en tanto que el bazar de un discípulo de Rubén Darío como el cubano Agustín Acosta está lleno de pelucas y de cisnes disecados, el de este hombre de hoy contiene cosas actuales".
Ese poeta del momento al que se refería Torres Bodet era Gerardo Diego, al que, en su habitual rechazo a las poéticas más experimentales, colocaba por encima de Vicente Huidobro y de Oliverio Girondo. Así que el ramalazo hacia el cubano no era tan crudo como podría creerse. Hasta sus amigos más cercanos, Mañach por ejemplo, le echaban en cara el excesivo, casi enfermizo apego a Darío.
Como confesó alguna vez a Manuel Díaz Martínez, allá por 1910, en pleno ímpetu juvenil (es decir, por la época de la fotografía que acompaña esta entrada) el poeta matancero se topó con el mismísimo Rubén en el vestíbulo del Hotel Inglaterra. Era, en efecto, él, pero de espaldas. Pudo abordarlo pero no se atrevió a hacerlo. Una fuerza superior se lo impidió. De modo que no pudo ni saludarle, quedándose con el recuerdo de aquel dorso (tal vez tambaleante) y no menos con el de su espantada timidez.
No obstante, por esos mismos días de septiembre de 1910 le escribía desde su refugio en Matanzas llamándole “maestro amado” y deseándole que La Habana le fuera propicia y recuperase su salud. No se priva de enviarle "un manojo" de versos y se excusa de no haber ido a verle a causa “de las fatigosas necesidades de mi destino”, despidiéndose como el más humilde de sus discípulos cubanos.
A saber si el amago de encuentro fue antes o después de la carta en cuestión. Acaso su tortuosa aproximación a quien tanto le encandilara, explique algunas de sus poco felices observaciones sobre Darío, Casal y Martí. Acaso. Pero no vamos a entrar en ello. Sería leña para otra estufa.
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