Jaime Torres Bodet
Visto desde el ferry-boat,
que habíamos tomado en Cayo Hueso, el Morro
nos anunció alegremente la buena nueva. No tardaríamos mucho en llegar a La
Habana.
Un azul ávido, terco,
intenso. Una azul que el sol, en vez de aclarar, parecía entenebrecer –como,
por contraste, el oro de las pestañas profundiza el zafiro de las pupilas en la
mirada de ciertas rubias. Una luz que tenía sustancia: pulpa de fruta, vibración
eléctrica del calor. Una embriaguez de aromas sólidos y lustrosos, que hacía
charol el aire, el incienso ámbar y nácar el olor femenino de las guanábanas.
Un concierto de voces nítidas, anhelantes. Y, sobre la música de esas voces,
una cacofonía de bocinas impacientes, como si todos los Ford del mundo se
encontraran de pronto en celo… Sí, estábamos en La Habana.
Durante las
operaciones portuenses, recordé una anécdota atribuida a la mordacidad de
Valle-Inclán. En 1921 se efectuó en México un congreso latinoamericano de
estudiantes. Sus sesiones coincidieron con la visita hecha a la República por
el maestro de Tirano Banderas. Cierta
excursión en ferrocarril acabó por reunir al gran escritor y a los jóvenes
delegados estudiantes. Al final del almuerzo campestre, uno de ellos preguntó a
don Ramón cuál era, a su juicio, la capital más hermosa de América.
-Pues, verá usted…
contestó don Ramón, con el cazurro ceceo que exageraba como preludio de los
disparos sutiles de su ironía. Y, lentamente, principió a hablar del paisaje
sublime de Río de Janeiro. Luego, se refirió a La Habana, capital generosa de
los sentidos. Enseguida, hizo el elogio de México… En el momento en que su
interlocutor esperaba un nombre, el de la capital magnífica de su patria, don
Ramón concluyó con la mayor brevedad posible -: Y, señores, después de México
–lo habéis ya oído decir durante este viaje- todo es Cuautitlán.
No fui testigo del
incidente. Lo cuento como me lo contaron. Si la anécdota es cierta, había sin
duda injusticia notoria en las omisiones de don Ramón. Pero su definición de La
Habana no dejaba de persuadirme. La comenté con mis compañeros cubanos, aquella
misma tarde, al amor de una taza de incomparable café.
Me esperaban, con don
Fernando Ortiz, Jorge Mañach y el poeta Juan Marinello. Ninguno de ellos me
conocía personalmente. Pero teníamos todos idea bastante exacta de nuestras
inquietudes y nuestras vidas. Una cordialidad espontánea abrió abrevió las
presentaciones.
Don Fernando era
entonces el animador de muchas manifestaciones de alta cultura. Como conciencia
activa de la Institución Hispano-Cubana, organizaba todos los años series de
conferencias en cuyos ciclos habían participado varios escritores de España y
de nuestra América. Uno de los últimos en disertar desde esa tribuna había sido
Américo Castro quien, tanto en La Habana como en México, dejó un recuerdo excelente,
de profesor, de erudito, de hombre de letras –y lo que importa más, a mi modo
de ver- de auténtico caballero.
Marinello y Mañach
habían cambiado cartas conmigo. Ambos actuaban como jefes de fila de la
generación isleña, a la vez ilustrada e inteligente, que conocíamos con el
nombre de grupo Avance. Marinello no se interesaba en política todavía. Era un
hombre alto, moreno, afable, que veía en la cátedra y en la pluma las dos metas
supremas de su existencia. Mañach no cultivaba la poesía sino la novela, la
crítica y el ensayo. Hombre de curiosidades múltiples, de saber hondo y de
claro estilo, su personalidad se imponía rápidamente. Vivía en una casa
agradable, a la que daba un alma hospitalaria la cortesía de su esposa: una
dama que, a pesar de su juventud, recibía con tacto muy indulgente a los
invitados de Jorge y tenía para cada uno, como regalo especial, una
conversación oportuna y nunca prefabricada.
En compañía de Lizaso
y Francisco Ichaso, Marinello y Mañach editaban una revista que, a cada año,
cambiaba de nombre. Había sido, en 1927, 1927.
Se llamaba, entonces, 1928. En ella,
Marinello acaba de comentar, con alentador aplauso, la aparición de Margarita de niebla. No sorprenderá a
nadie, por tanto, que nuestra primera plática girara sobre el tema del libro y
enfocase, con mayor amplitud, la cuestión de lo que es o no moderno en la prosa
de las novelas. “¿Puede afirmarse que haya novelística nueva –se interrogaba mi
amigo-, es decir, novedad que anime lo esencial de este género de producción
artística?”… No supe, en el fondo, qué responderle. Pero el tiempo se ha
encargado de contestarle, mejor que yo.
Lizaso era un martiano
de amplísima información. Volví a verle en La Habana en diciembre de 1950,
cuando asistí a la reunión de las comisiones latinoamericanas de cooperación
con la UNESCO. Hicimos recuerdos de nuestras charlas de 1928. Y nos prometimos
velar porque la traducción francesa de las páginas escogidas de Martí pudiese
distribuirse con ocasión de su centenario.
A Ichaso lo encontré
después, en distintos lugares, siempre joven, siempre lúdico y laborioso.
Escritor directo, fácil, brillante, hacía periodismo, sin caer en lo que la
mayoría entiende por periodismo. Su actividad lo invitaba a la prisa. Su
talento lo salvó de ella. Su talento –y una temperatura humana impregnada de
fervor para todas las cosas y las personas que su perspicacia de crítico
revelaba.
Llegado a La Habana el miércoles 3 de mayo, di mi conferencia el viernes
siguiente, desde el escenario del Payret. Ese nombre me era muy familiar. Mi
padre –entusiasta de Cuba, como yo mismo- me hablaba a menudo de aquel teatro,
en el que habían alcanzado singular éxito algunas de las compañías de ópera
administradas por él en nuestro país. Me presentó Marinello. En su discurso,
conciso y noble, intentó definir la responsabilidad de la juventud literaria de
América frente al peligro de dos retóricas enemigas: la pretérita y la moderna.
Su conclusión me satisfizo completamente. Por encima de la lucha de las
retóricas y las modas, urgía respetar la pureza de la obra de arte, la
sinceridad de la vocación, su honradez y su fuerza humana.
No hablaré aquí de mi
conferencia. Su texto consta en las páginas de la revista Contemporáneos, bajo
el título de Perspectiva de la literatura
mexicana actual. Me detendré a encomiar, en cambio, la abundancia y
probidad con que los diarios cubanos supieron publicarla o sintetizarla. En el Diario de la Marina, el resumen fue
realizado admirablemente. El Mundo hizo
más. Reprodujo el original, desde el introito hasta la última de sus frases.
Después de la
conferencia, mis nuevos camaradas nos llevaron a cenar a un café. Todo hubiese
resultado perfectamente, sin la agresión de una gran pianola cuyo frenesí no
parecía ofender a los comensales autóctonos, inmunizados por la costumbre, pero
que a mí comenzó a agobiarme y no tardó en terminar por ensordecerme.
Me rehíce, a fuerza de
voluntad. Poco a poco, entre la cólera de una rumba y las cataratas de una
rapsodia, adiestré el oído hasta lograr percibir las palabras que los
convidados menos distantes me dirigían. Por fin, sobre un vértigo de corcheas,
la conversación se normalizó. Muchos de los presentes habían estado en México. Hablamos
de escritores y de pintores que estimábamos en común: González Martínez, López
Velarde, Diego Rivera, Orozco, Heliodoro Valle, el Doctor Atl, Porfirio Barba-Jacob.
Se advertía, en todos,
un sentimiento de gozosa espontaneidad. Algunos leyeron versos. Otros contaron,
en voz alta, los argumentos de las novelas o de los dramas que proyectaban. A
la una de la madrugada –sin intervención de ningún alcohol- decidimos abandonar
el café, demasiado cálido, para prolongar la sesión en la plaza pública, frente
a la Catedral que yo no había tenido tiempo de ver.
Noche húmeda, tibia,
de estrellas maduras y palpitantes. Noche del Golfo, que me traía a la memoria
la evocación de otras noches, de Mérida y Veracruz… ¿Qué se han hecho algunos
de los amigos que, en esas horas de euforia y de exuberancia vital, estuvieron
tan cerca de mi destino? Veo sus rostros, velados por la penumbra de la calle
en que, al cabo, hubimos de despedirnos. Oigo sus pasos en la acera… Mañach,
Marinello, Ichaso, Félix Lizaso continuaron ligados conmigo, durante meses, por
el correo. De otros, no he vuelto a tener noticia. A todos les digo ahora:
Gracias por la fe que esa noche nos asoció, en el entusiasmo del arte y de la
belleza. Gracias porque fuisteis jóvenes, una noche a la vera de un joven que
os describía el dolor y el amor México. Gracias, en fin, porque me enseñasteis
que hay en nuestro Hemisferio una fraternidad entrañable, que no ha menester de
pactos de ni de discursos; una alianza que guarda, como vuestra Catedral
silenciosa bajo el cielo espléndido de La Habana, una corona de estrellas para
cada viajero que la comprende –y que cree en ella.
"XXVI. En La Habana", Tiempo de Arenas, Letras Mexicanas, 18, FCE, México, 1955, pp. 252-54. Tomado de Memorias I. Tiempo de arenas / Años contra el tiempo / La victoria sin alas, FCE, 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario