Jaime Torres Bodet
Por
un procedimiento que, en vez de eliminatorio, ha resultado ser, en realidad, de
tímida orientación, nos encontramos ahora frente al despertar de una nueva literatura.
¿De una literatura nueva? Las influencias interiores que la norman se
desprenden de la calidad de las tendencias que analizamos al hablar de González
Martínez y de Antonio Caso, de Alfonso Reyes y de José Vasconcelos, ya que, sin
que hayan sido en verdad, los maestros de nuestra generación, sería injusto no
reconocer lo que sirvió —a los más jóvenes— el ejemplo de probidad intelectual
de González Martínez, la lección de
energía de José Vasconcelos y la sutil curiosidad de Alfonso Reyes. Más que su
influencia directa, lo que recibimos, a través de ellos, fue el mensaje del
mundo literario y filosófico, en que iban plasmando sus propias conquistas.
Así, para nosotros, el nombre de José Vasconcelos se encontrará siempre ligado
—con esa solidez que guardan, hasta en la senectud, los recuerdos de la
adolescencia— al de Romain Rolland, cuya lectura recomendaba desde la Rectoría
de la Universidad en una hora de optimismo y de laboriosa confianza
administrativa, al de Beethoven y al de Tolstoi. Así también, para nosotros, la
obra de Enrique González Martínez no se reducirá al solo admirable conjunto de
sus libros de poesía. A él quedará unida, en México, la memoria de todo el
simbolismo francés que comentó en conferencias de gran penetración crítica e
introdujo al caudal de nuestra cultura por el doble conducto de sus poemas originales
y de sus traducciones. Acaso Maeterlinck, Verhaeren y Rodenbach, Régnier y
Samain, Francis Jammes y la Condesa de Noailles, no habrían significado para nosotros todo lo que
significaron, de no encontrarse reunido el acento de sus nombres a un problema
de estética de la juventud, planteado a nuestro análisis, por el lirismo de Los Senderos Ocultos y La
Muerte del Cisne.
Mucho más complejo que el resumen de estas disciplinas,
sería hacer el mapa de las alusiones exóticas, de las influencias o de los
ejemplos anteriores en que nos reconocimos. Pero en la dificultad de lograrlo,
es curioso al menos hacer notar que en tanto que los maestros de la lírica
latinoamericana durante el modernismo fueron los simbolistas franceses, la
prosa vivió, en aquellos años, de reproducir los modelos españoles más o menos
puros. Invirtiendo con ventaja los términos, la evolución actual vuelve a
interesarse por el caudal de nuestra poesía auténtica, pero busca, para apagar
su sed, otros ejemplos de prosa que los exquisitos de un Valle-Inclán, porosos
y compactos de un Galdós o limitadamente personales de un Azorín. El
conocimiento de la literatura norteamericana —que, con excepción de Poe y de Whitman— había permanecido inédita para
los grupos anteriores a esta promoción, ha sido —para ella— de los resultados
más útiles.
Sería imposible acertar desde ahora en la elección de los escritores jóvenes que habrán de realizar obra más importante en lo porvenir. La labor del crítico tendría que participar de la lucidez del mago para no equivocarse, en las proporciones en que la realidad suele no corresponder a la esperanza. Fundándonos al menos en la seriedad de los intentos que llevan publicados y en la cultura de que se hallan provistos, podríamos citar, en primer término, a los jóvenes que iniciaron, en 1918, el Ateneo de la Juventud, distinto del Ateneo de México en su constitución y en buena parte de sus propósitos esenciales. Este grupo en el cual —entre otros de los nombres que ya hemos estudiado a su tiempo— figuraban Carlos Pellicer, Martín Gómez Palacio, Bernardo Ortiz de Montellano, José Gorostiza y Enrique González Rojo, se encontraba concebido dentro de tal elasticidad que pudo subsistir sin oponerse a la libertad individual de cada uno de sus miembros.
Carlos Pellicer, José Gorostiza, Ortiz
Montellano y Enrique González Rojo son, exclusivamente, poetas. Martín Gómez
Palacio ha alcanzado, en cambio, mayores éxitos en la novela, gracias a dos
libros, desiguales en proporciones y en mérito. El primero, El Santo Horror, descubría el drama oscuro
de una conciencia juvenil, interrogada por la esfinge de un doble amor
simbólico, con raíces —a la vez— en el espíritu y en la carne; con frutos en el
deseo y en la renunciación. La solidez del análisis psicológico y, en general,
la temperatura del relato, hacían de este libro la promesa de un gran novelista.
¿Por qué entonces El Mejor de los Mundos
Posibles, la segunda de sus obras de amplio aliento? El tema escogido, la
revolución mexicana, era, en esta ocasión, de un alcance mucho más difícil y
complejo, pero ¿por qué tocarlo si el autor no se sentía aún dueño de vencerlo?
De los poetas del Ateneo de la Juventud,
Carlos Pellicer es el de un caudal lírico más impetuoso y abundante. Nacida bajo
los signos de Lugones y de Santos Chocano —que son signos fatales en el zodíaco
de las retóricas— su poesía se desligó bien pronto del lastre externo de esas
influencias. Brotó entonces a la superficie de sus versos la más hermosa de sus
cualidades: esa especie de apoteosis salvaje de los sentidos en que su
espiritualidad de hombre del trópico, al mismo tiempo, se viste y se desnuda. Cronológicamente
anterior a sus compañeros, Carlos Pellicer se anticipó también a ellos en la ambición
por definir un ideal plástico del paisaje. Estaba entonces de moda una absurda
clasificación de los poetas en "subjetivos” y "objetivos”. Pellicer
exigía orgullosamente —¡con cuánta razón lo reconocemos ahora!— un puesto: el
primero, entre los segundos.
La poesía de José Gorostiza ha nacido de un
voluntario regreso a la tradición española del siglo XV. Su "manera”, como
la de Rafael Alberti, escapa de la contaminación popular meramente folklórica,
pero no desdeña tocarla, en los ángulos más distantes de su vuelo. Extraordinariamente
elaborada, su obra es un caso de cristalización poética prematura, insólito en
los jóvenes. De una carta suya, reciente, en que habla de las cualidades y de
los peligros de ciertas obras actuales, extraigo estas líneas que dibujan, por
ausencia, su silueta real: “En todo caso, es mejor no modernizarse, sino entroncar
bien en lo viejo. Si me dieran facultades para escribir Herman y Dorotea o el Ulysses,
escribiría aquel...”.
Bernardo Ortiz de Montellano —que ha publicado
dos libros de versos Avidez, en 1921
y El Trompo de Siete Colores en 1925—
prepara ahora un volumen de poemas en prosa: Red, en que sus cualidades de observación precisa y de fantasía sutil
se hacen más delicadas y firmes. El tema mexicano insinuado por la poesía de
Ramón López Velarde y exagerado o torcido por sus imitadores, apunta también en
la obra de este escritor pero con un matiz distinto, más íntimo que pintoresco
y menos descriptivo que musical. Contener el sabor, el perfume y, sobre todo,
el sentido armonioso de los objetos y de las formas de México sería la ambición
más viva de su lírica si no le comunicara ya, por su sola presencia, el secreto
de un atractivo evocador.
Más ambiciosa, la obra de Enrique González Rojo quiere tocar, a la vez, a la sobriedad antigua que, desde los años juveniles, fue su estímulo y a la complejidad, en la que su inteligencia encuentra un tema y procura una dirección. Menos confiado que sus compañeros en las ventajas del verso libre lo maneja no obstante con fluidez y su poesía —que gira siempre en torno al eje de una idea o de un símbolo— une, en concordia feliz, los materiales de la tradición y los compromisos de la libertad.
Inmediatamente posterior a este grupo
apareció en 1922, el de Xavier Villaurrutia y Salvador Novo que congregó hace poco
el nombre de una revista: Ulises y la
expresión de un ideal gidiano: la curiosidad. La inteligencia de Villaurrutia, más
organizada y culta, lo ha convertido en el crítico de este pequeño cenáculo al
que asisten dos de las promesas más seguras de la nueva generación: Gilberto
Owen y Jorge Cuesta. Su poesía, cortada según el mismo ángulo agudo al que sometió,
desde un principio, la elaboración de su prosa, describe, junto con los estados
espirituales que producen los objetos en nuestra conciencia, su forma misma,
suprimiendo a veces el espacio que los sitúa, agrandándolo otras, empequeñeciéndolo más a menudo. Sin nexos con la pasión romántica, su espíritu acierta mejor
en la expresión de algunas emociones de carácter especialmente intelectual,
como la visión de una naturaleza muerta o el duro argumento de un sueño.
Un libro de Ensayos definió en seguida a Novo. Ordenado en dos secciones
(verso, prosa), tocaba por todas partes a la ironía. Escasas vacilaciones traicionaban
en sus poemas la huella del principiante y el poeta parecía, así, haber invertido
el orden y sus estaciones: su primavera era ya su madurez, su otoño y —por el
descamado esqueleto de sus emociones deshojadas— su invierno.
Con menos limpidez irónica que en la de Novo
y un vigor menos significado que en la de Pellicer, se advierte ya, en la obra
de Maples Arce, una generosa inquietud de renovación que, aunque no modifica
sino la superficie de sus poemas
interdictos, acabará muy pronto por destruir de sus poemas interiores, románticos, sobre cuyo esqueleto sentimental el
lector atento había visto esbozarse su demasiado rápida construcción. Todo
cabe, todo —hasta la poesía— en la impaciencia laboriosa de este poeta. Pero la
temperatura que circula en las arterias de sus alejandrinos lo salva en el
preciso punto en que lo compromete, ligándolo —a él que hubiera querido aterrizar
de un salto hermoso, brusco, sobre el litoral de un mundo nuevo— con la misma
tradición de melancolías que el programa lírico de su escuela: el estridentismo hace profesión de
abominar.
Con la insinuación de lo que estos jóvenes vayan a definir de sí mismos en el futuro, nuestra visita a los talleres de la literatura mexicana actual queda súbitamente terminada. Es claro que no todos los nombres que estimamos podían caber dentro de sus límites discretos. El hecho de haber omitido a algunos no implica desdén para su obra; se funda, sólo, en el deseo de dar al paisaje descrito una unidad esencial, lógica y cronológica a la vez. Si me equivoqué al pensarlo, si, en contra de lo que supongo, alguna omisión pudiera sentirse violenta, la amplitud del asunto que debía tratar me excusaría. Este es, no obstante, a grandes trazos, el cuadro de nuestra literatura viva. Estas las corrientes ideológicas en que sus talentos se mueven. Literatura que busca, a través del dolor de la vida, que no refleja sino en parte, un cielo más puro que mirar y un horizonte más limpio al que circunscribirse. Poesía en que el “yo” se contempla con una rara exactitud y una penetración psicológica muy fina. Novela en que aparece por momentos —entre ángeles y abismos— el escenario brusco de la revolución. Como su luz, en un esfuerzo de todas las horas, interrumpido también a todas horas. ¿Cómo atreverse sin embargo a acusarla de las deficiencias que no ha sabido colmar, si en años en que el equilibrio parecía por todas partes roto, ella logró siquiera conservarse dentro de la pureza del gusto y la discreción que le eran esenciales?
Jaime Torres Bodet, “El despertar de la nueva literatura en México”, Social, Vol. 4, núm. 3, marzo de 1929, pp. 12 y 84.
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