Dolores Labarcena
A raíz de las protestas del
11 de julio en Cuba, recordé dos excelentes documentales que, quizás por separado no dicen mucho, pero si los juntas ya es otro cantar. El primero es The Act
of Killing y el segundo PM, esa joya del cine cubano filmada por
Orlando Jiménez Leal y el hermano menor de Guillermo Cabrera Infante, Sabá.
Joshua Oppenheimer asegura
que la primera vez que filmó a Anwar -uno de los jefes de los escuadrones de la
muerte cuando el gobierno de Indonesia resultó derrocado por el ejército en
1965-, este asesino lo llevó al tejado de una oficina donde le mostró cómo mataba a sus víctimas con un alambre, y con la misma se puso a bailar chachachá.
Anwar y otros criminales de igual pedigrí accedieron a contar en The Act of Killing sus relatos sobre las matanzas como si fuesen estrellas del cine gansteril o del western. Oppenheimer definió su trabajo, que no por casualidad cautivó a Herzog, como un “documental de la imaginación que no pretendía ser una crónica histórica”, sino “la exploración del sórdido inconsciente de un país que justifica el ejercicio de lo atroz, un viaje al corazón de las tinieblas que adopta la estrategia de la dramatización terapéutica para hacer emerger la culpa”.
El propósito de PM era bien distinto. En principio formaba parte de un reportaje más extenso y propagandístico del ICAIC sobre cómo se preparaba el pueblo para hacer frente a la invasión de Bahía de Cochinos. Dicho material no se llegó a emitir porque recogía la atmósfera de la vida nocturna habanera, variopinta y festiva. En los primeros segundos se observa a un grupo de personas que desembarca de la lanchita de Regla en plena oscuridad, pero alumbrados por los fanales del muelle: hombres con sombreros y corbatas, mujeres con vestidos ajustados, el mismo atracador en boina. Y antes del minuto dos, las luces de un bar: justo ahí la cámara hace un paneo en el recinto e irrumpen unos músicos, ya que “el son es lo más sublime para el alma divertir”, tocando una pieza.
Para la censura, y sobre
todo para Fidel Castro, PM resultó irreverente por el hecho de
no glorificar al “pueblo combatiente”, al hombre de moral socialista, todavía in
statu nascendi. Un corto, apenas catorce minutos. “Dentro de la Revolución,
todo; contra la revolución, nada”, les dijo el Líder a los intelectuales, pistola
mediante.
Lo que vino luego está ampliamente
documentado.
La novedad es que después de
62 años de férrea dictadura algunos escritores hasta ayer distantes o apolíticos
(eso parecía), no ya la claque oficialista, defiendan a voz en cuello lo indefendible.
Que incluso en medio del apagón cibernético y mientras seguían apaleando a media
Cuba, tuvieran internet gratuito e ilimitado.
Quienes hemos vivido bajo un
régimen totalitario, sabemos de sobra que los tiranos producen en sus adeptos una
regresiva fascinación. Más que nada, un
sentimiento primario, lo que Kundera llamaría el “helado cubo de miedo”.
“Si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible”, escribió Bulgákov a Stalin.
“¿Cómo serían capaces de
mirarse al espejo? ¿Cómo se levantarían día a día, harían sus quehaceres, vivirían
sus vidas?”, se pregunta Oppenheimer intentando arrancar un ápice de humanidad
a los personajes de ese casting ilusorio donde, al final, como en la
metáfora, el pez muere por la boca.
Da igual la ideología que
profesen: pueriles, ubuescos, tan parecidos al extinto dictador, a la marioneta
que actualmente funge como presidente de Cuba, y a la gerontocracia que avasalla
la isla.
Nada más ver al trémulo y detestable Díaz-Canel dando la orden sin paliativos de reprimir al pueblo que pedía libertad cívicamente en las calles, me vino a la mente el indonesio bailando chachachá con aquel alambre en la mano. “Éramos más crueles que en las películas de gánsteres”, le confesó el vulgar y decrepito Anwar a Oppenheimer chupándose el alveolo del que fuera un día antes su canino derecho.
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