Hart Crane
Después que acabó, aunque
aún funestamente soplando,
la vieja y yo nos proveímos
de una ropa más seca
y dejamos la casa, o lo
que de ella quedaba;
partes del techo llegaron
hasta Yucatán, me figuro.
Ella casi —aun entonces—
fue aventada
sobre lotes de terreno al pie de la montaña.
¡Pero el pueblo, el
pueblo!
Alambres en las calles y
chinos de arriba a abajo
con brazos entablillados,
mezcla revuelta con tejas,
y doctores cubanos,
soldados, camiones,
gallinas sueltas...
El único edificio no
hincado de rodillas,
el Hotel Fernández,
convertido en pocilga
de negros en camillas,
vendados para llevarlos
en el primer barco a La
Habana. Pujaban.
Pero ¿había un barco?
Donde había estado el muelle
se
veían
dos cubiertas desguapadas,
a sesenta pies
una de otra
y una chimenea en seco, allá
arriba junto al parque
donde un despavorido
pavorreal rascaba
entre un cerro de latas.
Nadie parecía poder
obtener ninguna noticia
del exterior, pero corría
el rumor de que La Habana,
ya no digamos la pobre Batabanó,
se estaba hundiendo en
llamas en el agua
desde hacía unas horas —el
inalámbrico destruido
por supuesto, allá también.
De vuelta a la vieja casa
trabajamos con palas y
sudamos; mirábamos
al ogro sol ampollar la montaña,
ahora arrasada, pelada de palmeras,
todo, y lamer la hierba,
negra como el charol,
que el escarchado viento
blanco abrillantaba.
Todo desaparecido —o
revuelto con enigmática gracia—
Largas raíces tropicales
en el aire, como encajes.
Y una mula de un vecino
humeaba tambaleándose
junto a la bomba,
¡Dios mío! ¡Como si su
hundida carroña fuera
la predestinación de la
muerte! Os tapabais ya la nariz
en los caminos, implorando
buitres, zopilotes...
La mula tropezaba, se
bamboleaba. Yo en cierto
modo fu incapaz de alzar un palo por
lástima
a su estupor.
Porque yo recuerdo
todavía aquella extraña exageración
de caballos
—Uno nuestro, y otro, un extraño,
saliendo
de arrastrada con el alba
del jaral de bambú entre
aullidos, luz amortajada
cuando la tormenta moría.
Y Sara los vio, también—
sollozando. Si, ahora
—casi ha pasado. Ellos lo sienten;
el tiempo está en sus
narices. Ahí está Don
—pero de aquel otro, blanco
—no puedo dar cuenta de él!
Y en verdad, ahí estaba
como un vasto fantasma con
la crin de esa noche
memorable de lluvia dando
alaridos
— ¡Eternidad!
¡Pero agua, agua!
Fustigué la mula atontada
hacia el camino.
Hasta allí llegó y cayó muerta o
muriendo,
pero poco importaba.
El alba siguiente estaba
densa de bruma de carroñas
colándose dondequiera. Los
cadáveres eran enterrados
aprisa
sin ceremonia, mientras
martillos golpeaban en el pueblo.
Los caminos eran
limpiados, traídos los heridos
y curados, parecía. A su
debido tiempo
el presidente envió un
acorazado que hornó
algo así como dos mil
bollos de pan en el trayecto.
Doctores lanzados desde
cubierta en aeroplanos.
La fiebre fue detenida. Yo
me quedé largo tiempo
Donde Mack hablando
New York con los marinos, Guantánamo,
Norfolk,—
bebiendo Bacardí y
hablando U.S.A.
Traducción: José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal
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