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jueves, 24 de junio de 2021

Eternidad



Hart Crane


Después que acabó, aunque aún funestamente soplando,

la vieja y yo nos proveímos de una ropa más seca

y dejamos la casa, o lo que de ella quedaba;

partes del techo llegaron hasta Yucatán, me figuro.

Ella casi —aun entonces— fue aventada

       sobre lotes de terreno al pie de la montaña.

¡Pero el pueblo, el pueblo!

 

Alambres en las calles y chinos de arriba a abajo

con brazos entablillados, mezcla revuelta con tejas,

y doctores cubanos, soldados, camiones,

       gallinas sueltas...

El único edificio no hincado de rodillas,

el Hotel Fernández, convertido en pocilga

de negros en camillas, vendados para llevarlos

en el primer barco a La Habana. Pujaban.

 

Pero ¿había un barco? Donde había estado el muelle

       se veían

dos cubiertas desguapadas, a sesenta pies

       una de otra

y una chimenea en seco, allá arriba junto al parque

donde un despavorido pavorreal rascaba

       entre un cerro de latas.

Nadie parecía poder obtener ninguna noticia

del exterior, pero corría el rumor de que La Habana,

        ya no digamos la pobre Batabanó,

se estaba hundiendo en llamas en el agua

desde hacía unas horas —el inalámbrico destruido

por supuesto, allá también.

 

De vuelta a la vieja casa

trabajamos con palas y sudamos; mirábamos

        al ogro sol ampollar la montaña,

        ahora arrasada, pelada de palmeras,

todo, y lamer la hierba, negra como el charol,

que el escarchado viento blanco abrillantaba.

Todo desaparecido —o revuelto con enigmática gracia—

Largas raíces tropicales en el aire, como encajes.

Y una mula de un vecino humeaba tambaleándose

         junto a la bomba,

¡Dios mío! ¡Como si su hundida carroña fuera

la predestinación de la muerte! Os tapabais ya la nariz

en los caminos, implorando buitres, zopilotes...

La mula tropezaba, se bamboleaba. Yo en cierto

         modo fu incapaz de alzar un palo por lástima

         a su estupor.

 

                               Porque yo recuerdo

todavía aquella extraña exageración de caballos

—Uno nuestro, y otro, un extraño, saliendo

        de arrastrada con el alba

del jaral de bambú entre aullidos, luz amortajada

cuando la tormenta moría. Y Sara los vio, también—

sollozando. Si, ahora —casi ha pasado. Ellos lo sienten;

el tiempo está en sus narices. Ahí está Don

        —pero de aquel otro, blanco

—no puedo dar cuenta de él! Y en verdad, ahí estaba

como un vasto fantasma con la crin de esa noche

memorable de lluvia dando alaridos

         — ¡Eternidad!

                        ¡Pero agua, agua!

 

Fustigué la mula atontada hacia el camino.

          Hasta allí llegó y cayó muerta o muriendo,

          pero poco importaba.

El alba siguiente estaba densa de bruma de carroñas

colándose dondequiera. Los cadáveres eran enterrados

          aprisa

sin ceremonia, mientras martillos golpeaban en el pueblo.

Los caminos eran limpiados, traídos los heridos

y curados, parecía. A su debido tiempo

el presidente envió un acorazado que hornó

algo así como dos mil bollos de pan en el trayecto.

Doctores lanzados desde cubierta en aeroplanos.

La fiebre fue detenida. Yo me quedé largo tiempo

          Donde Mack hablando 

New York con los marinos, Guantánamo, Norfolk,—

bebiendo Bacardí y hablando U.S.A.



Traducción: José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal 



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