Gabriela Mistral
Una adolescencia como de hijo de Plutarco, sombreada de
grandes ejemplos. Una juventud sin alcohol y sin tabacos, casi vivida en la
palestra. Limpio pulmón para el canto, boca firme para el canto y la curtidura
del buen sol azteca en la cara.
Cada día la pasión de lo heroico alimentándose de carne del
pasado y del presente. Dijo “padre” a Bolívar a los veinte años, y tanto le
pidió confortación, que un día le ha aparecido en su propio suelo “padre” vivo
que lo acompañe y lo reconforte en Vasconcelos.
Amando mucho a Darío y
volviendo la cara atenta a cada estrofa grande de este tiempo, su pasión
verdadera, sin embargo, se detiene en los héroes y con ellos se queda. No me sé
yo mejor el Padrenuestro de lo que él se sabe biografías americanas. El
venezolano mayor le ha llenado el corazón de nacionalismos y le ha dado su
pasión de la América toda. Como se sabe las anécdotas, las cabalgatas y las penas
de Bolívar, se sabe la tierra nuestra, y podría caminarla hasta la Patagonia,
solo, en un buen caballo pampero.
En su biblioteca
Europa cuenta poco y el Asia menos: pero es difícil que le falten las canciones
mayas o colombianas del
pueblo, su Humboldt, su catecismo yucateco y su Horacio Quiroga.
Tanto miró hacia el
sur con deseo de estuario del Plata y de la cordillera, que, con suerte de
Aladino, se ha encontrado caminando despierto todo lo que caminó dormido y ya
conoce su Colombia y su Iguazú y su montaña chilena.
Pero esta religión de
lo heroico lo hubiese ensombrecido de gravedad prematura si la adolescencia no
se desquitara en él con juegos repentinos, gracias a los cuales la frente no se
le madura de entrecejo. Con dos tercios del alma anda por los caminos de piedra
de la historia; con el otro salta sobre el árbol grotesco del estridentismo a
cortar sus manzanas geométricas, sus flores cuadradas; así ha aguardado su
contento.
No quiere aceptar las
fealdades de la raza; de tanto andar por la tierra pintada del trópico, la
América, que más parece una pitahaya magullada, es para él la jícara de
Uruápam. Le sobra ímpetu para dar el salto de doscientos años y ver el continente
limpio y salvo, vuelto sobre la tierra más bendita del mundo. Algunas quejas
suyas sobre las miserias americanas andan por ahí en sus libros, no son serias;
lo verdadero es su optimismo, de puro generoso, desenfrenado.
La Gracia entró en su
casa, y su madre debió hallarla alguna vez sentada a su cabecera. Es ella quien
le pone en la mano dormida las más bellas metáforas. Tiene el ritmo cuando lo
quiere y acepta la rima tardíamente, pero a la metáfora magnífica anda
abrazado, como a una novia.
Como lo más legítimo
en él es, bajo apariencias burlonas, la nuez roja de lo trascendente, aquí
pongo sus estrofas graves mejor que sus juegos.
“Estrofas al viento del otoño”
Suele aparecer en el
continente enloquecido de contrastes, un mozo como éste, de limpios pulmones,
de aliento entero, magnífico galopador del verso, genuino mozo de América sin
becquerianas y sin ajenjos.
Nació en el trópico y
en región de lindas mariposas; se le ha quedado esa encandiladura de los ojos
que lo hará andar triste toda su vida por el boulevard de París. Sus sentidos
fieles andan preguntando por la luz a cada cosa con que se encuentran, como por
una madre. Para vengarse de cuanto se le queda sordo bajo este cielo pesado, él
se encerrará en su cuarto de París a poner metáforas azafranadas y rojas en las
hojas de un cuaderno.
Repertorio Americano, 25 de junio de 1927.
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