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martes, 9 de marzo de 2021

Carlos Pellicer. Apuntes para un viaje iniciático

 


  Pedro Marqués de Armas 


 Hay un salto paralelo en Pellicer, siguiendo a Tablada. Así lo observó Gabriel Zaid, su crítico más certero, en un ensayo al que habrá siempre que volver. Ese salto es pronunciado en Tablada, que cae de pie en la vanguardia, mientras se produce de modo gradual en Pellicer. Salto hacia los elementos, fue también el resultado de un viaje que hermanó las experiencias de ambos poetas, con estaciones en Nueva York, donde se acercan; La Habana, que visitan por separado pero al mismo tiempo; y Bogotá y Caracas, a donde se dirigen el uno como secretario consular y el otro en su misión estudiantil.

 Para Pellicer, es la primera de sus innumerables giras por el mundo, y la primera de sus muchas estancias en Cuba. Un periplo que afianza su vocación, y cuyo efecto será Colores en el mar y otros poemas (1921), libro todavía modernista pero ya –como dice Zaid- con notables poemas de vanguardia.

 Acotado entre 1915 y 1920, el orden que Pellicer le daría antes de publicarlo, haciendo visible su condición de cuaderno de viaje -es decir, su carácter diacrónico y referencial-, lo aproxima al modo vanguardista. Si un mar todavía simbólico y ciertas formas estróficas lo mantienen en órbita al modernismo, la secuencia de desplazamientos y, sobre todo, su variada articulación, lo convierten en un producto inédito. En este sentido, destaca esa prosa intercalada tras los versos iniciales que, como preludio a los poemas-"lugares" que singularizan al paisaje (Curazao, Los Andes, etc.)anuncia las diferentes "playas" de la travesía.  

 Todo una narrativa acompaña al descubrimiento que Pellicer hace del entorno. Se entreveran la mirada celebratoria de la Historia que, en su afán de ser también ella naturaleza, sobrepasa a menudo a la Geografía; y la simultánea capacidad para captar los elementos anímicos, más vívidos, del ambiente. En cualquier caso, tonos o rasgos que acaban por transferir el modus modernista y el peso de la tradición a las exigencias de las nuevas expresiones.

 Oda y esquema, alabanza y dibujo, color y relieve. Para ello dispone de recursos que, si bien solo consigue plenamente a partir de Piedra de Sacrificios (1924), ya están presentes en Colores en el mar: la idea de escala, que permite ajustar el mapa a los detalles y accidentes; la idea del paisaje como juguetería, que invita a la alegría y el juego con sus componentes, a una cierta magia cubista que apenas violenta la sintaxis; o los panoramas aéreos con sus cambios de perspectiva.  

 Volcado al exterior, Pellicer hace del mundo su casa. Y del “entrañable trópico” al que vuelve una y otra vez, su espacio de creación. Construye una geopoética, motor de su poesía, que adquiere las más variadas formas del ánima: trópico-solar, trópico-abismo, trópico viajero, milagrosa extensión de un lugar llamado Tabasco.

 “Gracias, ¡oh trópico!,

porque a la orilla caudalosa

y al ojo constelado

me traes de nuevo el pie del viaje…”

 A su paso por Cuba en esa primera estancia, escribirá un poema que, aunque no califica de vanguardia contiene ya discreta dosis de los recursos referidos. Titulado “El sol! El sol! El sol…!”, apareció originalmente en El Maestro (Año I, Núm. 2, mayo de 1921, p. 204), con un calce que especifica el lugar y momento de su escritura: “La Habana, 1918”, y a continuación, sin título, entre los fragmentos iniciales de Colores en el mar.

 Por su forma y ubicación, obedece sin duda al intento de denotar las etapas del viaje. Si la prosa introductoria preludia pero también resume todo el trayecto, “El sol…” remite a la huella de su paso por La Habana, acaso al umbral de esos poemas que se acercarían cada vez más a los lugares precisos y siempre más vigiles de la experiencia.

 Así como la prosa enumera las diversas playas (“Playas de México, playas de Colombia, de Venezuela —repúblicas inolvidables a donde llevé durante dos años la representación de los estudiantes mexicanos—, playas de Cuba, sonoras playas del Atlántico…”), el poema revela la condición solar de esa incipiente aventura:

 El Sol! El Sol! El sol!...

Detrás de un arrebol

llegó aquel joven sol.

 

Y el alba al encender

el gran faro del día

en la noche del tiempo,

todo lo desoía;

y yo volví a nacer.

 

Nubes en sol mayor y olas en la menor.

La vida era tan bella como

el amanecer.

 

Pareció que en el mar

se bañasen mil niños;

así las olas eran

infantiles y claras de gritar.

 

Y una mujer pasaba

toda dominical.

  Viaje augural, marca su nacimiento a la luz tropical en oposición a la “noche del tiempo”. Si en Tablada el “paisaje” es síntesis de impresiones visuales aquí resulta, si no ya aire y transparencia, apenas rastro arenario, o a lo sumo el recuerdo de un día que difumina, como en un cuadro de Sorolla, el cuerpo de los niños bajo el agua.


 En el Metropolitan Museum, a Pellicer le deslumbran los cuadros del pintor valenciano, concibiendo el soneto “Paisaje de Joaquín Sorolla”. No lo incluye en el libro, pues escribe otras estrofas inspiradas en sus pinturas que acaso consideró mejor logradas. Estas se ubican a continuación de “El sol”, recalcando una visión marina (edénica) que, en cierto modo, fusiona el Mediterráneo y el Caribe:

 “Es un mar levantisco que ni con malecones

 ha podido aquietarse: es un mar muy latino” (…)

 “Las chiquillas son Evas y los niños Adanes,   

pero ellos no lo saben. Delira el carmesí.”

 En Cuba pasó Pellicer una larga semana. Había partido de su país el 3 de octubre de 1918, y tras casi dos meses mayormente en Nueva York, desembarca en La Habana procedente de Key West el 29 de noviembre. Su observación de la ciudad no rezumará alegría, salvo en relación al encuentro con su admirado Salvador Díaz Mirón, entonces en su exilio cubano. En carta a su madre, escrita a solo tres días de haberse marchado, le expresa:

 “En la Habana me divertí muy poco, pero tuve la gran dicha de conocer y hablar largamente con el gran poeta Salvador Díaz Mirón. Lo busqué inmediatamente, me trató con mucha cordialidad y pasé en su regia compañía, ratos que nunca se borrarán de mi espíritu. El poeta está muy abatido. Tuvo la gran bondad de recitarme algunos de sus poemas soberbios, y yo le prometí enviarle mis marinas, que desde que existen están dedicadas a él; no le recité mis versos, por respeto, pero sobre todo por timidez... Los aguiluchos no debemos ascender hasta los cóndores.”

 Vuelve a resumir su experiencia, medio año más tarde, en misiva a Antonio Castro Leal:

 “Ciudad ambigua y escotada, llena de peripecias vulgares, así como de inteligencias indiscutibles. Allí tuve la dicha insigne de conocer y tratar al poeta colosal y maravilloso Salvador Díaz Mirón. De su conversación torrencial y deslumbrante, guardo un recuerdo cenital. Me recitó varios poemas nuevos, que me hicieron afirmar mi creencia de que Díaz Mirón es un poeta sin decadencia, a pesar de sus sesenta y cinco años.”

 ¿Cuáles pudieran ser esas peripecias que tilda de prosaicas? ¿De qué ambigüedad nos habla? Es difícil saberlo. No lo atrapa, como sí a Tablada días más tarde, la huelga general en apoyo a los ferroviarios, sino la fundación del Coney Island Park que tanto gente arrastró hacia las playas. ¿O alude acaso a lo que estos versos –escritos alrededor de 1923- insinúan?:

“En Cuba bailé un danzón

—impresión de baño de mar—,

adivinad: punto y guion.

La Habana

con su abanico suave

y su mujer imposibilitada

para ser Beatriz”. 

 En fin, no será en este, sino en viajes posteriores que su simpatía despierte. Como traslucen otras referencias, disfrutó de los mejores hoteles y en su ruta a Sudamérica -hacia la que sigue rumbo el 6 de diciembre- lo acompaña un grupo de monjas mexicanas que, tras algún tiempo en la isla, se dirigen a donde él.

               (El Fígaro, 24 diciembre 1922)

 En todo caso, tiempo y memoria hacen lo suyo y ya en 1924 -mientras tanto ha hecho otra breve escala en diciembre de 1922- escribe aquel poema todo él dedicado a Cuba: el fragmento 19 de Piedra de Sacrificios. Aún más visiblemente biográfico, compuesto por poemas-viajes que constituyen estaciones-género –cantos, baladas, elegías, variaciones, etc.-, asistimos en este cuaderno a la misma tensión Historia/Geografía que, entretanto, había alcanzado una decidida proyección moderna.

 La estación “Cuba”, sin embargo, no es de las más incitantes, dominada como aparece por los habituales estereotipos poscoloniales. A diferencia de “Impresión de La Habana”, donde los tópicos dan paso –sin solución de continuidad- a la osadía de un experimento de por sí irónico, naufragamos acá en lugares comunes: 

Cuba divina,

tierra naval y bailarina.

Bajo las noches del Atlántico

tu azúcar endulzó mi sed marina.

Mi sed amarga que alzó gritos

sobre el amado Sur

y halló solamente un dolor infinito

bajo una cínica quietud.

Galeón de atesoradas maravillas,

de tu alta proa sale el sol.

Bello navío pirateado

por un pacífico ladrón.

Cálido buque de los trópicos,

tórrido signo de pasión,

en tus palmeras inflamadas

que un sol de ocaso abanderó

grabé a crecer mi santa cólera

y mi soberbia maldición.

Te estranguló con mano higiénica

el yanqui cínico y brutal.

Civilizáronte y perdiste

tifo, alegría y libertad.

Cuba divina, tierra naval y bailarina,

entre el danzón de tu apogeo

corre la sombra de tu ruina.

 El conjunto adolece de complejidad, lo que no puede decirse de otros fragmentos de Piedra de Sacrificios, aun cuando los presida la misma oposición a los “gustos yanquis”, y los recorra, por tanto, un acusado pathos identitario. Al punto que versos como los ya indicados sobre el “suave abanico” de La Habana (ciudad “escotada”, decía en la misiva) y su mujer “imposibilitada” para ser Beatriz, señalan al menos un repliegue interior: el de la prostitución. Tal vez –si seguimos leyendo- un deslizamiento hacia ese “otro” que era el lugar del trópico dentro de la vertiente exotista del modernismo: 

(Allí han estado Cleopatra Faraona y Teodora Emperatriz.)

El que de Roma va pierde su Roma.

Cigarro y hembra viva; madrigal de Hafiz.

 

 En un poema de 1932 conseguirá una imagen más elusiva y resuelta: 


“Campo de espigas

por todas partes,

siempre.

En Groenlandia y en Cuba,

en lo actual invariable,

por ti.”

 (“Tres recuerdos”)

 Para entonces las escalas se habían sucedido. En una de ellas (septiembre de 1929) da a conocer “Poema pródigo” y “Grupo de palmeras”, sin dudas dos de sus grandes creaciones. Dedica el primero a Luis Cardoza y Aragón, todavía en La Habana, y lo entrega a los amigos de Revista de Avance, quienes en esas escasas horas en la ciudad lo agasajan con un almuerzo en el restaurante “La Isla”:

La hora oblicua se bisela a fondo.

Y yo surjo en el codo del camino

y canto en mí el principio de mi canto

y llego hasta mis labios y soy mío.

Jocunda fe del trópico, ojo dodecaedro,

¡justísimo sudor de no hacer nada!

Y el sabor de la vida de los siglos

y la orilla gentil y el pie del baño

y el poema.

 Un mismo pie, el trópico. Pero también una geografía afectiva, con todos sus accidentes físicos y humanos. Luminoso y límpido, la conquista del espacio en Pellicer será primordialmente amorosa. Una inmersión en los elementos. Como señala Paz, alcanzará, al paso de las estaciones, esas cualidades tan raras de encontrar en cualquier otro poeta moderno: “la humildad, el asombro, la alabanza al creador y a la vida”.


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