José Emilio Pacheco
La tortuga de
oro marcha sobre la alfombra.
Va
trazando en la sombra un incógnito estigma,
los signos
del estigma de lo que no se nombra.
Cuando a veces lo pienso, el
misterio no abarco
de lo que
está suspenso entre el violín y el arco.
R. D., Armonía.
En su principio está su fin. Y vuelve a Nicaragua
para encontrar la fuerza de la muerte.
Relámpago entre dos oscuridades, leve piedra
que regresa a la honda.
Cierra los ojos para verse muerto.
Comienza entonces la otra muerte, el agrio
batir las selvas de papel, torcer el cuello
al cisne viejo como la elocuencia;
incendiar los castillos de hojarasca,
la tramoya retórica, el vestuario:
aquel desván llamado “modernismo”.
Fue la hora
de escupir en las tumbas.
Las aguas siempre se remansan.
La operación agrícola supone
mil remotas creencias, ritos, magias.
Removida la tierra
pueden medrar en ella otros cultivos.
Las palabras
son imanes del polvo,
los ritmos amarillos caen del árbol,
la música deserta
del caracol
y en su interior la tempestad dormida
se vuelve sonsonete o armonía
municipal y espesa, tan gastada
como el vals de latón de los domingos.
Los hombres somos los efímeros,
lo que se unió para escindirse
—sólo el árbol tocado por el rayo
guarda el poder del fuego en su madera,
y la fricción libera esa energía.
Pasaron, pues, cien años:
ya podemos
perdonar a Darío.
1967
No me preguntes cómo pasa el tiempo. Poemas 1964-1968, México, Joaquín Mortiz, 1969, pp. 32-33.
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