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jueves, 21 de enero de 2021

Declaración de Varadero (en el Centenario de Rubén Darío)

 


   José Emilio Pacheco 

 

        La tortuga de oro marcha sobre la alfombra.

        Va trazando en la sombra un incógnito estigma, 

        los signos del estigma de lo que no se nombra.

        Cuando a veces lo pienso, el misterio no abarco

        de lo que está suspenso entre el violín y el arco.

                                     

                                     R. D., Armonía.

 

   En su principio está su fin. Y vuelve a Nicaragua

para encontrar la fuerza de la muerte.

Relámpago entre dos oscuridades, leve piedra

que regresa a la honda.

 

   Cierra los ojos para verse muerto.

Comienza entonces la otra muerte, el agrio

batir las selvas de papel, torcer el cuello

al cisne viejo como la elocuencia;

incendiar los castillos de hojarasca,

la tramoya retórica, el vestuario:

aquel desván llamado “modernismo”.

Fue la hora 

de escupir en las tumbas.

 

   Las aguas siempre se remansan.

La operación agrícola supone

mil remotas creencias, ritos, magias.

Removida la tierra

pueden medrar en ella otros cultivos.

Las palabras

son imanes del polvo,

los ritmos amarillos caen del árbol,

la música deserta

del caracol

y en su interior la tempestad dormida

se vuelve sonsonete o armonía

municipal y espesa, tan gastada

como el vals de latón de los domingos.

 

   Los hombres somos los efímeros,

lo que se unió para escindirse

—sólo el árbol tocado por el rayo

guarda el poder del fuego en su madera,

y la fricción libera esa energía.

 

   Pasaron, pues, cien años:

ya podemos

perdonar a Darío.

                                         

                                           1967

 

  No me preguntes cómo pasa el tiempo. Poemas 1964-1968, México, Joaquín Mortiz, 1969, pp. 32-33. 


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